QUÉ MUNDO QUEREMOS
Antes de la llegada del inesperado virus, filósofos y sociólogos nos
avisaban de que nos encontrábamos ante los estertores de la segunda
modernidad. De repente lo normal se ha vuelto extraño, nos empezamos a
plantear qué es lo verdaderamente útil, funcional, importante.
En los últimos meses venía siguiendo con curiosidad artículos que hablaban
de algunos movimientos dentro del propio sistema capitalista que ponían en
cuestión desde dentro, al menos tímidamente, el paradigma teórico neoliberal
hegemónico en las tres últimas décadas.
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Antes de la llegada del inesperado virus, filósofos y sociólogos nos
avisaban de que nos encontrábamos ante los estertores de la segunda modernidad.
Vividas ya la modernidad líquida y la sociedad postindustrial nos situamos en
la última fase del capitalismo, el capitalismo del desastre, ese que se lucra
sacando tajada de “resolver” las catástrofes y calamidades asociadas al cambio
climático que él mismo provoca. Capitalismo y barbarie, que diría Rosa
Luxemburgo, pero sin parar de generar beneficios para unos pocos hasta el
último día de la apocalipsis final.
Existen, por supuesto, otras corrientes teóricas y económicas ─la economía
ecológica, la economía del bien común, economía feminista, decrecimiento… ─ con
una presencia irrisoria en las facultades de Economía y ADE, que plantean críticas
más completas a la vez que alternativas constructivas a semejante panorama,
desde una óptica más transformadora.
Desde la economía ecológica autores como
Naredo ponen sobre la mesa todas aquellas cuestiones que las empresas no
contabilizan en su balance de costes y beneficios, sino que se consideran
“externalidades”.
Son así consideradas la contaminación, la gestión de residuos, la huella de
carbono, el deterioro de los ecosistemas marinos y terrestres, entre otros.
Mientras se privatizan las ganancias, lo público y la sociedad en general ha de
padecer y hacerse cargo de estas supuestas externalidades que no asumen como
coste ni responsabilidad propia las empresas que las generan.
Desde la economía feminista Amaia Pérez Orozco nos recuerda además que existen
muchos otros servicios y costes sociales que, sin remuneración alguna, caen
sobre las espaldas de las mujeres, indispensables para sostener a la mal
llamada esfera productiva. Estos “servicios” son básicamente todos aquellos
trabajos verdaderamente imprescindibles para el sostenimiento de vida, los que
tienen que ver con el cuidado de la misma, de la infancia o las personas
mayores, sanas, enfermas, dependientes…. Desde la Economía del Bien Común se
recalca la necesidad de poner un límite razonable a la diferencia de ingresos y
de patrimonio de todos los miembros de la sociedad, reflexión absolutamente
necesaria en este capitalismo donde el 1% de la población acapara el 82% de la
riqueza.
Se nos recuerda también que mientras que en el resto de esferas de la vida
(familia, amigos, vecindario…) los valores que sirven y guían nuestro
comportamiento son pro─sociales (cooperación, empatía, altruismo, generosidad,
solidaridad, amor…), consideramos normal que la economía y las empresas puedan
comportarse, por el contrario, como perfectos psicópatas (practicando el
egoísmo, el lucro individual, la insensibilidad, la competencia, la avaricia).
Se nos ha hecho creer, en definitiva, que es a través de los “contravalores”
que puede conseguirse la prosperidad de todas y todos. Lo contraintuitivo se
convierte así en la lógica dominante. Desde la corriente del Decrecimiento se
nos enseñan vías para la desaceleración paulatina y controlada de la producción
económica, se nos muestran caminos para abandonar el dogma religioso del
crecimiento como un fin en sí mismo, relocalizando, desindustrializando,
autoproduciendo.
Pero de repente, el más simple y menos sofisticado de los organismos, un
virus, destruye la normalidad, poniendo en evidencia la fragilidad del castillo
de naipes de un capitalismo financiero fuertemente basado en las expectativas
psicológicas de los accionistas. De repente lo normal se ha vuelto extraño, nos
empezamos a plantear qué es lo verdaderamente útil, funcional, importante.
Una periodista y antropóloga llamada Gillian Tett escribió con gran acierto
que “para entender cómo funciona una comunidad no hay que fijarse solamente en
las zonas que podríamos llamar de ruido social, sobre las cuales todo el mundo
desea hablar […], hay que fijarse también en los silencios sociales”. Y son
esos silencios sociales los que ahora recuperan su sonido. De repente cae la
luz sobre las zonas de sombra, como sobre esas externalidades que veíamos que
no contabilizan las empresas o sobre todos esos servicios públicos que han sido
desinflados y mercantilizados por el camino y que ahora nos resultan
indispensables.
De repente se cae el velo y se vuelve lógico lo formulado por algunos
pensadores anarquistas que nos hacían reflexionar sobre si todas las
profesiones, labores y ocupaciones tienen un sentido real.
¿Necesitamos a un
accionista o a un corredor de bolsa para vivir? ¿A un publicista, a un gerente,
a un vendedor de seguros?
¿Es quizá la agricultora, el reponedor, el enfermero,
la barrendera, la limpiadora, la maestra, el bombero, la repartidora, el
cuidador, el músico, el cuentacuentos, la poeta, la profesora de baile, los que
realizan las cosas realmente necesarias? ¿Tiene sentido que sean entonces los
más precarios de la sociedad?
Se destapan mecanismos ocultos y nos hacemos preguntas:
¿De dónde vienen
los alimentos que consumimos?
¿Es normal desplazarnos miles de kilómetros para
descansar, como pretende la industria turística?
¿Si alteramos o deterioramos
los ecosistemas, puede tener consecuencias sobre nuestras vidas?
¿Son
inmutables las medidas de austeridad o son el dinero y los incentivos
económicos, al fin y al cabo, decisiones creadas y tomadas por humanos?
Mi vida
cotidiana ¿tenía sentido?
Nuestro modo de vivir y nuestras viviendas ¿valen la
pena?
¿Vale la pena lo que somos y a lo que nos dedicamos?
¿Valen la pena el
empleo y los cuidados, tal como están planteados?
Como nos ejemplifica China, el capitalismo no es necesariamente un sistema
que va de la mano de la democracia, ni mucho menos son sinónimos o hermanas
siamesas. De hecho como venimos comprobando, se lleva igual de bien o mejor con
los regímenes de corte autoritario. ¿Será la crisis del coronavirus un golpe de
muerte al capitalismo como augura Zizek o una nueva era donde China,
inicialmente la nación más afectada por el virus, imponga su preeminencia
económica y política, apoyada principalmente en el control tecnológico de la
población, como vaticina Byung-hul Han?
Mi naturaleza pesimista me lleva a inclinarme hacia un escenario donde,
dadas las diferencias de medios y recursos, la ultraderecha buscará la manera
en que terminemos concluyendo que necesitamos más mano dura, más control, más
grandes empresarios superhéroes y también más mercado. Sacrificar la propia
vida para que no pare la economía y nunca poner la economía al servicio de la
vida. Pero la historia de la humanidad es el pulso constante entre movimientos
que se confrontan y la cuestión es qué vamos a hacer nosotras y nosotros, desde
los movimientos sociales transformadores.
La cuestión es si vamos a ser capaces de utilizar la luz que pasa por la
grieta para romper el cuadro y el marco y pintar uno nuevo. Lo que toca
plantearnos ahora es qué marcos de interpretación de la situación ponemos a
disposición de la opinión pública, qué sentido le damos a esta nueva realidad y
qué utopía hacia la que caminar vamos a dibujar y a poner sobre la mesa, desde
la izquierda antiautoritaria, en este contexto de ruptura con la normalidad
anterior.
Nos toca rescatar del sentido común de la gente aquellos elementos que les
indican que es necesario procurarnos una organización social que nos proteja y
dé cobijo a todas y todos como seres eco e inter-dependientes y como cuerpos
vulnerables, que apunta el ecofeminismo. Pero nos toca hacerlo con altura de
miras, con utopías de referencia que sirvan para todas las personas: urbanas,
rurales, mujeres, hombres, niñas, adultas, ancianas… Nos toca demostrar que el
capitalismo no es el único ni el mejor de los sistemas posibles pero, sobre
todo, que tiene alternativa como forma de organización económica y social.
Considero que una de las primeras lógicas erradas que hay que destapar es
la del beneficio y la acumulación como la motivación elemental a la hora de
satisfacer las necesidades sociales. Porque, como diría César Rendueles, el
capitalismo y el libre mercado son una rareza antropológica. Muchas personas
empiezan a plantearse que quizá no es normal que la solución a la creciente
necesidad y demanda de “geles alcohólicos” en un momento de crisis humanitaria
sea subirles el importe, que resulta un poco extraño que tenga que ser el
propio gobierno el que controle precios, porque lo que no se sostiene es que
alguien intente lucrarse todavía más en una situación como esta. ¿Quizá no
deberían simplemente valer lo que costó producirlos? Resulta algo kafkiano
incluso que a alguien se le haya ocurrido, en un momento así, cambiar el color,
el estampado y el diseño de las mascarillas y así venderlas más caras, para que
no muera nunca el estilo y se pueda seguir yendo a la moda.
Pero además tenemos que inventar soluciones, y soluciones a gran escala y
para eso será necesario hacernos muchas preguntas, algunas casi ontológicas:
¿Cómo creamos un sistema donde podamos asegurar que se cubren las necesidades
básicas de toda la gente sin comprometer al planeta y por ende a nuestra propia
especie?
¿Cuáles son esas necesidades?
¿Cómo creamos un modelo de sociedad que
garantice la salud y proteja a las personas sin conculcar sus libertades?
Y
sobre todo, ¿cómo transitar a ese nuevo sistema sin generar sufrimiento humano?
¿Cómo cambiar las cosas siendo conscientes de que vivimos en un mundo donde
el desarrollo tecnológico permite formas de control social que no tienen
precedentes?
¿Cómo contrarrestamos la penetración de los fake news de la
derecha, que nos está ganando la batalla cultural?
¿Cómo conseguir que no nos
tome la delantera una solución neofascista?
¿Son las únicas opciones posibles
el capitalismo democrático o el autoritario?
¿Qué hacer, aprendiendo las
lecciones de los errores y terrores de la economía planificada?
¿Es viable una
suerte de Green New Deal o el sistema está ya tocado de muerte?
¿Queremos
mantenerlo vivo de forma artificial, darle la estocada final o ir sedándolo y
procurarle una suerte de eutanasia?
¿Qué papel ha de jugar el Estado como
entidad que permita garantizar el procomún y asegurar la redistribución?
¿Cómo
garantizamos la democracia y qué democracia?
¿Cómo han de tomarse las
decisiones para que no se produzcan derivas oligárquicas, de concentración y
abuso de poder?
¿Cómo construimos ese nuevo mundo sin dejar atrás las luchas de los
distintos movimientos sociales, recordando que todas las opresiones están
entrelazadas, como plantea el enfoque de la interseccionalidad?
Pero a la vez,
¿cómo lo hacemos para reconocernos todas y todos en un mínimo múltiplo común
que nos sirva de pegamento?
¿Cuáles son aquellos logros de la modernidad de los
que queremos seguir disfrutando (la posibilidad del espíritu crítico, la
libertad, igualdad y fraternidad, el derecho a la duda y a la disensión, el
desarrollo científico, los adelantos médicos, la esperanza de vida…)?
El enemigo es muy poderoso. Aquellos que, pese a estar también amenazados,
quieren seguir enriqueciéndose, van a intentar volver a seducirnos con nuevas
máquinas de persuasión y luego, si es necesario, con mecanismos propios del
Estado del terror. Esta crisis puede conllevar el empobrecimiento masivo de una
parte importante de la población,
¿La única manera de arreglar esto es
alimentar una máquina que nos acaba destruyendo a nosotros mismos?
¿Sólo
podemos salvarnos cavando nuestra propia tumba?
¿Tendremos que elegir entre la
salud (ya sea por un virus o por restricciones debido a la contaminación o los
desastres naturales) y la libertad?
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de
libertad y de justicia?
Quizá la única respuesta esperanzadora a todos los problemas que estén por
venir ─ya vengan de la mano de una emergencia climática, un virus, un terremoto
o un colapso financiero─ sea siempre la misma. Quizá no tenemos todavía la
receta exacta, pero sí muchos de los ingredientes:
El amor como pegamento
común, la solidaridad, la justicia social.
El pacifismo y el antiautoritarismo.
Poner en el centro el buen vivir, la práctica de una vida que merezca ser
vivida y que no sea un privilegio de unas contra otras sino una posibilidad
para todos y todas a la vez.
Una de las posibles claves que me veo tentada a señalar es al virus como
metáfora. Quizá sea lo pequeño y no las grandes estructuras lo que más
capacidad tiene de adaptarse y mutar, de reinventarse, lo más duradero en el
tiempo, lo que se adapta mejor a un planeta que ya no puede sostener que se le
extraiga ni exprima más desde la lógica de la conquista, dominación y la
explotación. El dilema es cómo articulamos lo pequeño, evitando que algún nodo
crezca y se convierta en colonizador y cancerígeno.
Es hora de que nos pongamos a trabajar, juntos e intensamente, en construir
ese mundo que queremos, un modelo que permita descolonizar el imaginario
capitalista que estructura nuestras mentes aprovechando la situación de
ruptura. Es tiempo de generar políticas y medidas prácticas que ofrecer ante
esta grieta que se abre. La grieta puede ser aprovechada para dar paso a la
distopía del héroe individual a la que tanto nos tienen acostumbradas las
series de las diversas plataformas, pero son también las crisis y rupturas
abruptas las que hacen caer los órdenes antiguos. Aquí solo trazo algunas
preguntas, que permitan ir esbozando respuestas, desde las ganas de
entendimiento y la generosidad.
La buena noticia es que sólo es necesaria la acción decidida y firme de una
parte suficiente─ que no toda─ de la población, dispuesta a comportarse de
manera colectiva, para conseguir los cambios, como ya demostraron las que
lucharon por los derechos laborales, civiles, de género, muchas veces desde la
desobediencia civil y pacífica. La historia de los movimientos sociales está
llena de ejemplos de avances y resistencias que son los que han contribuido a
consolidar los progresos que merece la pena mantener, ejemplos que el poder se
encarga de minimizar y silenciar.
Quizá el mundo que queremos se parezca un poco a este, más sosegado, con
tiempo para contemplar, conversar, escribir, reflexionar, con aire limpio con
que llenar nuestros pulmones… Parecido a este pero sin miedo, sin diferencias
sociales derivadas de la familia que te haya tocado, de las condiciones del
hogar que tienes la suerte o la desgracia de habitar, sin la soledad impuesta
para las personas que no tienen familia o red. Por supuesto sin represión, sin
caza de brujas, sin invención de chivos expiatorios entre los más débiles,
tomando de nuevo las calles para la gente.
Artículo completo en: https://www.elsaltodiario.com/tribuna/noelia-sanchez-suarez-que-mundo-queremos
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