CUANDO
LA COMIDA DEVORA EL PLANETA
El
sistema de producción y distribución de alimentos impone unas
normas que no priorizan la salud ni la justicia, sino sus propios
intereses. Los procesos de gentrificación alimentaria desplazan a la
población y ahondan en las desigualdades sociales a través de la
comida. Del reto de concebir la alimentación como derecho, y no como
mercado, depende que la población tenga acceso a alimentos
saludables y asequibles.
Injusticia
alimentaria es constatar que en España existe un porcentaje
relativamente alto de hogares en los que no todos sus miembros tienen
un acceso regular a alimentos nutritivos y suficientes. También es
seguir leyendo en los datos del último informe de la Organización
de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)
que la cifra total de personas infraalimentadas ha crecido de forma
lenta pero continuada. Es ver a muchos campesinos del mundo
expulsados de sus tierras y apartados de su papel de productores de
alimentos, o ver despreciada y subestimada la importancia de la
agricultura familiar y tradicional. Injusticia alimentaria es pensar
que el alimento es una mercancía como otras o saber que lo que pones
en el plato tiene consecuencias también a nivel de salud ambiental y
sobre otras especies.
Así
de profusa es la investigadora Monica di Donato cuando se le pide que
defina el concepto de “injusticia alimentaria”. Injusticia
alimentaria “es saber que la Amazonía está ardiendo porque los
grandes agroproductores brasileños queman el bosque para liberar
tierras al cultivo de la soja y así satisfacer el aumento de la
demanda de parte de China y Europa”, dice remitiendo a los
incendios que este verano devoraron una parte de la Amazonía en lo
que se cree que fueron acciones provocadas.
PRIMER PLATO: BRASAS DE AMAZONAS
Los
pirómanos serían grandes tenedores de tierras que deforestan las
selvas para dar entrada a millones de cabezas de ganado y
proporcionar materia prima para las multinacionales cárnicas más
grandes del mundo, y ese modo condicional se apoya en datos
macroeconómicos: la carne bovina y la soja genéticamente modificada
son dos de los principales productos de exportación de la economía
brasileña.
Las
cifras del desastre del fuego son aproximadas: el número de
hectáreas quemadas supera los dos millones, en una zona que alberga
40.000 especies y de donde procede entre el 17 y el 20% del agua
dulce del planeta. Unos números que, aunque suenen lejanos, conectan
directamente con el norte global y, más concretamente aún, con
nuestra cesta de la compra.
“Después
de la gran crisis de 2008, muchos gestores de fondos y bancos de
inversión se han centrado en la producción y comercialización de
productos alimenticios”, dice Di Donato. El razonamiento es simple:
la población mundial crece, las dietas cambian y las tierras donde
producir alimentos para el consumo humano y la alimentación animal
no son infinitas. “Ergo, el capital especulativo ve en la carrera
hacia el control de las tierras cultivables, de la biotecnología y
del control digital y satelital de la agricultura un horizonte de
negocio muy atractivo”, dice Di Donato. “Además, en los últimos
años, estas grandes corporaciones incrementan sus beneficios gracias
a grandes fusiones y acuerdos en una carrera por el control del
sistema alimentario, orientando desde el principio nuestros gustos y
definiendo el sabor de lo que comemos”, sigue la investigadora de
la fundación FUHEM, editora del dossier Gentrificación,
privilegios e injusticia alimentaria (FUHEM,
2018).
En
esa corriente global que conecta Brasil con nuestro frigorífico, las
grandes empresas se centran en fases que acaparan el valor,
fundamentalmente diseño y distribución, “mientras que la
producción se la encargan a mercados más baratos, como los países
del sur global”, advierte Nazaret Castro, del colectivo Carro de
Combate. Castro, autora de La
dictadura de los supermercados (Akal,
2017) explica cómo funciona la teoría del embudo en la industria
alimentaria: los supermercados utilizan métodos de coacción y fijan
el precio de los productos que compran, lo que provoca que los países
compitan entre sí para garantizar mejores condiciones económicas a
estas empresas.
Los
tratados internacionales profundizan en esta presión sobre los
precios, según señala también Marta Lozano, la directora de la
Coordinadora Estatal de Comercio Justo, que destaca el dumping de
precios (vender a pérdida para eliminar la competencia) que se hace
desde China e impone un tablero en el que “no jugar con esas reglas
implica quedarse fuera del circuito tradicional de distribución”.
“En esa dinámica se entiende que no exista, por ejemplo, un
tratado vinculante a nivel internacional que obligue a las empresas a
respetar los derechos humanos y medioambientales, pero sí que
existan y proliferen acuerdos comerciales que blindan los intereses
de inversores y empresas en otros países”, añade. Unas reglas del
juego que alcanzan también la vida en los barrios.
SEGUNDO PLATO: PESCADO GENTRIFICADOR
“La
gentrificación alimentaria hace específico el proceso general de
gentrificación”, explica el sociólogo Joshua Sbicca, profesor
asistente de sociología en la Universidad Estatal de Colorado y
autor de Food
Justice Now!, deepening the roots of social struggle.
Su investigación se centra en la comida. Porque en el comer,
argumenta, se hacen específicas muchas luchas. Jardines de
autocultivo que se convierten en caballos de Troya en barrios
inmersos en procesos especulativos o pescado que se vende como
producto de lujo en un barrio de pescadores son un ejemplo de cómo
opera en lo concreto la “gentrificación alimentaria”. Y no, no
es una tendencia de EE UU sino algo que ocurre aquí al lado, en tu
barrio.
“Es
un fenómeno multifacético que cambia la clase de barrio y la
demografía etnoracial, los paisajes alimentarios, las formas de
alimentación y la vivienda”, cuenta a El
Salto.
Para Sbicca, el proceso de gentrificación alimentaria se da en dos
sentidos. Por un lado, las comunidades pobres en ciudades de todo el
mundo están experimentando los efectos nocivos de la escalada de la
venta minorista de alimentos y los espacios de alimentos ecológicos
que utilizan los desarrolladores para atraer nuevos residentes y
aumentar el valor de las propiedades. Por otra parte, la comida misma
está siendo gentrificada cuando alimentos culturalmente importantes
para una comunidad se hacen cool y
se vuelven inaccesibles para algunas personas.
Sbicca
pone fecha al nacimiento de este concepto en su artículo
“Alimentación, gentrificación y transformaciones urbanas”: en
2014, la bloguera feminista negra Mikki Kendall expresó en su cuenta
de Twitter su cabreo por las consecuencias de que la comida
característica de las comunidades pobres se pusiera de moda. En el
artículo que siguió a estos tuits, Kendall vinculaba la
comodificación de las culturas culinarias de comunidades pobres con
cómo las comunidades de color deben afrontar cada vez mayores gastos
en comida y vivienda.
Comida
y vivienda. Dos necesidades básicas que Sbicca no puede ver
desligadas y que ilustra con un ejemplo europeo: el del barrio de la
Barceloneta, en Barcelona, y la paradoja de que, en un barrio que fue
tradicionalmente de pescadores, comer pescado se haya convertido en
una food experience para turistas. La transformación, explica, ha
llevado décadas. El resultado pasa por convertir un barrio de clase
trabajadora en uno lleno de viviendas, hoteles y opciones
gastronómicas caras donde “la cocina más tradicional del barrio
ha sido marginada mientras restaurantes de marisco al aire libre y
bares de tapas tradicionales que venden platos de paella y camarones
salteados superaron el mercado minorista de alimentos”.
“Esto
muestra cómo hay un ciclo de retroalimentación negativa entre la
inseguridad alimentaria y de la vivienda”, dice el investigador.
Por el mismo proceso porque el pescado acaba siendo un lujo en un
antiguo barrio de pescadores, en el estado mexicano de Michoacán el
consumo mundial de aguacate ha encarecido esta fruta mexicana
dificultando su presencia en la dieta de los michoacanos. De los
millones de toneladas de aguacates que se producen en el territorio,
más de la mitad se vende a los mercados internacionales, sobre todo
el de EE UU. El éxito internacional del aguacate, que hoy nos
acompaña todo el año, ha hecho que, en México, lo que era un
ingrediente popular cada vez sea más costoso y que, además, se
generen mafias en torno a su producción: la cadena francesa France 2
documentó en 2017 las amenazas de un cartel a los productores que,
junto al uso de pesticidas tóxicos, llevaron a la cadena a hablar de
“los aguacates del diablo”.
Pero
la gentrificación alimentaria no es propia ni de EE UU ni de la
ciudad-marca-Barcelona: “Está globalizada y tiene lugar en
ciudades de muchos tamaños”, explica Sbicca. ¿Otros ejemplos?
Ciudades como Alicante, París y Dublín, que han fomentado jardines
de asignación tradicionales para que individuos y familias cultiven
sus propios alimentos, se han visto en manos del mercado
inmobiliario. Para Sbicca, la gentrificación alimentaria sería un
subtipo de gentrificación verde: un proceso que pese a ahondar en
las desigualdades y desplazar de los barrios a sus vecinos con rentas
más bajas, suele concitar el consenso de autoridades, mercados y
vecinos. “La comida no es suficiente para impulsar la
gentrificación, pero proporciona señales a los turistas que desean
consumir una versión de fantasía de un lugar como Barcelona. El
resultado para los residentes es que abandonan estos distritos o se
mudan a segmentos más marginales del vecindario a medida que
aumentan rápidamente los gastos de comida y vivienda”, advierte.
Guadalupe
Ramos, profesora en la Universidad de Valladolid y especialista en
Sociología de la alimentación, añade una cara más al prisma de la
gentrificación alimentaria al trasladar el concepto al mundo rural.
“De alguna manera se puede hablar de gentrificación rural en el
sentido de que el capital en un territorio condiciona o determina las
prácticas de sus ciudadanos”, explica. “Los supermercados operan
por la lógica de la rentabilidad económica, y no se van a un pueblo
de 600 habitantes sino a los municipios de mayor concentración y
donde acceden los habitantes de la zona”, dice.
Ramos
llama a desterrar el tópico de que vivir en un pueblo equivale
automáticamente a comer mejor y tener acceso a productos de
proximidad. Los hábitos alimentarios, asegura, no son tan
diferentes. Y los vecinos de las zonas rurales necesitan abastecerse
de productos de supermercado.
Ramos,
que también forma parte del proyecto ‘Alimentación y estructura
social’ del grupo de investigación de Sociología de la
Universidad de Oviedo, ha utilizado el concepto de ‘desierto
alimentario’ —un territorio en el que no hay comercios de
alimentación o hay una escasez de ellos— para desentrañar las
desigualdades que se dan en el acceso a los alimentos. Una
desigualdad que opera en dos sentidos: por un lado, establece una
brecha en tanto que los ciudadanos que viven en los llamados
desiertos alimentarios no tienen las mismas oportunidades de acceder
a alimentos saludables y asequibles. Por otro, las dificultades para
mantener una dieta saludable pueden tener repercusiones directas en
la salud.
El
concepto de ‘desierto alimentario’ apareció en los años 90 de
manera casual, cuando un residente de un barrio desfavorecido de una
ciudad del norte de Inglaterra quería denunciar en la televisión la
falta de inversión en el barrio y utilizó espontáneamente este
binomio fantástico: ‘desierto alimentario’ Gustó a los medios
y, de ahí, el interés pasó a los políticos, que empezaron a
investigar en esta idea. Hoy, sin embargo, Ramos considera que el
concepto de ‘desierto alimentario’ hace aguas porque “no deja
de ser un concepto geográfico, y el hábitat no determina las
características de la población de ese hábitat; la gente no es lo
que es su hábitat”. En el qué y cómo comemos, dice, “intervienen
muchos factores, no solo el geográfico; tienes que tener en cuenta
el nivel económico, el nivel educativo, formativo, las prácticas de
esa familia...”.
POSTRE SUPERCOOPERATIVAS
“El
problema empieza cuando se deja de considerar la alimentación, y no
solo el alimento, como un derecho para contemplarla como un gran
negocio, es decir, cuando los intereses de las grandes corporaciones
pasan a tomar el control, directa o indirectamente, de diferentes
fases y eslabones del sistema alimentario mundial”, dice Monica Di
Donato. Por ello, la solución pasa también por aplicar otras
lógicas al acto cotidiano de comer.
Así
lo plantean, por ejemplo, las cooperativas La Osa y SuperCoop en los
barrios de Tetuán y Lavapiés, en Madrid, que abrirán sus puertas
en 2020. Para entender cómo estos proyectos subvierten las lógicas
del mercado, basta conocer cómo se accede a ellos. Así, para formar
parte de La Osa se pide a los futuros socios una aportación inicial
de cien euros y trabajar tres horas cada cuatro semanas en el
supermercado, cuenta Natalia Piotrowska, impulsora del proyecto. La
Osa, explica, no hará reparto de dividendos a final de cada año
entre sus accionistas. “Este modelo permite un ahorro en la compra
mensual de aproximadamente un 20 % en los inicios, pero cuantas más
personas integremos La Osa, más bajos serán los precios de los
productos”, cuenta. En sus objetivos está el poder ofrecer
productos a precios asequibles y que el precio no sea una barrera
para consumir en su supermercado.
Las
ideas de mercados cooperativos, aunque novedosas, no son nuevas.
Pablo García Bachiller, de SuperCoop, explica que este proyecto se
inspira en el supermercado Food Coop Park Slope que abrió sus
puertas en 1973 en Brooklyn. Con ese proyecto como fuente de
inspiración, pretenden abrir una superficie de 700 metros cuadrados
en el piso de arriba del madrileño Mercado de San Fernando.
“Queremos tener la mayor oferta de productos ecológicos y de
producción cercana, al mismo tiempo que productos especialmente
económicos de la industria alimentaria tradicional”, explica.
Frente
a la gourmetización de
los mercados de abastos, que han convertido el lugar en el que se iba
a comprar fruta y verdura en meca de foodies para degustar ostras,
iniciativas como estas han surgido a lo largo y ancho del Estado, no
sin contradicciones y preocupaciones como la que señala Cándido
Martínez, de la cooperativa gallega Arbore: “Un producto con sello
ecológico podría ser producido en condiciones laborales tan
aberrantes como cualquier otro”, dice, algo que se evita
“conociendo a sus productores”.
Así
lo resalta también Montse Ligero, productora local de la explotación
familiar Yemaya en Marchena (Sevilla), que abastece a algunas tiendas
ecológicas, como las dos que la cooperativa La Ortiga tiene en
Sevilla, pero también a varios grupos de consumo. “Mis mayores
compradores son grupos de consumo de venta directa. Yo soy la que
decido los precios, no me los imponen”, afirma Ligero, quien acusa
a las grandes superficies de hacer presión sobre los precios también
a los productores ecológicos. “Ellos te dicen que te compran
cantidades grandes para luego imponerte un precio. Si no tienes mucha
venta directa, al final cedes”, concluye.
El
camino es largo y el objetivo, ambicioso. “Claro que es posible la
justicia alimentaria”, dice Di Donato. “¿Cómo? Atajando el
problema de raíz y cambiando la narrativa dominante, que consiste en
que el alimento es una mercancía y el mejor de los modelos para
‘gestionarla’ es el mercado capitalista, que regula su acceso a
través de un precio”. Di Donato tiene casi tantas soluciones como
definiciones de “injusticia alimentaria”, y todas pasan por
repensar esa España vaciada que hace poco reivindicaba su
dignificación en las calles. Como para Sbicca, las luchas en torno a
la comida no son anecdóticas: “Si entendemos que el sistema
alimentario es un sistema de sistemas, entonces esto significa que es
una lucha que se extiende a la vida económica, política, cultural,
social y ecológica”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario