El fraude del siglo XXI
La
felicidad es el trending
topic del
siglo XXI. Se ha convertido en una de las construcciones culturales
con mayor influencia sobre la vida diaria de millones de personas. Un
volumen ingente de publicaciones académicas, y también otras sin
ese rigor, ha situado como verdad científica una lógica que
coincide sospechosamente con los postulados neoliberales: el
bienestar es una cuestión individual que ha de procurarse cada
persona por su cuenta y riesgo.
Presentada como una meta aséptica y
neutral por divulgadores de todo tipo —desde expertos de la llamada
psicología positiva a charlatanes de medio pelo, pasando por
innumerables libros de autoayuda—, la promesa de la alegría
esconde un fondo profundamente ideológico que persigue la disolución
de los vínculos sociales. Y lo más grave es que se ha adoptado como
receta válida por gobiernos e instituciones que pretenden marcar su
rumbo atendiendo a lo que miden supuestos índices de felicidad.
En
el invierno de 2013, la corporación multinacional de bebidas
refrescantes Coca-Cola anunció el lanzamiento de una página web con
más de 400 estudios sobre felicidad y salud que pretendía ser un
referente en el campo de la investigación acerca del bienestar. Lo
hizo a través del llamado Instituto Coca-Cola de la Felicidad,
integrado en una iniciativa de la división española de la compañía
que en 2010 y 2012 ya había organizado en Madrid dos ediciones de un
evento denominado Congreso Internacional de la Felicidad.
Entre
la maniobra publicitaria y la generación de una imagen de marca
amigable, bajo la coartada filantrópica de responder al creciente
interés sobre el tema, Coca-Cola se sumó a una agenda global que
propone ser feliz como respuesta a todos los males.
Margarita
Álvarez es una de las 50 mujeres más poderosas de España, según
la revista Forbes,
y también fue incluida en el listado de las 100 mujeres más
influyentes en nuestro país en 2016, elaborado por la plataforma
Mujeres&Cia, en la categoría de Directivas.
Álvarez creó y
presidió el Instituto Coca-Cola de la Felicidad entre enero de 2008
y marzo de 2011. Acaba de publicar Deconstruyendo
la felicidad,
un libro cuyo propósito, según se lee en la nota de prensa
difundida por la editorial Alienta, es “ayudarte a averiguar si
realmente existe la felicidad y, si es así, determinar dónde se
puede encontrar”. La nota añade que en sus páginas no hay “reglas
ni pautas: solo conocimiento. Porque saber y tener información sobre
algo tan relevante te ayudará a entender cómo funciona el cerebro,
cómo te utilizan tus pensamientos y cómo puedes identificar y
aceptar todas tus emociones para afrontar mejor las circunstancias de
la vida”.
Parece
poco probable que la idea de ser feliz que maneja Álvarez guarde
relación alguna con la que puedan tener, por ejemplo, las más de
800 personas afectadas desde 2014 por el ERE de la embotelladora de
Coca-Cola en la planta de Fuenlabrada (Madrid). La suya, más bien,
es otra de las voces privilegiadas que han participado durante los
últimos 30 años en la construcción y propagación de una noción
de felicidad que reposa en el entusiasmo, la voluntad y la superación
individual como herramientas para llegar a ella. Libros de autoayuda,
talleres de pensamiento positivo y charlas motivacionales han
difundido la especie de que ser feliz está a tu alcance y solo
tienes que desearlo. En el tiempo de la crisis económica mundial más
grave desde el crac del 29, estos discursos han encontrado un público
desesperadamente receptivo al que se le ofrece bienestar simplemente
mirando a su interior, sin tener que relacionarse con nadie. Aunque
esto último no es del todo así: esa felicidad prometida pasa
necesariamente por pagar, pues lo que hay detrás de ella tiene poco
de altruista.
“Se
considera que es una elección personal y que, para ser feliz, una
persona simplemente tiene que decidir serlo y ponerse a ello a través
de una serie de guías, consejos, técnicas, ejercicios que proponen
los que se suponen expertos en estos campos: científicos,
psicólogos, coaches,
escritores de autoayuda y una gran cantidad de profesionales que se
mueven en el mercado de la felicidad”, explica Edgar Cabanas a El
Salto.
Este doctor en psicología e investigador de la Universidad Camilo
José Cela de Madrid es el autor, junto a Eva Illouz, de Happycracia
(Paidós,
2019), un ensayo que aplica el bisturí a los argumentos empleados
desde la ciencia de la felicidad, que ignoran cuestiones sociales,
morales, culturales, económicas, históricas o políticas para
presentar unas tesis aparentemente objetivas.
“Mientras la vocación
de esta idea de felicidad es producir seres completos, realizados,
satisfechos, lo que queda es una permanente insatisfacción: la
felicidad está conceptualizada como una meta que nunca se alcanza,
que nunca se llega a materializar. Es siempre un proceso constante
que embarca a la persona en una búsqueda obsesiva de formas de
mejorarse a uno mismo, su estado emocional, la administración de sí
mismo en el trabajo, en la educación, en la intimidad”, sostiene
Cabanas.
En
este sentido, la investigadora Sara Ahmed, que publicó hace una
década La
promesa de la felicidad,
traducido al español esta primavera por la editorial argentina Caja
Negra, apuntaba en marzo en una entrevista
a El
Salto
que
“la felicidad, como promesa de vivir de una determinada manera, es
una técnica para dirigir a las personas”.
Precisando
aún más, Fefa Vila Núñez, profesora de Sociología del Género en
la Universidad Complutense de Madrid, señala que esta concepción
“nos empuja, nos ordena y dirige hacia el consumo vinculado a una
idea de vida sin fin, forjada en un hedonismo sin límites donde
melancolía y tecnofilia se unen en un abrazo íntimo para forjar la
idea de logro, de éxito, de inmortalidad, de un placer infinito para
aquel sujeto que no se salga del camino marcado”. En su origen,
ella encuentra una “maquinaria de felicidad” activada después de
la I Guerra Mundial y relacionada con un “capitalismo de consumo”
que ha ido modelando la idea de felicidad hasta nuestros días.
LA
ECUACIÓN DE LA FELICIDAD
El
libro de Margarita Álvarez cuenta con dos firmas invitadas muy
significativas: el prólogo es de Marcos
de Quinto,
exvicepresidente de Coca-Cola España y número dos por Madrid de
Ciudadanos para las elecciones generales, y el epílogo corre a cargo
de Chris Gardner, cuya historia siempre es usada como ejemplo por la
psicología positiva. Un caso de excepción convertida
interesadamente en norma, la biografía de Gardner va de la pobreza
al éxito empresarial y quedó retratada en la pel·lícula En
busca de la felicidad,
protagonizada en 2006 por Will Smith. Gardner es hoy un
multimillonario que se dedica a la filantropía y a dar conferencias
sobre cómo la felicidad depende de la voluntad individual. “Si
quieres, puedes ser feliz” es su mensaje.
Un
nombre clave en el desarrollo de la ciencia de la felicidad es el de
Martin E.P. Seligman. Elegido presidente de la Asociación
Estadounidense de Psicología en 1998 (APA, en sus siglas en inglés),
puede ser considerado uno de los fundadores de la psicología
positiva, ya que participó en su manifiesto introductorio publicado
en el año 2000. Seligman proponía un nuevo enfoque sobre la salud
mental, alejado de la psicología clínica y enfocado en promover lo
que él consideraba positivo, la buena vida, para encontrar las
claves del crecimiento personal.
En
su despacho de la APA, Seligman pronto empezó a recibir donaciones
cuantiosas y cheques con varios ceros procedentes de grupos de
presión conservadores e instituciones religiosas interesadas en
promover la noción de felicidad que promulgaba esta nueva corriente
de la psicología. La difusión por parte de los medios de
comunicación y otros canales de algunas de sus publicaciones generó
la impresión de que existía una disciplina científica que aportaba
claves inéditas para alcanzar el bienestar. La repercusión de estas
teorías fue mundial. Sin embargo, sus objetivos, resultados y
métodos han sido criticados por su falta de consenso, definición y
rigor científico. “Más que engaño, yo diría que puede ser
peligroso en términos sociales y políticos; y decepcionante en
términos personales”, valora Cabanas, que apunta al mercado, las
empresas y la escuela como agentes principales en la elaboración y
divulgación de unas nociones que entroncan directamente con valores
culturales arraigados en el pensamiento liberal estadounidense.
Seligman
llegó a formular una ecuación que explicaría la proporción de
factores que dan como resultado la felicidad. Esta sería la suma de
un rango fijo (la herencia genética), elementos de la acción
voluntaria y circunstancias personales. Su fórmula otorga al primer
factor el 50%, a lo volitivo el 40% y únicamente el 10% restante a
cuestiones como el nivel de ingresos, la educación o la clase
social. Siguiendo esta receta, la psicología positiva se ha mostrado
categórica al considerar que el dinero no influye sustancialmente en
la felicidad humana.
En
La
promesa de la felicidad,
Ahmed resumió la tautología que sustenta al campo de la psicología
positiva. “Se basa en esta premisa: si decimos ‘soy feliz’ o
hacemos otras declaraciones positivas acerca de nosotros mismos —si
practicamos el optimismo hasta que ver el lado amable de las cosas se
convierte en rutina—, seremos felices”.
De
la página web presentada por Coca-Cola como el gran archivo sobre la
felicidad no queda absolutamente nada cinco años después.
FELICIDAD
INTERIOR BRUTA
Desde
2013, el 20 de marzo se celebra el Día Internacional de la
Felicidad. La Asamblea General de la ONU decretó en su resolución
66/281 de 2012 esa fecha para reconocer la relevancia de la felicidad
y el bienestar como aspiraciones universales de los seres humanos y
la importancia de su inclusión en las políticas de gobierno. Se
trata de una medida controvertida, por la dificultad para encontrar
baremos objetivos que cuantifiquen el grado de felicidad y por las
repercusiones derivadas de su conversión en faro de las acciones de
gobierno, por delante de otras metas como la reducción de las
desigualdades, la lucha contra la corrupción o el desempleo. En
otras palabras: el riesgo de que la administración preste más
atención a un gurú del mindfulness
que
a los sindicatos es real.
“Las
formas de hacer política basadas en la felicidad —opina Cabanas—
suponen ensalzar las cuestiones individuales y desdibujar las
sociales, objetivas y estructurales. Vienen a hacer énfasis en que
lo más importante es la forma en que se sienten los individuos, como
si la política se redujera a hacer sentir bien o mal, como si no se
tratara de cuestiones de discusión moral o ideológica”.
Tras
firmar algunos de los recortes presupuestarios más importantes en la
historia del país, con especial incidencia en el gasto social, a
finales de noviembre de 2010 el primer ministro británico David
Cameron propuso la elaboración de una encuesta para medir la
felicidad de los ciudadanos, con la idea de difundir en la opinión
pública que el bienestar se encuentra en otras variables distintas
al Producto Interior Bruto. Es una iniciativa recurrente en distintos
países, que se puede entender como una cortina de humo para distraer
la atención.
En 2016, el primer ministro y vicepresidente de
Emiratos Árabes Unidos, Sheikh Mohamed ben Rashid Al Maktoum,
anunció la creación del Ministerio de la Felicidad para generar en
el país “bondad social y satisfacción como valores
fundamentales”. Asimismo, situó esta novedad en el marco de una
serie de reformas entre las que destacaba que se permitiría al
sector privado hacerse cargo de la mayoría de los servicios
públicos.
En su informe 2017/2018 sobre Derechos Humanos, Amnistía
Internacional concluía que Emiratos Árabes Unidos restringe
arbitrariamente el derecho a la libertad de expresión y de
asociación, que continuaban en prisión decenas de personas
condenadas en juicios injustos, muchas encarceladas por sus ideas
políticas, y que las autoridades mantenían a las personas detenidas
en condiciones que podían constituir tortura. También señalaba que
los sindicatos seguían estando prohibidos y que los trabajadores
migrantes que participaban en huelgas podían ser expulsados, con la
prohibición de regresar al país durante un año.
Emiratos
Árabes Unidos ocupa el puesto 21 de un total de 156 países en la
edición de 2019 del informe
anual sobre felicidad mundial que
Naciones Unidas publicó el mismo 20 de marzo. Se trata de la séptima
entrega de un estudio que este año pone el foco, según sus autores,
en la relación entre felicidad y comunidad, en cómo la tecnología
de la información, los gobiernos y las normas sociales influyen en
las comunidades. Finlandia, Dinamarca y Noruega se sitúan en el
podio de este peculiar ranking,
mientras Israel y Estados Unidos —dos países con enormes tasas de
desigualdad y pobreza; el primero, además, sostenido sobre la
discriminación de la población palestina— alcanzan los puestos 13
y 19 respectivamente. La felicidad en España sube en un año del 36
al 30 en un listado para cuya confección se tienen en cuenta
variables como la esperanza de vida saludable, el apoyo social, la
libertad para tomar decisiones, la generosidad o la percepción de
corrupción.
De
los meandros que entrecruzan política y felicidad sabe bastante la
filósofa Victoria Camps, senadora por el Partido de los Socialistas
de Cataluña (PSC) entre 1993 y 1996 y ganadora del Premio Nacional
de Ensayo en 2012 por El
gobierno de las emociones.
En su opinión, la búsqueda de la felicidad es “un derecho,
expresado de diferentes formas: el derecho a la igualdad, a tener una
protección por parte de los poderes públicos para que esa libertad
necesaria para escoger una forma de vida la tenga todo el mundo, no
solo unos pocos”. Por eso considera que la política no debe
garantizar la felicidad sino “que podamos buscar la felicidad”.
Ella entiende que el modelo de Estado de bienestar “iba en ese
sentido de proteger socialmente a los más desprotegidos,
redistribuir la riqueza e igualar las condiciones de felicidad”.
Para esta filósofa, el Estado de bienestar está en crisis pero cree
que “era un buen modelo y que habría que potenciarlo e intentar
adaptarlo a las nuevas necesidades y corregir todo aquello que no
está funcionando”.
Camps
conversa con El
Salto a
propósito de su reciente ensayo, titulado precisamente La
búsqueda de la felicidad (Arpa
Editores, 2019). Como filósofa, marca distancias entre su disciplina
y la palabrería de autoayuda: “Creo que están en las antípodas
una de otra. La filosofía no da recetas, sino que plantea cuestiones
y obliga a profundizar, a pensar, a encontrar soluciones”.
También
recuerda un factor que el paradigma de la psicología positiva tiende
a olvidar: “Las condiciones materiales afectan bastante. Ya lo
decía Aristóteles muy claramente: la felicidad no está en la
riqueza, en el honor, en el éxito, pero todo eso es necesario para
ser virtuoso. O como decía Bertolt Brecht, primero hay que comer y
después hablar de moral”.
Y
reflexiona sobre algunos aspectos nocivos consecuencia de esa
promoción de la felicidad como objetivo ineludible: “Lo que se
busca es que la gente esté contenta y no moleste mucho. En todos los
ámbitos —en la política, en la empresa, en la educación— se
busca por vías muy similares a las de la autoayuda, muy simples, que
no tienen nada que ver con la felicidad. En la política, todas las
medidas antipopulares, difíciles de explicar aunque sean buenas para
las personas, son difíciles de proponer porque dan miedo al
político, que prefiere que la gente esté contenta con medidas mucho
más simples”.
A
LA FELICIDAD POR LA HUELGA
En
una entrevista publicada en la web de El
Salto en
junio de 2018, el músico asturiano Nacho
Vegas hablaba de
reivindicar la infelicidad, ya que, en su opinión, “hay veces que
parece que vivimos en esto que Alberto Santamaría llama capitalismo
afectivo en el que algunas empresas miden cuánto les cuesta la
infelicidad de sus trabajadores y se dedican, con estos rollos
motivacionales y de coaching,
no a crear felicidad, porque el capitalismo no puede hacer eso, sino
a cambiar la respuesta de la gente ante la infelicidad”.
Alberto
Santamaría es profesor de Teoría del Arte en la Universidad de
Salamanca y el año pasado publicó En
los
límites
de lo posible (Akal),
un intento de rastrear la actividad de los agentes que posibilitan
que la creatividad, las emociones o la imaginación conformen un mapa
afectivo necesario para la prosperidad económica. “Las empresas se
dan cuenta de que la infelicidad, la depresión, son problemas
gravísimos. Ahora bien, lo que buscan no es una solución directa,
sino que la estrategia se basa en reforzar esa doble dinámica de
relación mercantil y deseos. Por ello lo que la narrativa
empresarial nos vende es que el único lugar donde de verdad seremos
felices es en el trabajo”, contesta a El
Salto.
Para
Isabel Benítez, socióloga y periodista especializada en la cuestión
del trabajo y conflictos laborales, la respuesta que las empresas
ofrecen ante la infelicidad de las plantillas es un “mecanismo
sofisticado de domesticación que busca productividad, directa al
intentar mejorar la satisfacción y movilizar los recursos
emocionales propios, internos de las trabajadoras; pero también
productividad indirecta: reducir la conflictividad laboral, la
articulación colectiva del malestar común”.
En
su opinión, es “harto difícil” que en el trabajo asalariado se
encuentre una posibilidad de realización personal-profesional,
aunque precisa que “a nivel individual hay quienes sí lo consiguen
a pesar de la inestabilidad, la arbitrariedad, la falta de
perspectiva, la ausencia de control sobre el qué, cómo y para qué
de tu trabajo”.
Benítez
escribió junto a Homera Rosetti La
huelga de Panrico (Atrapasueños,
2018), un libro sobre la experiencia de la huelga indefinida que
entre octubre de 2013 y junio de 2014 mantuvo la plantilla de la
única fábrica de Panrico en Cataluña. Ella cree que los momentos
de organización, ganar posiciones y lograr cambios en lo laboral son
fuente de satisfacción y crecimiento para los trabajadores, pese a
todos los obstáculos.
Por
eso considera que la huelga no deja indiferente a nadie: “Es una
alteración de la normalidad donde se incrementa la sociabilidad
entre trabajadores, se pone a prueba la capacidad de análisis y de
organización colectiva, y se descubren habilidades ‘ocultas’:
creatividad a todos los niveles para pensar —dónde, cuándo, cómo
presionar a la empresa, para dirigirte al resto de compañeras, para
activar solidaridades externas a la empresa o centro de trabajo—,
para hacer —construir barricadas, campamentos—, negociar,
estrategia. Las huelgas, los procesos de lucha colectiva, cambian a
las personas que participan. Son momentos de mucha tensión y
emoción, en todos los sentidos”.
YO
NO QUIERO SER FELIZ
“Pero
a mí me sabe tan mal”, dice la letra de una canción del grupo
de rock Los Enemigos que
reconoce la incomodidad propia ante quien puede sonreír cuando lo
exige la ocasión, quien distingue el principio del final y sabe
hacia dónde va. Ante quien, en suma, es tan feliz y encaja. La
canción, incluida en el disco La
vida mata (1990),
se puede leer como un anticipo del hastío por la imposibilidad de
alcanzar esa meta de la felicidad que se sugiere como ideal desde
tantos frentes. También, de algún modo, como una reacción.
Casi
treinta años después de su grabación, Edgar Cabanas observa que en
España se está generando una conciencia crítica. “El otro
discurso gana, porque es más simplista, traducible a titulares,
integrable en políticas de empresa, comercializable, pero está
habiendo un caldo de cultivo crítico que intenta hacerle frente”,
señala el coautor de Happycracia.
La
profesora Vila Núñez entiende que “mientras haya resistencia, no
hay triunfo” aunque no tiene dudas de que estamos en una nueva fase
del avance del capitalismo, “un estadio sofisticado definido por el
asalto al deseo, a la propia subjetividad. Un infierno a la medida de
nuestro deseo, nos recordaría hoy, si estuviese entre nosotras,
Jesús Ibáñez. Ya no solo somos cuerpos disciplinados sino deseos
expropiados, cuerpos sin memoria”.
Según
su parecer, en la sociedad que afirma el imperativo de la alegría
“ya nada tiene sentido porque nada tiene principio ni fin, solo
existe el ¡ya!, el just
do it!,
porque no hay recuerdos ni compromisos, no somos nadie, no venimos de
ninguna parte y no vamos a ninguna parte, este es el estado de la
cuestión, es el cuento del estado de las cuentas. Sísifo
arrastrando la piedra que al llegar a la cumbre siempre puede volver
a caer”.
A
finales de 2018 se publicó La
vida de las estrellas (La
Oveja Roja), segunda novela de Noelia Pena. Un relato acerca de las
otras realidades que la imposición del arquetipo de persona
triunfadora, hecha a sí misma y feliz pretende ocultar. Lo que le
interesaba, cuenta la escritora a El
Salto,
era “arrojar un poco de luz sobre algunas problemáticas y
conflictos a los que no siempre queremos mirar de frente, como la
enfermedad, la soledad, el aislamiento o el maltrato. La
proliferación de enfermedades como la ansiedad y la depresión
evidencia que este sistema no nos deja vivir: nos exprime y asfixia.
¿Qué sucede cuando una depresión nos impide ir a trabajar o cuando
perdemos un trabajo? Nuestra seguridad se tambalea y con ella el
modelo de vida que proyectamos alrededor del éxito profesional”.
Pena
entiende que el gran problema social sigue siendo la emancipación y
en el libro aborda esta cuestión. Pero asegura que no se propuso que
sus personajes fuesen el contrapunto a lo que prescribe la psicología
positiva: “Lo que puede verse en las problemáticas de los
personajes de la novela es la dimensión colectiva de los malestares
contemporáneos. A pesar del individualismo creciente, gran parte de
nuestros problemas tienen una dimensión social: la soledad de los
personajes, sin ir más lejos, especialmente los mayores.
Tanto el
mindfulness
como
los libros de autoayuda intentan convencernos de que cambiando
nuestra mente podemos cambiar la realidad e individualmente podemos
conseguir la felicidad, pero ¿cómo ser felices si la solución a
nuestros problemas no es individual, sino que comporta decisiones
ajenas, ya sean políticas, médicas o bien apuntan a estructuras de
poder asentadas desde hace siglos o a la violencia sobre nuestros
cuerpos por parte de otras personas?”. La respuesta a esta pregunta
es, posiblemente, la más importante de todas las que se buscan a lo
largo de la vida.
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