Según
una encuesta
del Eurobarómetro de
2014, el 77% de los consumidores de la Unión Europea (UE) prefieren
reparar sus productos que comprarlos nuevos, pero al final tienen que
reemplazarlos o desecharlos porque están
desengañados por
el coste de las reparaciones y el servicio postventa.
La
culpa es de la llamada obsolescencia programada o final anticipado e
imprevisto para el consumidor de la vida útil de un producto. Por
ejemplo, si usamos una impresora que nos ha costado 35€ y a las
1000 impresiones deja de funcionar, qué hacemos: ¿pagamos una
reparación que nos costaría probablemente 45€ o la desechamos y
compramos otra?
Este
modelo lineal de consumo tiene a su vez un
fuerte impacto en
los recursos naturales, el cambio climático y en el empleo. Además,
la ciudadanía se siente indefensa ante esta práctica y poco o casi
nada se puede hacer a nivel particular. Solo se puede evitar si
existe una acción de gobierno para redactar una ley específica que
la prohíba.
El
panorama europeo
En
general, no hay consenso internacional para combatir esta modalidad
de fraude. En 2017, el Parlamento Europeo instó
a la Comisión Europea,
a los Estados miembros y a la industria a crear una etiqueta
específica para productos fáciles de reparar y a ampliar la
garantía en aquellos casos en los que los fallos se suceden con
demasiada frecuencia.
Se
trataría de un sistema voluntario similar al de la Ecolabel que
permitiría al consumidor elegir el producto etiquetado y a la
Administración pública valorar esta etiqueta en los pliegos de
condiciones técnicas de sus concursos.
Sin
embargo, a fecha de hoy, no se ha legislado al respecto de forma
específica. Ello es debido a los intereses encontrados de
productores, consumidores y administraciones. En cambio, sí se han
desarrollado distintas estrategias en la UE que funcionan a modo
de herramientas para
ser aplicadas por los Estados miembros.
¿Qué
hacen las empresas?
Las
empresas no tienen que cumplir actualmente con ninguna obligación al
respecto si no existe una ley específica y si no existe una denuncia
demostrable sobre un producto presuntamente sometido a este tipo de
fraude.
Sin
embargo, las compañías con mayor volumen de negocio y fuerza
comercial son las
que se encuentran en mejor posición para
asumir las economías de escala requeridas para evitar la
obsolescencia programada. El concepto de economía de escala en este
ámbito se refiere a que estas grandes empresas son capaces de hacer
grandes tiradas de productos y abaratar los costes de producción
para aumentar su duración o resistencia.
Para
solucionar un problema de obsolescencia, la compañía necesitaría
hacer inversiones en innovación y emplear nuevos materiales, estimar
volúmenes de producción y el tiempo que tardaría en amortizar esa
inversión.
Pero,
si se detecta un problema de obsolescencia programada de algún
producto, seguramente emprendedores ajenos a la compañía fabricante
den antes con la solución.
Las
grandes corporaciones actúan rápidamente “tapando” estas
iniciativas de dos maneras: reaccionando rápidamente y desarrollando
una solución propia al problema o esperando a que
una startup desarrolle
la tecnología y comprarla o comprar la patente.
Los
consumidores, indefensos
Frente
a esta situación, los consumidores somos sujetos pasivos. Estamos
básicamente en manos del productor de la lavadora, el frigorífico o
el móvil. Pasar a la acción requiere varios frentes.
La
participación ciudadana en la toma de decisiones sobre este u otro
tema puede hacerse a través de las asociaciones de consumidores (que
influirían sobre el mercado) o bien mediante recogida de firmas o
escritos dirigidos a la administración pertinente a través de los
portales de transparencia y comunicación.
Sin
embargo, aunque exista una evidencia palpable de que una empresa
vende más productos gracias a la obsolescencia programada, las
denuncias a través de nuestros representantes políticos para que se
actúe sobre una normativa determinada es, a veces, un trabajo
ímprobo y vano.
¿Qué
puede hacer la Administración?
En
nuestra legislación existe una clara infracción administrativa para
los supuestos de obsolescencia programada no informada, según
establece la Ley
General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.
Sin embargo, al no haber una ley específica que regule la
obsolescencia programada, las administraciones actúan únicamente
ante una denuncia.
No
obstante, se podrían llevar cabo otras medidas, como aplicar un
etiquetado a nivel europeo sobre la vida útil de productos como
bombillas, ordenadores o teléfonos móviles o plantear la
posibilidad de repararlos, como ya ocurre en Bélgica y Austria.
Francia
va un poco más allá: desde agosto de 2015, dispone de una ley
relativa a la transición energética en la que se define la
obsolescencia programada como un delito con castigo de hasta 2 años
de cárcel y multas de 300.000 €.
Países
como Holanda o Finlandia avanzan en la línea de determinar que los
dos años previstos por la garantía legal de conformidad sean solo
un límite mínimo. Algunos productos, en especial los automóviles,
las lavadoras u otros dispositivos considerados duraderos, pueden
ofrecer una garantía de conformidad más amplia sobre la base de la
vida útil media que el consumidor puede esperar legítimamente del
producto.
Suecia
ha adoptado una
serie de medidas fiscales que
entraron en vigor en enero de 2017 con el objetivo de reforzar el
sector de la reparación, el reciclaje y la economía circular.
Aunque
en España no hay legislación específica general al respecto,
existen iniciativas como la
andaluza o
la Ley
6/2019 del
Estatuto de las Personas Consumidoras de Extremadura, donde sí se
hace referencia expresa a la obsolescencia programada en su artículo
26.
Cómo
detectar los fraudes
Los
métodos que podrían utilizarse para identificar un fraude
relacionado con la obsolescencia prematura son múltiples. Podría
hacerse a través de encuestas, como la citada anteriormente y a
través del número de quejas en Consumo, sacando las estadísticas
correspondientes a cada producto. También a través del número de
devoluciones en el establecimiento de venta o mediante el control en
puntos limpios, donde el consumidor apuntaría el tiempo que ha
pasado desde que compró el producto.
Todos
estos elementos de control son posibles y válidos. El problema, una
vez más, es que ninguna administración lleva el control de ello ni
legisla al respecto de manera única y equitativa. La alternativa
es exigir
a través de las organizaciones de consumidores las
siguientes condiciones:
-
Un diseño del producto con piezas y materiales de calidad sin deterioro prematuro. Los productos deberían ser modulares y con piezas fácilmente intercambiables, para asegurar la longevidad del mismo y el abaratamiento de la mano de obra.
-
Un precio de los repuestos que no sea superior al del producto completo nuevo. La reparación del producto, mano de obra incluida, debería tener un coste menor al de compra nuevo.
-
Una garantía exigible que, en todos los casos, sea efectiva durante los dos años obligatorios. Caso de extensión, por la propia calidad del producto, esta debería ser sin coste para el consumidor, ya que el productor sabe de antemano hasta donde llega la posibilidad de fallo de su producto.
-
Una información clara sobre el producto por parte de los fabricantes: sobre la vida útil prevista, los repuestos, las posibilidades de reparación y lo que cubre la garantía.
Con
la economía circular se abre una nueva oportunidad para garantizar
que no se hagan prácticas de obsolescencia programada. La
participación ciudadana en las denuncias es fundamental, pero es
responsabilidad de la Administración legislar y velar por el
cumplimiento de las normas y seguridad de los consumidores.
Departamento
de Ingeniería y Gestión Forestal y Ambiental,
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