El capitalismo nos ofrece una ficción y una falacia que se sustenta en la creencia de que es posible desarrollar un crecimiento infinito en un planeta que es finito
Tradicionalmente
la visión hegemónica en las ciencias sociales ha entendido que el
crecimiento económico es el indicador básico de avance de las
organizaciones humanas. Así, las concepciones relacionadas con el
progreso, el crecimiento, la competitividad y la industrialización
han sido los elementos claves sobre los que se estructuran las
sociedades contemporáneas. De esta forma, el sistema económico ha
puesto en el centro la acumulación de capital, privilegiando las
actividades que se encuentran en el mercado y, por tanto, son
susceptibles de ser monetizadas, evaluadas y retribuidas
económicamente. El capitalismo propone, así, un sistema de
crecimiento, producción y consumo sin límites, negando la esencia
básica de la naturaleza planetaria y humana que es, por definición,
limitada e interdependiente.
En
el ámbito académico de los estudios del desarrollo, esta visión
está, en teoría, ampliamente superada. En 1992, el Premio Nobel de
Economía Amartya
Sen establece
que el desarrollo es libertad; libertad para que las personas puedan
elegir libremente cómo vivir sus vidas. Las sociedades son más
desarrolladas cuantas más capacidades cultiven en la ciudadanía y
más opciones brinden las estructuras sociales para que las personas
podamos elegir qué queremos ser. Sen plantea, así, que el
desarrollo tiene una base material –dado que, sin las necesidades
materiales cubiertas, las personas no son libres– y una base
política y social. Cuanto más libres son las personas frente a las
expectativas, creencias y prejuicios sociales, más opciones tienen
para elegir libremente cómo vivir, cómo criar, a quién amar o en
qué trabajar.
La visión de
desarrollo humano de Sen se ha visto complementada con el concepto de
sostenibilidad. Teniendo en cuenta que en el ámbito académico
existe también cierto consenso sobre la insostenibilidad del sistema
de producción y consumo hegemónico, parece claro que es necesario
establecer una relación diferente con la naturaleza y los recursos
naturales. Así, el concepto tradicional de sostenibilidad supone que
“el desarrollo debería satisfacer nuestras necesidades actuales
sin mermar las posibilidades de que las generaciones futuras
satisfagan las suyas”.
Las teorías
críticas como el buen vivir, el ecologismo o el ecofeminismo
trascienden esta concepción antropocéntrica y plantean la necesidad
de establecer una relación de armonía con la naturaleza, asumiendo
que los seres humanos son una especie más en un mundo complejo que
no puede ser degradado en función del progreso material de la
especie humana. Desde esta perspectiva, la sostenibilidad no se erige
como un elemento funcional para la supervivencia humana, sino como la
única forma real y posible de participar en un mundo complejo, de
metabolismo lento y riqueza infinita. En este marco, es la especie
humana la que tiene que adaptar su ritmo vital al metabolismo de la
tierra y, por ello, es necesario transformar el sistema productivo y
económico a través del decrecimiento, aceptando los límites y la
interdependencia humana, al tiempo que se pone en el centro del
sistema político y económico el cuidado de la vida (de todas las
vidas).
Aun cuando este
marco conceptual crítico es extremadamente sugerente y propone
alternativas creativas y reales para trascender hacia un sistema más
sostenible y justo, se trata, a mi juicio, de concepciones
periféricas que no han logrado incorporarse al debate hegemónico
sobre desarrollo que se disputa en los medios de comunicación, que
son, hoy en día, la principal arena de debate político que afecta a
nuestras vidas. Y es aquí donde quiero centrar este artículo: si la
visión hegemónica sigue priorizando el crecimiento económico como
único indicador real de bienestar, ¿qué supone esto para las
expectativas, creencias, valores y visiones de las personas que
formamos parte de estas sociedades?
A mi juicio, el
sistema capitalista –que se basa en la competencia, privilegia la
iniciativa individual, promueve la mercantilización de la mayor
parte de las “cosas“ que nos rodean y utiliza la acumulación de
capital como principal (y casi único) indicador de éxito y
bienestar– tiene una estrecha relación con la inseguridad, la
soledad, el agotamiento y el miedo en el que vivimos gran parte de
las “exitosas” sociedades capitalistas de nuestro tiempo. Aunque
los elementos de este análisis son muy diversos y complejos, destaco
algunos que considero esenciales.
En primer lugar,
existe una estrecha relación entre la forma en que educamos y las
bases del sistema capitalista. En efecto, la crianza “tradicional”,
que hasta ahora ha sido la tónica predominante de los padres y
madres en la educación de sus hijos (aunque la teoría del apego
esté ganando cada vez más adeptos entre familias y comunidad
educativa), nos enseña que si queremos ser reconocidos, aceptados y
amados (que es el deseo básico, biológico y ancestral de cualquier
bebé o niño pequeño) debemos adaptar nuestras características a
lo que esperan nuestros padres. Así, el mensaje principal (y
sistemático) es que la niña o el niño no debe llorar, gritar,
expresar, sino más bien adaptar su comportamiento a las expectativas
y necesidades de sus madres y padres, porque sólo así obtendrán su
reconocimiento y amor. Criamos, de esta forma, a personas inseguras,
que buscan constantemente la aprobación y la estima fuera; personas
entrenadas y especializadas en intentar decodificar las expectativas
de los otros y actuar en función de estas para obtener su
reconocimiento. Criamos, en definitiva, en la desconexión con
nuestra naturaleza real y en el miedo perpetuo al rechazo y al
desamor.
Esta
estructura de personalidad es tremendamente consistente con los
mensajes sistemáticos que desde la publicidad y el marketing
(herramientas fundamentales del sistema de mercado) se dirigen de
manera sistemática a los diferentes “grupos objetivos” de la
audiencia. Si quieres reconocimiento, éxito y estatus tienes que
consumir; si pretendes que tu hijo o hija te admire, cómprate este
coche; si tu abuela realmente te quiere y se preocupa por ti, te
comprará este chocolate. Una serie de mensajes que,
independientemente del producto que vendan, siempre tienen un
contenido similar: el reconocimiento, la aceptación o el amor
siempre están fuera
de ti.
Si quieres conseguirlos, consume.
Un
segundo elemento es el lugar privilegiado que otorgamos a la mente y
la razón por encima de la esencia del cuerpo y su realidad natural.
La familia, la escuela, la universidad, los medios nos enseñan que
la mente es la única voz autorizada en el devenir de nuestras vidas.
Aprendemos, desde muy pequeños, a desarrollar una relación estrecha
con la mente y el pensamiento y a desconectar de la realidad del
cuerpo y sus procesos vitales (y naturales). Desde
la mente desarrollamos la creencia que somos seres independientes,
individuales y autosuficientes, cuando la realidad de nuestras vidas
es que somos personas que necesitamos, física y emocionalmente, de
los otros para sobrevivir.
En la medida en que la mente desconecta del cuerpo, niega el
metabolismo lento de nuestra propia naturaleza, los límites reales
que tenemos como humanos y las necesidades básicas que van surgiendo
a lo largo de la vida. Y en este punto se observa, una vez más, una
absoluta coherencia con el sistema capitalista.
El
sistema de producción y consumo propios de la economía actual
plantean un modelo de crecimiento que, en términos abstractos, se
debe mantener hasta el infinito. Así, los gobiernos, empresas y
actores consideran que el crecimiento progresivo no puede ni debe
tener límites, porque el motor del desarrollo es progresar en
beneficios y ganancias constantes. El capitalismo, en la mente, nos
ofrece una ficción y una falacia que se sustenta en la creencia que
es posible desarrollar un crecimiento infinito en un planeta que es
finito. Pero, además, esta falacia nos lleva a negar la realidad
básica de nuestra vida que es, por definición, limitada: nuestros
cuerpos tienen límites físicos que finalmente terminan con la
muerte. En otras palabras, el
sistema de mercado nos ofrece la ficción de una realidad mental que
niega la verdadera esencia de nuestros cuerpos, nuestras necesidades
y nuestra preciosa, finita y única vida.
Por
último, el sistema nos alienta a vivir en la aceleración, la
inmediatez y la ansiedad. El individualismo y la competitividad,
pilares básicos del éxito y el estatus social, llevan a las
personas a sentir que están en una carrera constante donde hay que
acelerar, producir, mejorar para poder ser parte del mercado y la
sociedad. Es una carrera donde no hay descanso, pausas ni tiempo.
Existe la creencia compartida que, si las personas paran, si
descansan, si meditan, perderán la posición que han conseguido o
quieren conseguir. El
sistema nos condena a no disponer de lo único que es valioso, real e
insustituible en nuestra vida, el tiempo.
En
síntesis, el sistema capitalista no sólo propone un modelo de
mercado, progreso y ordenación de las organizaciones humanas y las
estructuras sociales, también afecta profundamente a nuestra forma
de concienciarnos como personas, de relacionarnos con los otros y, en
definitiva, de vivir. Es un sistema que crea una ficción que
nos desnaturaliza y
nos aleja de nuestra esencia real y que, a mi juicio, está
estrechamente vinculada con el miedo, el rechazo, el juicio, la
soledad y la violencia que ejercemos sobre nosotros mismos y sobre
los demás.
----------------------
Natalia
Millán Acevedo
Doctora en
Ciencia Política (Relaciones Internacionales), profesora de la
Universidad Pontificia Comillas y secretaria de la Red Española de
Estudios del Desarrollo (REEDES).
Economistas
sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la
autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las
que colabora.
Fuente:
ctxt.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario