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ADIÓS
A LAS COSAS
Todas
las sociedades pre-capitalistas se resignaron a la necesidad del
«consumo» como un tributo destructivo a la reproducción de la
vida; pero en su lucha contra el tiempo introdujeron mundo en el
mundo a través de toda una serie de objetos declarados
incomestibles: objetos para el uso y objetos para la mirada, cuyo
conjunto definía el recinto de la cultura (por oposición a la
naturaleza). Su victoria sobre el tiempo tenía forma de hacha, de
zapatos, de poema, de templo. Pues bien, allí donde parece que lo
que define a nuestra sociedad «de consumo» es la abundancia o el
exceso de cosas, lo que hay es más bien, de manera paradójica, una
anulación progresiva de la
cosa misma como
efecto de la acelerada renovación de las mercancías en el mercado y
de un formato tecnológico que contribuye a sustituir las mediaciones
por fluidos: el tributo destructivo —el eslabón animal— ciñe
ahora la totalidad de la existencia, tanto en el ámbito público
como en el privado. A lo largo de la historia los seres humanos han
conocido sociedades sin petróleo, sin hierro o sin escritura; por
primera vez estamos a punto de vivir en una
sociedad sin cosas. Sin
ellas, la victoria capitalista sobre el tiempo coincide con el tiempo
mismo y con su duración sin costuras, como en la entraña de un
reloj o en los anillos de una lombriz. (…)
¿Por
qué defender las cosas?
Las
cosas resisten y están en medio.
Ni las constituimos ni las destituimos: las usamos o las miramos. Nos
comprometen. Son interesantes; nos interesan. Son mediaciones más o
menos estables que nos vinculan con los otros. (…) Nos atan al
mundo y a los otros cuerpos. Pero al acelerarlas, dejan de ser
«objetos espaciales» para convertirse en «objetos temporales»,
disueltos en el flujo sincrónico del Tiempo como si se tratase de
«segundos» y «minutos » y no ya de paraguas, mesas, libros,
montañas, zapatos, novios, niños. (…) Nuestra mirada y nuestra
capacidad de atención son también limitadas y finitas. No podemos
interesarnos por todos los árboles del mundo por mucho que los
hayamos metido, uno a uno, imagen tras imagen, en nuestra cámara
digital. No se puede amar a todo el mundo ni tener un millón de
amigos. Por decirlo a modo de paradoja, lo
que no se puede mirar se convierte en imagen.
Acelerar el mundo es desentendernos de él. Es lo que he llamado en
otro sitio «el nihilismo espontáneo de la percepción»: como el
piloto del bombardero, sólo miramos lo que está a punto de
desaparecer y nuestra mirada y su desaparición coinciden de tal modo
en el tiempo que casi podemos decir que sólo miramos lo que
desaparece y que desaparece porque lo miramos. Ahora la mirada
también tiene dientes.1
Las
cosas son relatos y manuales de instrucciones. Son
nuestra memoria fuera del cuerpo, entre
los
cuerpos. En el objeto manufacturado, es verdad, olvidamos el trabajo
del orfebre o del carpintero (por no hablar del obrero). Pero ese
objeto, olvido materializado, es también —porque se ha
materializado— el relato deformado de su fabricación. Nos cuenta
su historia y también la de su usuario, incorporada a la curvatura
de su asiento y a la inclinación de su respaldo; y además nos
explica cómo
hacer
una silla.
Las cosas son, en efecto, cuento y manual: tiempo detenido, memoria
petrificada ante nuestros ojos, el pasaje grumoso entre el pasado y
el futuro que reúne en un coágulo, en una concreción duradera, el
engaño placentero y el conocimiento veraz. Por eso Marx podía
hablar de «fetichismo»: las cosas, encantadas en mercancías,
pueden ser un jeroglífico, un relato cifrado que hay que
desenmascarar
y traducir. Hoy el acelerón tecnológico y mercantil nos ha llevado
aún más lejos: al derretirlas, nos impide apoyar en ellas ningún
relato, ni bueno ni malo; la memoria se nos va por el desagüe de la
obsolescencia programada y de la liviandad material; es decir, de la
autodestrucción ininterrumpida. La explotación intensiva del tiempo
en la producción, en efecto, tiene su paralelo necesario en la
aceleración del consumo y por lo tanto en la licuefacción de las
mercancías —que son «mercancías» y no «cosas» precisamente
por eso. (…) La victoria sobre el tiempo es la victoria del tiempo.
Somos, como decía Gunther Anders, hombres-sin-mundo: puro tiempo
comercializado.
Las
cosas,
que resisten un poco, acaban
por morir.
Son frágiles. Son insustituibles. Son —tarde o temprano—
irreparables. Son finitas. Podemos encontrar en el mercado una
silla igual, pero no la misma silla.
En este sentido, nuestra condición tantas veces negada de sujetos
(de razón o de derechos) no debe hacernos olvidar que los seres
humanos somos también cosas, como los vasos y el papel; es decir,
objetos de cuidados. (…) Curiosamente la sociedad que más ha
fragilizado el mundo es la que más ha generado la ilusión subjetiva
de victoria sobre la naturaleza y de inmortalidad. Ahora bien,
ninguna ilusión médica o tecnológica, ninguna fantasía de trabajo
inmaterial, podrá jamás liberarnos del trabajo de los cuidados. Sin
trabajo no hay humanidad. Peinarse es un trabajo; peinar a un niño
es el trabajo que da valor a su pelo y que vuelve irrenunciable su
existencia. Todos derivamos nuestro valor objetivo —en cuanto que
objetos humanos— del trabajo material de los demás sobre nuestro
cuerpo.
¿Puede
ya adivinarse qué significa para la condición antropológica de la
humanidad la desaparición de las cosas? Es la muerte de las tres
facultades «neolíticas » —la razón, la imaginación y la
memoria— y el fin de la «mesopotamia» de la evolución, desde
donde podía hallarse aún un camino hacia la democracia y la
igualdad. El mundo se vuelve impensable, irrepresentable e
in-memorizable. Nos importa muy poco, por tanto, su destino e incluso
su supervivencia. Ni siquiera nos parece bello. A fuerza de explotar
la fuente de todo valor, el capitalismo ha secado de raíz todos los
valores. El ámbito del consumo, al que se ha desplazado el eje de la
construcción de la subjetividad, está tan proletarizado —dice con
razón Stiegler— como el de la producción, pero solo pone en
relación, al contrario que la fábrica, conciencias individuales con
flujos temporales impersonales: es lo que él llama «miseria
simbólica».2
¿Estamos,
pues, perdidos? ¿No podemos recuperar las cosas? La dificultad
estriba en que no se trata de una cuestión política soluble en un
aumento de la conciencia; la conciencia puede hacer poco contra un
dispositivo material destituyente. Tenemos que
afrontar,
de entrada, esta cuádruple paradoja:
La
paradoja de que la lucha capitalista contra el tiempo nos disuelve
subjetivamente en el tiempo.
La
paradoja de que la destrucción capitalista de la naturaleza nos hace
sentir subjetivamente indestructibles.
La
paradoja de que el desencantamiento capitalista del mundo convierte
el desencanto subjetivo en un nuevo e irresistible lazo mundano.
La
paradoja de que la explotación capitalista del cuerpo por medios
tecnológicos nos desplaza subjetivamente fuera de él.
(…)
Los
cuerpos son también cosas
¿Cuánto
vale, pues, una vida humana? Una forma de calcularlo es la que
utilizaron los abogados de la multinacional Union Carbide para fijar
las indemnizaciones a las víctimas del desastre de Bhopal en 1984.
Si la renta per cápita de la India es (lo era en
ese
entonces) de 250 dólares, mientras que la de los EE. UU. supera los
15000, podemos concluir que el valor medio de una «vida india» es
de 8300 dólares, mientras que el de una «vida estadounidense»
asciende a 500.000. Las casas de seguro utilizan
habitualmente
este tipo de evaluaciones para aumentar sus márgenes de beneficios.
Otra posibilidad, que juzgamos más bárbara, es la de esos sistemas
«primitivos» de equivalentes que llamamos «venganza». La forma
más extrema es el Talión («ojo por ojo, diente por diente»),
aunque hay otras más benignas en distintos pueblos de la tierra que
permiten cambiar una vida humana, por ejemplo, por cuatro ovejas, o
la pérdida de un miembro por un pedazo de tierra o una mujer en edad
fértil. La Sociedad, y no sólo la Historia, pueden ser terribles.
En
definitiva, cuando calculamos el valor de la vida humana solemos
recurrir a «expresiones dinerarias»; es decir, a formas contables
exteriores mediante las cuales tratamos de asir una cantidad
inconmensurable: dinero, ganado, mercancías. Pero, ¿cuál es el
valor del dinero, el ganado y las mercancías?
Como
sabemos, David Ricardo y Adam Smith fueron los primeros en formular
en el
molde
de una ley una relación que todos los pueblos aceptaban
intuitivamente en sus
trueques
y mercadeos: la que asocia el «valor» de un objeto a una
determinada combinación de Tiempo y Trabajo. Luego, Karl Marx afinó
esta formulación precisando la diferencia entre trabajo y fuerza de
trabajo e identificando el valor de una mercancía con «el tiempo
socialmente necesario para su producción ». A partir de ahí Marx
dedujo una forma objetiva y paradójica de explotación,
independiente de los latigazos y los capataces, escondida en una
cifra positiva y apetecible: el salario. Marx nunca olvidó la
condición previa («la fuente de toda riqueza es la naturaleza y no
el trabajo», corrigió a sus compañeros en el Programa
de Gotha), pero
digamos que elevó a categoría «científica» una cenestesia
subjetiva elemental: la de que un objeto vale tanto más cuando más
tiempo y esfuerzo hemos dedicado a elaborarlo o fabricarlo.
El
problema estriba en saber cuánto vale la mercancía llamada «fuerza
de trabajo»; es decir, la vida humana trasladada al objeto. Para
eso, Marx aplicó la lógica valor/trabajo y demostró que, si una
mercancía vale tanto como el trabajo socialmente necesario
invertido
en su producción, la «vida humana» vale tanto como el conjunto de
las mercancías indispensables para su (re)producción: pan, calzado,
un lecho, todo lo necesario, en fin, para renovar las energías
físicas del trabajador, de manera que esté en condiciones, todas
las mañanas, para emprender una nueva jornada laboral. El hecho de
que el capitalismo (no Marx) calcule de esta manera el valor de la
vida humana plantea un doble dilema, uno ético y otro lógico. El
ético parece evidente, pues este «cálculo» (el de las mercancías
básicas que permiten la reproducción de una vida desnuda) trata al
ser humano como si fuera una
mercancía más. Pero
ilumina también una paradoja, en la medida en que esa mercancía se
diferencia de las otras mercancías en que es la única cuyo valor se
define estrictamente en el mercado. En efecto, mientras que el valor
—digamos— de una mesa o de un automóvil procede de la «fuerza
de trabajo » humana invertida en su producción (que es una «fuerza»
exterior añadida a los procesos productivos), el valor de esa
«fuerza» se fija en relación con las mercancías que ella misma ha
producido.
Pero
esta paradoja responde de algún modo a la pregunta fundamental: ¿no
tiene el ser humano ningún valor propio, ningún valor autónomo? El
capitalismo le reconocerá uno: precisamente su capacidad para
«valorizar», a través de la combinación tiempo/trabajo, la
materia muerta o, lo que es lo mismo, para producir riqueza
capitalista. La «fuerza de trabajo » es una mercancía peculiar
que, lejos de consumirse con el uso, añade valor a las mercancías
que produce. El resultado, lo sabemos, es que esta potencia mágica
del ser humano para dar
valor se
traduce, en condiciones de explotación de clase, en una
desvalorización radical del ser humano. Cuanto más valoriza lo que
toca, más se desvaloriza él mismo y al final, precisamente porque
es la fuente de todo valor, es la única mercancía que no vale nada.
O sólo 8.300 dólares, como en el caso de los trabajadores indios
asesinados por la Union Carbide.
En
todo caso, creo que debemos renunciar a demostrar el valor autónomo
de la vida humana. Si el ser humano vale algo debe ser, sin duda, al
igual que en el caso de los objetos que produce, por
algo que se le ha hecho a él.
(…) El ser humano tiene un valor
inmenso
y lo tiene, en efecto, porque es el
resultado de un trabajo. Pero
de un trabajo realizado fuera y antes del mercado; de un trabajo que
han hecho siempre o casi siempre las mujeres: los cuidados. El cuerpo
humano no es sagrado, sino frágil, y su fragilidad lo convierte en
un objeto —lo contrario de una mercancía— cuya supervivencia
depende de la atención ajena. Si no se puede matar sin horror a un
ser humano,
si su existencia es irreemplazable no es porque el ser humano tenga
la capacidad
de valorizar la materia muerta, sino porque ha sido valorizado,
despertado a
la vida, por otro ser humano que casi siempre es una «mujer»: ha
sido alimentado, limpiado,
peinado, curado, acariciado, protegido por otras manos, en un trabajo
entre cuerpos del que se desprende ese valor incalculable, inasible,
sin equivalente, sobre el que se levantan la ética y el Derecho, las
cuales tienen, como decíamos más arriba, un fundamento en la razón
y otra en la
atención.
La
atención y los cuidados son femeninos —muy probablemente— porque
los hombres las han puesto, mediante la fuerza (al menos «en su
raíz»), en una situación en la que sin su atención y sin sus
cuidados no habría reproducción material de la sociedad. El amor
nace de ahí, de esa atención y esos cuidados —digamos—
«forzados», los cuales vuelven valiosos los cuerpos. No podemos
despreciar ni las hormonas ni el embarazo —el carácter físico de
la maternidad—, pero podemos decir, en todo caso, que
la Madre es también un proceso de precipitación histórica —como
se habla de una precipitación química— definido por este esfuerzo
de valorización atenta de los cuerpos. Es más fácil ser razonables
(aunque no es tan frecuente), pero todos podemos ser también Madres.
Podemos desconectar la maternidad —como atención y cuidados— de
la violencia del parto y de la violencia del patriarcado. Nadie ha
explicado esto mejor que Yayo Herrero, una de las voces más
brillantes, sensatas y rigurosas del ecofeminismo en España: «La
historia de las mujeres les ha abocado a realizar aprendizajes,
recreados y mejorados generación tras generación, que sirven para
enfrentarse a la destrucción y hacer posible la vida. (…) Su
posición de sometimiento también ha sido al tiempo una posición en
cierto modo privilegiada para poder construir conocimientos relativos
a la crianza, la alimentación, la salud, la agricultura,
la protección, los afectos, la compañía, la ética, la cohesión
comunitaria, la educación y la defensa del medio natural que permite
la vida. Sus conocimientos han demostrado ser más acordes con la
pervivencia de la especie que los construidos y practicados por la
cultura patriarcal y por el mercado».3
(…)
En
definitiva: no cuidamos los cuerpos humanos porque tengan valor, sino
que, al
contrario,
adquieren valor en la medida en que los cuidamos y los tocamos y los
miramos; en la medida, en definitiva, en que los trabajamos.
Por eso quizás hay más maltratadores masculinos que femeninos y por
eso quizás hay tantas mujeres prisioneras de sus verdugos: porque es
casi imposible no querer a aquél al que has lavado los calcetines y
preparado la comida, aunque te maltrate, y es casi imposible querer
y casi imposible no maltratar, a quien has mirado poco, tocado mal y
cuidado nunca. Es esto lo que une, en una intersección de paradójico
desprecio, al capitalismo y al patriarcado: pues el capitalismo
desvaloriza al trabajador que valoriza todas las mercancías y el
patriarcado desvaloriza a la trabajadora que valoriza todos los
cuerpos. Por eso, si es que queremos conservar la riqueza y la
dignidad humanas (cuya fuente es una combinación de Trabajo y
Tiempo), debemos librar una lucha doble y simultánea a favor de la
independencia económica y de la dependencia recíproca.
¿Cuánto
vale un ser humano? El tiempo que hemos trabajado en él. A eso los
cursis lo llamamos «amor».
Santiago
Alba Rico
Filósofo
y escritor
Texto
extractado del libro ¿Podemos
seguir siendo de izquierdas? Panfleto en sí menor, de
Santiago Alba Rico, Pol.lens Edicions, Barcelona, 2014. Cedido para
su publicación por el autor.
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1.
Santiago Alba Rico, Capitalismo
y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada, Akal,
Madrid, 2007.
2.
Me he ocupado de esta volatilización de las cosas y de sus
consecuencias sociales en muchos de mis libros: Las
reglas del Caos, La ciudad intangible, Capitalismo y Nihilismo y
El
naufragio del Hombre, entre
otros.
3.
Yayo Herrero y Marta Pascual, Ecofeminismo,
una propuesta para repensar el presente y construir futuro,
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=103036
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