Es
    una de las grandes tragedias de la vida en el planeta. Las abejas
    sufren una guerra no declarada oficialmente con el uso masivo de
    plaguicidas.
 ENTRE LOS LIBROS más
 fascinantes, La vida de las abejas.
 Un texto vivo, en el que los capítulos enjambran conocimiento y las
 palabras polinizan nuestra imaginación. La obra de Maurice
 Maeterlinck apareció en 1901 y sigue alzando el vuelo, tal vez
 porque supo unir nuestro misterio al de las abejas.
 En
 su capítulo final hay algunos
 pensamientos con zumbido inquietante:
 “Es posible que todo eso sea vano y que nuestra espiral de
 destellos, como la de las abejas, no brille más que para entretener
 a las tinieblas. También es posible que un incidente enorme,
 procedente de fuera, de otro mundo, o de un fenómeno nuevo, dé, de
 pronto, un sentido definitivo a ese esfuerzo o que lo destruya
 definitivamente”.
 Las
 abejas sufren una guerra no declarada oficialmente, que se ha
 intensificado en los últimos años con el uso masivo de plaguicides
 Tengo
 en las manos una edición muy cuidada, reciente, de la factoría de
 Ariel. La mirada explora sorprendida como una Apis mellifica esa
 enigmática floración, la idea de que la existencia consista en
 “entretener las tinieblas”. Y esa hipótesis espinosa del
 “incidente enorme”, el dilema profético de la redención o la
 destrucción. Enunciado justo al comienzo del siglo XX, semeja un
 augurio estremecedor que asoma de repente en un tranquilo trabajo de
 campo: no tardará en producirse lo que Enzo Traverso, en su A
 sangre y fuego,
 denomina “la guerra civil europea (1914-1945)”.
 Maurice
 Maeterlinck oteó el peligro de un destino apocalíptico para el ser
 humano. Pero hoy tendría que escribir el envés catastrófico de
 esa civilización autora de una arquitectura natural más que
 admirable: “Ningún ser vivo, ni siquiera el hombre, ha realizado
 en su esfera lo que la abeja en la suya; y si una inteligencia ajena
 a nuestro globo viniese a pedir a la Tierra el objeto más perfecto
 de la lógica de la vida, habría que presentarle el humilde panal
 de miel”.
 Hoy,
 Maeterlinck tendría que escribir El declive y muerte de las
 abejas.
 Nunca
 ha sido noticia de apertura en los más importantes informativos. No
 es objeto de análisis y conversación en lo que Antonio Tabucchi
 llamaba “la gran cháchara”, refiriéndose a la banalidad
 dominante en gran parte del periodismo. Y estamos hablando de una de
 las grandes tragedias de la vida en el planeta. Por hablar con
 precisión, sin eufemismos, las abejas sufren una guerra no
 declarada oficialmente, que se ha intensificado en los últimos años
 con el uso masivo de plaguicidas, el gran negocio de las
 multinacionales agroquímicas. Cuando se producen las grandes
 fumigaciones en la agricultura industrial, y el bombardeo agrotóxico
 sobre las plantaciones de frutales durante la floración, el
 resultado son auténticas masacres, con la muerte de millones de
 abejas. Si el criterio informativo, en muchos casos, es el
 sensacionalismo de las imágenes impactantes y macabras, pues ahí
 tendrían los medios una materia prima informativa que dejaría
 desencajados a los telespectadores. He podido ver ese tipo de
 imágenes de masacres de abejas ocurridas en algunas partes de
 España, como el horror de Mazarrón (Murcia) en 2017, y el dolor de
 esas tragedias, con su coste incalculable en el bien común, se suma
 al pavor ante el silencio y la inferencia. Tanto que se habla del
 patriotismo, y muy poca gente parece reparar en este verdadero
 patriotismo impagable: el de la polinización de las abejas. No
 serán pocos los que piensen que esto que digo es una tontería. No
 cantan himnos, no llevan banderines, no pueden votar. Pero deberían
 estar en el censo de habitantes, como los animales, las aves y los
 árboles. Contribuyen al producto interior bruto, pero sobre todo al
 producto de bien común.
 La
 inmensa mayoría de las plantas, y en España más del 70% de los
 cultivos destinados a alimentarnos, necesitan
 de la polinización de las abejas, abejorros y mariposas.
 Gracias al trabajo de ecologistas, apicultores e investigadores,
 personalidades científicas no sumisas al dictado de las
 multinacionales agrotóxicas, en la Unión Europea se ha paralizado
 el uso de algunos plaguicidas. Falta todavía mucho por hacer para
 evitar el declive del mundo en adelante.
 Los
 fanáticos del “solucionismo tecnológico” están experimentando
 con las RoboBee (abejas robot), una especie de drones de 80 gramos
 de peso, con los que pretenden sustituir a las abejas. Lo que hace
 falta a la humanidad es el activismo de la polinización. Aprender
 de las abejas y polinizar la política, el periodismo, la cultura y
 la ciencia. Más biodiversidad y menos bioperversidad. 
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