ESPERANDO
A NUESTRO CÉSAR
A
veces es útil volver la vista atrás y repasar el camino que
llevamos recorrido, para ver exactamente dónde estamos. La entrada
de hoy pone punto y final a una serie de artículos que empezó hace
unos meses con “Años
de furia”,
en el que hablé de la creciente desafección que siente la población
occidental respecto a los sistemas políticos de sus respectivos
países, una desafección que ha generado y alimentado fenómenos
como Donald Trump, el Brexit o el procés
catalán. En ese entonces argumenté, en base a precedentes
históricos y a datos actuales, que una de las causas principales de
esa desafección la teníamos que encontrar en el deterioro económico
que gran parte de la población ha experimentado en las últimas
décadas (al menos desde 2007 pero en muchas regiones y sectores
desde
bastante antes),
y en el contraste entre ese deterioro y las expectativas de progreso
con las que esa población ha crecido y ha sido educada.
¿Quién
había secuestrado la prosperidad? ¿Por qué las nuevas generaciones
no eran más ricas que las anteriores, tal como se suponía que debía
ser? Y lo que es más importante aún, ¿se trataba de una avería
pasajera y los “viejos buenos tiempos” estaban a la vuelta de la
esquina, o algo se había roto definitivamente en la senda virtuosa
del progreso económico? Y si era así, ¿qué se había roto?
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En
primer lugar, el progreso económico no puede continuar al ritmo
endiablado de otras épocas, bajo mi punto de vista, porque el
progreso científico y tecnológico ha entrado desde hace bastante
tiempo en la zona de los rendimientos decrecientes:
cada vez se emplea más y más esfuerzo en desarrollar nuevas
tecnologías, nuevos procesos, obtener nuevos conocimientos, etc.
pero cada vez se obtiene menos y menos recompensa. Los nuevos
conocimientos y tecnologías cada vez solucionan menos cosas, por
mucho que los recursos destinados a ello sean cada vez mayores, y lo
que es peor, las nuevas tecnologías acostumbran a crear
problemas adicionales.
En
“Sin
vacaciones en la Luna”
introduje varios ejemplos de este fenómeno, como el contraste entre
los revolucionarios descubrimientos de Isaac Newton o Benjamin
Franklin (alcanzados mediante experimentos realizados utilizando
recursos relativamente modestos y materiales comunes), y la millonada
que se destina anualmente a proyectos como los sincrotrones
o el ITER.
También
puse el contraste entre las edades de oro de la medicina de los
siglos pasados (cuando acciones modestas, como una mejora en la
higiene o el desarrollo de una vacuna tenían un impacto enorme en la
esperanza de vida de la población), y la complejidad de los nuevos
tratamientos que se están desarrollando para mejorar un poco el
porcentaje de supervivencia de los diferentes tipos de cáncer.
Naturalmente, las batallas más sencillas se ganaron primero, y sólo
quedó lo más complicado y lo imposible.
Estos
rendimientos decrecientes explican en gran parte que los sueños de
mediados del siglo pasado (colonias extraterrestres, ciudades
submarinas, coches voladores, viajes en el tiempo, etc.) no se hayan
cumplido. Aún siguen encontrándose vetas especialmente ricas cada
cierto tiempo (p.ej.: internet), pero la tendencia general es de
ralentización.
El
progreso científico y tecnológico, por lo tanto, no es la imparable
fuerza de la naturaleza que avanza como un rodillo llevándoselo todo
a su paso, cada vez más acelerado, que tanta gente imagina; al
contrario, se puede argumentar, tanto desde el sentido común como a
partir de la historia reciente, que ese progreso está sometido a
varias limitaciones, como los límites mismos de la inteligencia
humana o el hecho de que cuanto más sabemos, más inaccesible nos es
lo que nos queda por saber.
¿Y
qué tiene que ver todo esto con nuestra situación económica? Tiene
que ver que los avances científicos y tecnológicos han sido uno de
los causantes principales del progreso económico de los últimos
siglos, causantes de que en la actualidad dispongamos de una riqueza
material sin precedentes. El fenómeno de los rendimientos
decrecientes, por lo tanto, explica en parte las bajas tasas de
crecimiento económico de las últimas décadas, y pone una seria
limitación al progreso económico presente y futuro. Impone una
importante restricción a lo que podemos esperar que nos traiga el
futuro.
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Otro
de los motivos de que se haya roto la regla de “cada generación es
más rica que la anterior” la debemos encontrar en la relación
francamente enfermiza que mantenemos con la biosfera de la que
formamos parte.
Una gran parte de la prosperidad de los últimos siglos dependió de
tratar el planeta Tierra simultáneamente como una fuente inagotable
de recursos y como un basurero municipal, tal como describí en
“Creando
riqueza”.
Y claro, eso no podía continuar de forma indefinida, porque las
sociedades humanas dependen y forman parte del entorno en el que
viven, y tarde o temprano tenía que haber repercusiones (hay límites
tanto a la cantidad de recursos que el planeta puede proveernos como
a la cantidad de contaminación que éste puede absorber). Como
resultado de eso, en las últimas décadas se han empezado a
manifestar las inevitables consecuencias de esa estrategia, y los
límites del crecimiento
han aparecido intimidantes en los horizontes de nuestra civilización.
Esas
consecuencias y esos límites se están manifestando de varias formas
(extinción masiva de especies, erosión del suelo, cambio climático,
etc.), y todo ello está teniendo y va a tener cada vez más impacto
en nuestro bienestar y en nuestro “progreso económico”. Esto
pone un límite adicional a lo que podemos esperar del futuro. Sin
embargo, de todos esos problemas, quizá el que más directamente nos
ha afectado en las recientes décadas y promete hacerlo todavía más
en las siguientes es el problema de la energía.
Nuestra
economía global está alimentada básicamente por fuentes de energía
altamente concentrada en forma de combustibles fósiles (petróleo,
gas natural, carbón), recursos que, aparte de sus serios efectos
secundarios (emisiones de gases de efecto invernadero, lluvia ácida,
etc.) tienen el problema de no ser renovables, por lo que, cuanto más
extraemos del subsuelo más cerca estamos de agotarlos.
Así,
se estima que a lo largo de la primera parte del siglo XXI estas tres
fuentes de energía llegarán a un máximo de producción y empezarán
su declive (traté el tema energético de forma más extensa en el
artículo “Las
cadenas de Prometeo”).
De esas tres, la fuente más importante (por su cantidad consumida y
por sus adecuadas características), el petróleo, ha llegado a una
fase crítica, en la que la escasez de suficientes pozos fácilmente
accesibles y concentrados para cubrir el sediento apetito de la
economía global ha llevado a una alta volatilidad en el precio y ha
conducido a la explotación de recursos cada vez más pobres y
desperdigados, como las arenas
asfálticas de Canadá
o el light
tight oil
estadounidense, explotado por la famosa técnica de fracking.
No
es un problema hipotético. No es una cuestión de “qué haremos
cuando se acabe el petróleo”. El progresivo agotamiento del
petróleo lleva décadas afectando a las economías occidentales,
grandes consumidoras de este producto. En este sentido, las últimas
décadas han proporcionado mucho material para el estudio del impacto
que tiene el petróleo en la economía. Por un lado, las subidas de
precios del petróleo “casualmente” acostumbran a coincidir
en el tiempo
con el inicio de las recesiones económicas, tanto si la subida se
debe principalmente a factores geopolíticos (boicot de los
productores árabes en 1973, revolución iraní en 1979, primera
guerra del golfo en 1990, etc.) o a aumentos de la demanda que la
oferta no puede cubrir (pico de precios de 2008). Es algo ampliamente
aceptado que las economías de los países importadores sufren
enormemente
si los precios son demasiado elevados (y la bajada en el precio en
2014 probablemente sea uno de los motivos principales de la modesta
“recuperación” de los últimos años en Europa y en Estados
Unidos). Todo esto supone unos precedentes preocupantes para el
futuro próximo, que muy probablemente estará marcado por la
continuación de la volatilidad actual en los precios debida a la
escasez, y por lo tanto, de nuevas recesiones y crisis económicas.
De
hecho, todo indica que hemos llegado a un momento en que no hay
ningún
precio del petróleo que vaya bien a todo el mundo.
Como ya hemos visto, los países importadores no pueden aguantar los
precios demasiado elevados; pero si los precios son demasiado bajos,
quienes sufren son los países exportadores (p.ej.: Rusia, Arabia
Saudí, Venezuela, etc.), que no pueden cuadrar sus presupuestos, y
las principales empresas productoras, que como consecuencia deciden
dejar
de invertir en nuevos proyectos
para minimizar sus pérdidas, o bien se
sumergen en crecientes deudas.
(Por
todo esto es improductivo centrar toda la atención en la fecha
exacta del pico del petróleo, y esperar que ocurra algún tipo de
catástrofe en esa fecha. Realmente no importa demasiado si el peak
oil ocurrió en 2005, si está ocurriendo ahora mismo o si lo hará
dentro de 10 años. Este tipo de conversación es dañina para la
credibilidad del movimiento, de la misma forma que el pastor
perjudicaba su credibilidad anunciando la llegada del lobo. Cuando
las predicciones no fundamentadas que anuncian el aumento súbito del
precio del petróleo o una gran crisis económica dentro de unos
meses no se materializan, se está dando munición a la gente que
quiere pretender que esta es una cuestión sin importancia. La fecha
exacta no es tan importante. Lo que importa es que los síntomas y
las consecuencias del agotamiento del petróleo se han dejado sentir
por un buen tiempo, y que todo apunta que la situación irá a peor
con el paso del tiempo.)
Es
común pensar que todo esto es irrelevante porque el progreso
científico y tecnológico siempre va un paso por delante,
solucionando los problemas a medida que aparecen. Ciertamente la
proximidad de los límites del crecimiento ha generado un creciente
interés por la eficiencia energética, por la reducción del impacto
ambiental de nuestras actividades y por buscar alternativas a la
energía fósil, pero el alcance de estas actuaciones también está
limitado (como todos los avances científicos y tecnológicos) por la
ley de los rendimientos decrecientes (hay límites a cuán eficientes
nos podemos volver, incluso si no tenemos en cuenta el
lado oscuro de la eficiencia: la falta de resiliencia).
Sin
ir más lejos, la transición hacia una economía alimentada con
energías renovables debe superar varios obstáculos que, por mucho
que algunos traten de menospreciarlos, son bien reales y no
deberíamos ignorarlos (la dependencia de una capacidad productiva
colosal posibilitada por la economía fósil, la poca fiabilidad de
las fuentes renovables, los problemas de electrificación de la
economía, etc.). La capacidad de estas energías por tomar el relevo
de la energía fósil a gran escala aún está por demostrar,
mientras que las consecuencias del agotamiento de la energía fósil
ya se están sintiendo hoy día.
De
la misma forma, ha habido mucha cháchara en los últimos tiempos
sobre el pico
de la demanda
de petróleo,
que “curiosamente” se manifiesta más o menos al mismo tiempo en
que lo hace el pico de la oferta
de petróleo (según esta narrativa, no es que no podamos extraer más
petróleo del subsuelo, es que debido a cambios culturales, o a la
eficiencia, o a la lucha contra el cambio climático, o a que nos
hemos vuelto muy buenos al hacer las cosas, ya no lo necesitamos en
tan grandes cantidades). Pero hay tanta inelasticidad en el mercado
del petróleo (grandes cambios en el nivel de precios provocan
cambios muy modestos en la cantidad producida, síntoma de escasez de
esta sustancia) que ésta no es una explicación creíble
(consideremos también los ya nombrados recursos no convencionales
explotados en Estados Unidos y Canadá; si realmente estuviésemos
ante un pico de la demanda, estos recursos no estarían siendo
explotados en absoluto).
Esta
situación crítica del petróleo, a la que probablemente llegará
su presumible sustituto, el gas natural, en las próximas décadas,
pone un escollo importante a lo que podemos esperar del futuro. Y
esta circunstancia no es más que uno de los primeros límites del
crecimiento con los que nos estamos encontrando, siendo otro los ya
presentes efectos
del cambio climático.
Pretender solucionar todos estos problemas y vencer todas estas
limitaciones mediante nuevas rondas de innovación y tecnología me
parece de lo más ingenuo, algo como tratar los síntomas en vez de
la enfermedad; no son problemas desconectados entre ellos, tienen el
mismo origen, es decir, nuestra relación enfermiza con el entorno.
La proximidad de los límites del crecimiento, por lo tanto, hace muy
improbable el retorno de las grandes épocas de expansión económica.
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Pero
el factor adicional que pone la puntilla a las expectativas de
progreso económico futuro en Occidente es el
declive relativo de los países occidentales respecto al resto del
mundo,
esbozada en la
anterior entrada de este blog.
Así como la prosperidad de Europa y de su diáspora en los últimos
siglos dependió de los avances científicos y tecnológicos y de la
implacable explotación de la naturaleza, también dependió de los
intercambios desiguales con el resto del mundo, posibilitadas por la
superioridad militar, política y/o económica. Gracias a estos
intercambios desiguales, los países occidentales podían disfrutar
de una parte desproporcionada de la riqueza producida a nivel
mundial, no acorde con sus niveles demográficos. Esta superioridad,
no obstante, no tenía por qué durar para siempre; no había ninguna
ley divina que hiciera a Occidente superior a otras regiones, ninguna
piedra filosofal bien escondida en Londres, París, Berlín y Nueva
York que les garantizara la hegemonía por los siglos de los siglos.
No había nada que impidiera a las demás regiones del planeta
utilizar las herramientas y métodos occidentales para su propio
beneficio y para acabar con la supremacía occidental, si se daban
las circunstancias adecuadas.
De
esta forma, desde por lo menos el inicio de la Primera Guerra Mundial
en 1914, Occidente se encuentra en un proceso de declive en su poder
político, económico y militar respecto al resto del mundo. Este
declive no es lineal, y se ha ido alternando con épocas de relativa
recuperación, pero la tendencia a largo plazo es difícil de negar.
Tampoco
conviene exagerar lo lejos que ha llegado este proceso. Los que
vivimos en Europa occidental y en Estados Unidos seguimos disfrutando
de un nivel de vida y unas comodidades muy superiores a las de casi
todo el resto del globo. Occidente sigue gozando de bastantes
privilegios como herencia de su dominio pasado. Sigue disponiendo de
algunas cartas importantes a su favor, como un sistema financiero
global que juega a su favor o la aureola de invencibilidad que rodea
al Ejército de Estados Unidos. Pero estos últimos reductos son muy
frágiles, vulnerables a un derrumbe súbito, y se están poniendo
cada vez más en entredicho. Más allá de eso, año tras año el
peso de Occidente en la economía mundial (aún bastante grande) se
va reduciendo, así como su producción y su consumo de bienes y
servicios respecto al resto del mundo. Además, al no ser rico en
recursos naturales (incluso el antaño extremadamente rico Estados
Unidos se ha empobrecido enormemente en este sentido, como resultado
natural del así llamado progreso económico), Occidente depende cada
vez más del resto del mundo y de los intercambios desiguales que aún
mantiene con éste, añadiendo un factor adicional de incertidumbre
al edificio entero, e impulsando incluso a la mojigata Europa a
participar en guerras para asegurarse el suministro de recursos
(véase por ejemplo “El
canto del gallo”).
De
hecho, aunque a nivel global aún no se haya llegado a los límites
del crecimiento (estamos cerca, pero a juzgar por una gran cantidad
de parámetros – producción agrícola, consumo de energía
primaria, extracción de materias primas, etc. – aún no hemos
llegado), a efectos prácticos Occidente probablemente ya haya
llegado a dichos límites, con unas economías que, si nos fijamos en
parámetros menos abstractos de los acostumbrados, dan muestras de
estancamiento o de declive, por lo menos respecto a 2007, cuando no
respecto a fechas anteriores.
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La
respuesta
de las autoridades políticas,
así como de la sociedad en general, a estas tendencias a largo plazo
(la ralentización del progreso científico y tecnológico, la
proximidad de los límites del crecimiento y el declive relativo de
Occidente) fue tratar de ignorarlas y mantener la “normalidad” a
toda costa.
Durante
largo tiempo nuestra cultura ha confundido fenómenos y
perturbaciones temporales con realidades permanentes. Cuando estos
fenómenos temporales dejan de seguir la línea recta que les es
supuesta, la gente busca en los lugares más recónditos para
intentar comprender lo que está pasando, con ayuda de las más
variadas explicaciones ad hoc, porque no pueden imaginar que las
realidades supuestamente permanentes no consigan continuar su camino
preestablecido. Este es uno de los motivos principales, me parece a
mí, de que las causas profundas del deterioro económico de las
últimas décadas no hayan llegado nunca a ser puestas sobre la mesa,
y que las respuestas a ese deterioro hayan tendido a empeorar la
situación.
De
este modo, cuando la proximidad de los límites del crecimiento y el
declive occidental se manifestaron en las crisis del petróleo de los
años 70, acabando con la Edad Dorada posterior a la Segunda Guerra
Mundial que describimos en “Sueños
de una primavera sin fin”,
la respuesta no fue aceptar esa nueva realidad, si no hacer todo lo
posible por ignorarla. Así, se
culpó al “consenso keynesiano” de posguerra
como causante del fin de la prosperidad, al ser irremediablemente
ineficiente y poco competitivo. El resultado fue un retorno parcial
al capitalismo sin restricciones imperante en el mundo previo a 1929
(desregularizaciones, privatizaciones, flexibilizaciones del mercado
laboral, impulso globalizador, etc.), acompañado del retorno de los
problemas
históricamente asociados a estas políticas
(creciente poder y riqueza de los más privilegiados y de las grandes
empresas, incremento de las desigualdades sociales, multiplicación
de burbujas especulativas, etc.).
Intentando
mantener la “normalidad” a cualquier precio, las autoridades
también optaron por facilitar
la emigración de las empresas occidentales hasta países donde fuera
más barato producir
(salarios más bajos, monedas devaluadas, menos regulaciones
ambientales y de salud, etc.), lo que permitió mantener el
suministro de bienes y servicios a Occidente a precios reducidos. No
obstante, esta emigración de empresas acabó constituyendo un arma
de doble filo. Eliminó puestos de trabajo en los países
occidentales (lo que disminuiría los ingresos potenciales de la
población que en teoría tenía que adquirir esos bienes y
servicios) y ayudó a desmantelar la economía productiva de esos
países, agravando la decadencia económica de Occidente respecto al
resto del mundo de la que hablamos en el anterior artículo, e
incrementando aún más la dependencia de las sociedades occidentales
respecto a otras regiones.
(Por
otro lado, teniendo en cuenta que todas estas políticas favorecen a
las clases más acomodadas a costa de los más desfavorecidos, es
probable que este “giro neoliberal” se tratara más que nada de
un intento de las primeras por hacer pagar a los segundos los costes
de la “nueva normalidad”).
La
insistencia de las autoridades por ignorar las tendencias a largo
plazo que están dando forma a nuestro futuro puede verse de forma
muy clara en cualquier discusión convencional sobre el estado de la
economía. Cuando se discuten los problemas de la economía, nunca se
hablará de los límites del crecimiento, de la ralentización del
progreso tecnológico, o de la decadencia de Occidente. La salida de
la crisis siempre pasará por volvernos más competitivos, innovar y
modernizarnos. Pasará por “abrir el grifo del crédito” aun
cuando no haya nada en lo que invertir más allá de la especulación,
lo que se traducirá en unos desequilibrios
crecientes
entre una economía real estancada (en puestos de trabajo, en
salarios, en disponibilidad de energía y recursos, etc.) y un
sistema financiero diseñado para el crecimiento económico. Las
distorsiones generadas por este fenómeno han impactado de formas muy
evidentes a la economía real (dando un mayor poder a las
instituciones financieras, aumentando de forma indecente los precios
de la vivienda, gestando una gran cantidad de burbujas especulativas
que hacen avanzar a la economía de forma artificial, etc.). Además,
estos desequilibrios añaden nuevas capas de volatilidad a un cóctel
ya de por sí bastante explosivo como es la economía global en su
forma actual.
Sin
embargo, los países occidentales necesitan mantener el sistema
financiero en su forma actual, pues como ya hemos apuntado, se trata
de uno de los últimos reductos de la hegemonía occidental, una de
las herramientas que nos permiten a los que vivimos en Europa
occidental o en algunas de sus excolonias más exitosas consumir
bastantes más bienes y servicios de los que producimos.
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Todas
estas tendencias determinan qué se puede esperar (y sobretodo qué
no se puede esperar) del futuro. Son tendencias muy generales, por lo
que establecer horizontes temporales concretos para el advenimiento
de uno u otro suceso es inútil y puede llevar fácilmente al
descrédito. Quizá no podamos asegurar qué va a ocurrir en el
futuro, pero sí podemos decir qué no va a ocurrir: los viejos
buenos tiempos de grandes expansiones y edades de oro económicas son
cosa del pasado y no volverán.
Claro,
un cisne
negro
podría aparecer y llevarnos nuevamente a la senda de la prosperidad,
pero de la misma forma que no es sensato gastarse el dinero como si
estuviéramos seguros de que vamos a ganar la lotería, tampoco lo es
actuar como si estuviéramos seguros de que un deus ex machina va a
venir a salvar el día. Después de todo, las tres tendencias a largo
plazo de las que he hablado no parecen ser muy propensas al cambio.
¿Alguna gran revolución tecnológica está a punto de volver
irrelevantes los límites del crecimiento? Sí, podría pasar. Pero
no es probable. ¿De alguna manera la población occidental va a
recuperar la ventaja competitiva respecto al resto del mundo? Ahora
mismo no imagino cómo.
Como
resultado de todo esto, lo que nos espera a corto plazo es muy
probablemente una continuación de la lenta degeneración en la
situación económica de la mayor parte de la población, durante la
cual periodos de crisis se alternan con modestas recuperaciones,
jalonadas con insistencia por los gobiernos y los medios de
comunicación como un retorno de los buenos tiempos de expansión.
Durante todo este periodo algunas cosas mejoran, pero otras muchas
empeoran. De este modo…
En
los próximos años, si nos guiamos por la historia reciente, es de
esperar que, a medida que la reducción en las inversiones de capital
del sector petrolífero se hagan notar en los niveles de producción
y el precio del barril vuelva a subir por encima de los 100$,
tengamos una nueva ronda de recortes, despidos y bancarrotas,
aliñados probablemente por el pinchazo de alguna de las numerosas
burbujas especulativas, acabando con la “impresionante”
recuperación económica de los últimos años.
Las
autoridades responderán pidiendo a la población que se apriete el
cinturón y rece en nombre de la innovación y el libre mercado hasta
que vengan tiempos mejores. Al cabo de un tiempo, la estabilización
de la situación, la caída del precio del petróleo causada por
destrucción de la demanda y la reactivación de la inversión y,
probablemente, la aparición de nuevas burbujas especulativas darán
forma a una nueva recuperación, modesta en realidad pero exagerada
hasta la saciedad por unos gobiernos sedientos de popularidad…
hasta que una nueva crisis toque a la puerta.
Este
es el modelo base más probable para el futuro próximo. Sin embargo,
hay varios factores de fragilidad que pueden alterar el curso del
lento declive que he descrito. El sistema financiero global está
plagado de agujeros y vulnerabilidades, y nada asegura que durante el
estallido de la próxima burbuja especulativa (y ahora mismo son
muchas las candidatas) las nuevas demostraciones de alquimia
financiera por parte de las autoridades vayan a ser tan eficientes
como en 2008 a la hora parchear todos los agujeros existentes. Tal
como hemos dicho varias veces, el sistema financiero global es uno de
los últimos reductos de la hegemonía occidental, así que un
colapso en éste podría muy bien acelerar la decadencia de Occidente
respecto al resto del mundo (acabando con el estatus de moneda de
reserva del dólar y el euro, impidiendo a los gobiernos seguir
financiando sus deudas, etc.). Como resultado de un evento de este
tipo, los estándares de vida de la población occidental podrían
caer de forma repentina. El resto del mundo probablemente quedaría
muy afectado a corto plazo, pero es de esperar que con el tiempo
resurgiera de las cenizas, esta vez sin el peso de un sistema
financiero que favorece a otros países. Sería probablemente en ese
entonces que de verdad veríamos nacer un nuevo orden mundial
liderado por la República Popular China y sus aliados. No es ni de
lejos seguro que algo así vaya a ocurrir, pero el mecanismo que
utilizamos para consumir más de lo que producimos se sienta sobre
bases tan endebles que asumir que este mecanismo va a seguir en su
sitio pase lo que pase puede provocar sorpresas desagradables en un
futuro.
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Y
aquí volvemos al origen de esta serie de artículos, el creciente
descrédito del sistema político en gran parte de Occidente. Tanto
si prosigue la lenta degeneración económica de los últimos tiempos
como si esta degeneración es acelerada por algún evento traumático,
el futuro esbozado anteriormente no se ajusta para nada con las
expectativas con las que hemos sido educados, según las cuales a lo
largo del tiempo nos hacemos más ricos y cada generación vive mejor
que la anterior. Estos, se suponía, eran hechos de la vida, verdades
forjadas a fuego. Pero estos hechos y estas verdades han desaparecido
del mapa, y nada indica que vayan a volver con nosotros en un futuro.
Esta
nueva realidad está entrando de forma muy lenta en la consciencia de
la población. Tenemos tan interiorizada la idea de progreso
económico que desecharla cuesta enormemente. La realidad es tan
complicada y llena de datos diferentes que la gente que quiere seguir
impulsando la narrativa de progreso (y hay muchos de estos) siempre
encontrará suficientes cosas que “van bien”, o suficientes cosas
que “prometen”, y con eso pretenderán demostrar que no hay nada
de lo que preocuparse, que el tren de la prosperidad sigue circulando
sin problemas y que quienes dudan de eso son unos agoreros sin
remedio. Pero a pesar de los intentos de este tipo de gente, cada vez
más personas se están dando cuenta de la creciente brecha entre el
futuro de prosperidad que se les había prometido y lo que ven a su
alrededor. En consecuencia, piden explicaciones.
Durante
un tiempo, las soluciones abstractas propuestas por el establishment
político para volver a la senda de la prosperidad (innovación,
competitividad, eficiencia, capitalismo verde, modernización, etc.)
pueden ser aceptadas. Pero tras 30 o 40 años escuchando lo mismo, y
sin ver los efectos positivos de estas “soluciones”, la población
acaba interpretando las narrativas oficiales como pura propaganda y
palabrería vacía. Como resultado, las masas estarán cada vez más
dispuestas a escuchar a quien les venda narrativas menos trilladas.
Este fue uno de los secretos de la popularidad de Donald Trump, quien
durante la campaña electoral de 2016 se atrevió a tocar algunos
temas tabú, como los efectos negativos de la globalización para los
trabajadores estadounidenses y el declive internacional de la
superpotencia norteamericana. Aunque probablemente luego no cumpliera
sus promesas electorales, al menos no era un robot como el resto de
candidatos, repitiendo hasta la saciedad los mismos argumentos
manidos que llevamos décadas escuchando.
Es
de esperar que, con el tiempo, fenómenos como Donald Trump se vayan
multiplicando. Durante estos años puede haber un pequeño respiro
por la modesta recuperación fundamentada por los bajos precios del
petróleo y las diferentes rondas de Quantitative Easing de la
Reserva Federal y el Banco Central Europeo. Pero la próxima ronda de
crisis volverá a reavivar las llamas del descontento.
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Mucha
gente se puede sentir esperanzada ante el escenario presentado
anteriormente. Pueden pensar que el creciente descontento llevará
más pronto que tarde al derrocamiento del “sistema”, y que
cuando esto ocurra, las cosas irán indudablemente a mejor.
Se
trata de un razonamiento muy ingenuo, pero inevitablemente popular en
una cultura que menosprecia la historia y la política como materias
de estudio y cuya visión del mundo está moldeada por la “Religión
del Progreso”.
Vamos a ver qué problemas hay con este tipo de planteamiento.
En
primer lugar, las élites políticas y económicas actuales, garantes
del sistema neoliberal en el que vivimos desde los años 80, no se
dejarán derrocar sin oponer resistencia. Por mucho que vivamos en
sistemas políticos democráticos, la minoría dominante tiene a su
disposición armas muy poderosas para evitar ser sometida. Por un
lado, pueden modular la opinión pública mediante su influencia en
los medios de comunicación y en la educación, para que las masas
piensen las cosas que ellos quieren que piensen. Así lo expresó de
forma brillante Oswald Spengler hace bastante tiempo:
“¿Qué
es la verdad? Para la masa, es lo que a diario lee y oye. […] la
verdad pública del momento, la única que importa en el mundo
efectivo de las acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la
prensa. Lo que esta quiere es la verdad. Sus jefes producen,
transforman, truecan verdades. Tres meses de labor periodística, y
todo el mundo ha reconocido la verdad. Sus fundamentos son
irrefutables mientras haya dinero para repetirlos sin cesar. […]
Sus argumentos quedan refutados tan pronto como una potencia
económica mayor tiene interés en los contraargumentos y los ofrece
con más frecuencia a los oídos y a los ojos. En el instante mismo,
la aguja magnética de la opinión pública se vuelve hacia el polo
más fuerte. Todo el mundo se convence en seguida de la nueva verdad.
Es como si de pronto se despertase de un error”.
Desde
la época de Spengler se han añadido otros canales de información
(televisión, internet, redes sociales, etc.), pero la regla general
sigue vigente. Por mucho que en los países occidentales haya “prensa
libre”, no sujeta a los gobiernos de turno, en contraste con la
“infame” RT, en la práctica no hay grandes diferencias. Los
grandes grupos de comunicación transmiten las verdades que las
élites políticas y económicas desean. Éstas disponen de ejércitos
de tertulianos y “eruditos” a su servicio, cuyo objetivo es
difundir las narrativas preferidas por las minorías dominantes. Si
algo no puede encuadrarse en la narrativa oficial, se intentará por
todos los medios que no salga a la luz. Lo mismo ocurre en las
universidades, donde los “expertos” se encargan de inocular las
verdades deseadas a los estudiantes (ojee el lector cualquier libro
de texto de economía y verá a lo que me refiero). De la misma
forma, se publican libros que difunden las narrativas adecuadas, y
aparecen estudios científicos que “demuestran” la validez de los
puntos de vista preferidos.
No
obstante, a juzgar por lo ocurrido en las elecciones estadounidenses
de 2016, esta herramienta está resultando cada vez menos efectiva.
La insistencia de los principales organismos de propaganda del
establishment norteamericano – CNN, Washington Post, etc. – por
demonizar a Donald Trump acabó jugando a favor de éste, porque una
fracción creciente de la población norteamericana simplemente no se
cree lo que dicen los grandes medios de comunicación, y asumen por
defecto que mienten. Así pues, al ver cómo estos medios se pasaban
el día criticando a The
Donald
por cada pedo que se tiraba, creían ver un aliado en este último,
ya que el enemigo de mi enemigo es mi amigo (varios observadores han
sugerido
que probablemente esto fuera lo que buscaba el magnate con sus
salidas de tono – incitar el ataque de la odiada prensa para ganar
popularidad – lo cual me parece una hipótesis francamente
factible). De hecho, la reciente insistencia de los medios de
comunicación de que hemos entrado en la época de la “post-verdad”
y de las “fake news” (como si la propaganda y la desinformación
no existieran desde tiempos inmemoriales) no deja de ser un intento
desesperado por parte de los organismos oficiales de propaganda por
apuntalar sus narrativas preferidas, lo cual es indicativo de que
están perdiendo el control de la opinión pública.
Otra
herramienta de defensa de la minoría dominante, tanto o más temible
que el control de la información, es la presión económica y
financiera que ésta puede ejercer para atacar a sus posibles
rivales. A nivel de la política internacional, fijémonos en cómo
el imperio estadounidense impone sanciones económicas a todos los
países y regímenes que considera enemigos (Rusia, Irán, Siria,
Venezuela, Corea del Norte, etc.) bajo el pretexto de que esos
regímenes violan los derechos humanos, que patrocinan el terrorismo
o que simplemente son
muy malvados
(casualmente, estas sanciones nunca se imponen a otros regímenes que
en cuestión de violar
derechos humanos
o patrocinar
el terrorismo internacional
dejan en pañales a la mayoría de los anteriormente citados).
Supongo que las autoridades estadounidenses son conscientes de que a
quien más perjudican con sus sanciones es a la población oprimida
de esos países, y no a sus malvados gobiernos, pero no parece que
esto les importe demasiado.
De
la misma forma, el business as usual tiende a ahuyentar cualquier
tipo de disidencia mediante la figura del inversor.
Mediante la compra y la venta de divisas, títulos de deuda, etc. los
inversores (gente con suficiente dinero para dedicarlo a estas
aventuras, e inversores institucionales cuyo interés en la
supervivencia del actual sistema económico es obvio) tienden a
favorecer la prolongación inalterada del status quo, y tienden a
desincentivar cualquier cambio brusco en éste. Los inversores se
sienten atraídos por los climas “business-friendly” y por el
mantenimiento de las políticas neoliberales, y huirán ante
cualquier viraje respecto a esa situación.
Pensemos
por ejemplo en la crisis de deuda pública de hace unos años en
Europa. Si un país se desviaba del camino impuesto por la Troika,
los inversores dejarían de estar dispuestos a seguir comprando los
títulos de deuda emitidos por el gobierno, lo que haría aumentar la
prima de riesgo enormemente, haciendo peligrar la capacidad de ese
país por seguir financiándose, aumentando el riesgo de bancarrota,
y como resultado obligando a dicho país a aceptar la terapia
recetada por la minoría dominante. Este tipo de extorsión se puede
aplicar incluso a gobiernos que han sido elegidos precisamente para
poner fin al chantaje, tal como puede atestiguar Yanis Varoufakis.
Otra
forma de presión económica similar ocurrió hace unos pocos meses
en el contexto del proceso independentista que se estaba
experimentando en Catalunya. En medio de la incerteza posterior al
referéndum del 1 de octubre, los grandes poderes económicos dieron
un duro golpe al independentismo al impulsar
los cambios de sede social
de las empresas radicadas en la región, fomentando así el miedo
entre la población. Durante la montaña rusa del pasado octubre pudo
verse cómo reaccionaba la comunidad inversora a todas las idas y
venidas del procés,
con subidas del IBEX 35 y bajadas de la prima de riesgo cuando
ocurría algo que favorecía el orden establecido, y con la reacción
contraria cuando el movimiento independentista se afianzaba.
************************************
Aún
si se pudiesen superar los mecanismos de resistencia del
establishment y el descontento popular acabara derrocándolo, sin
embargo, nada asegura que lo que venga a sustituir a los sistemas
políticos y económicos actuales vaya a ser mejor que lo que tenemos
ahora. Muchos reputados activistas anti-sistema de nuestros días
acostumbran a asumir que en el momento en que el actual sistema sea
derrocado, todos los males se irán con éste y viviremos felices por
toda la eternidad; las historias del fin de la Rusia zarista y de la
Alemania de Weimar, por poner sólo los dos ejemplos más destacados,
ofrecen una útil medicina ante este tipo de “argumento”.
Y
es que no hay suficiente con reconocer que algo va mal en “el
sistema”: para empezar, hasta que las auténticas causas de la
crisis y los auténticos errores del business as usual no se pongan
sobre la mesa, las alternativas que se propongan al “sistema” no
mejorarán la situación, y de hecho es muy probable que lo empeoren.
Hoy
día, por ejemplo, una de las reacciones más comunes al fin de la
prosperidad es la de buscar culpables. La senda de la prosperidad, se
supone, era una de las constantes de la historia, y por lo tanto
tiene que haber alguien responsable por su desaparición. Para el
independentista catalán, el culpable será el Estado español; para
los españoles de bien, el culpable serán las embajadas catalanas;
para una gran parte de la población, el culpable será la corrupción
de los políticos; para Nigel Farage, el culpable será la Unión
Europea; para los europeístas, el culpable será la “extrema
derecha”; para la “extrema derecha”, el culpable serán los
inmigrantes musulmanes; para los veganos, los culpables serán los
comedores de carne; para la clase media acomodada de las costas de
Estados Unidos, los culpables serán los ignorantes de la América
interior que votaron a Trump, o los espías del Kremlin. Si toda esa
gente malvada o ignorante simplemente desapareciera, o se volviera
razonable, o volviera a sus respectivos países, se supone, todo iría
bien. Pero aunque algunos ejercicios de culpabilización pueden ir
mejor encaminados que otros, el análisis de la situación no se
puede quedar ahí: son las causas profundas, una vez más, lo que
debe ponerse encima de la mesa.
Las
causas profundas, una vez más, establecen lo que podemos y lo que no
podemos esperar del futuro. No podemos esperar el retorno de las
grandes expansiones económicas de antaño. Las nuevas generaciones
no pueden esperar disfrutar de un bienestar material superior que el
de sus padres. Probablemente no haya nada que podamos hacer para
revertir la ley de los rendimientos decrecientes del progreso
científico y tecnológico, la llegada de los límites del
crecimiento y el declive de Occidente. Nada. Lo único que podemos
hacer es organizarnos de formas menos disfuncionales a las actuales
en un contexto de límites y de decrecimiento, concentrándonos en
satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos y en
minimizar el sufrimiento. Pero esto no es aceptable en nuestra
sociedad de niños mimados. Queremos oír que la prosperidad y el
progreso volverán pronto, con nuevos juguetes electrónicos y con
colonias en Marte. Por eso, los que se presentan como alternativas al
sistema acostumbran a intentar convencer a los electores de que
pueden traer de vuelta los buenos tiempos de prosperidad (“Make
America Great Again”). No queremos oír que la prosperidad no va a
volver. Como resultado, por ahora todas las opciones que se barajan
tratan de arreglar la pieza averiada, arreglar ese algo que nos
permita volver al sendero del éxito.
Podemos
observar la misma mentalidad en los proponentes de un retorno a las
políticas “desarrollistas” de mediados del siglo pasado, como
Paul
Krugman
o, más cerca de casa, Vicenç
Navarro.
Según estos, si pudiésemos revertir la contrarrevolución de Reagan
y Thatcher e implementar las políticas keynesianas que dieron forma
al boom de la posguerra, todo iría bien. Pero no se dan cuenta de
que el contexto ha cambiado. Ciertamente, volver a situar el interés
público en una posición preferente podría arreglar muchas cosas,
pero sólo si se abandonaran objetivos obsoletos como el crecimiento
por el crecimiento, y si los gobiernos pusieran el énfasis en
satisfacer las necesidades de las personas en un contexto de declive,
en vez de centrarse en aumentar el PIB.
En
cualquier caso, como la sociedad simplemente siente que hay algo que
va mal, pero no puede identificar correctamente qué es lo que va
mal, los cambios que se implementen en un futuro llevarán
probablemente a situaciones indeseadas, y se tomarán medidas
absurdas.
************************************
Pero
incluso aunque se identificaran correctamente las causas profundas de
la crisis de nuestro tiempo, la dificultad para aplicar cambios
positivos es muy grande.
Para
empezar, no tenemos un gobierno mundial, y las organizaciones
supranacionales están blindadas ante las fuerzas de la democracia,
así que, aunque el descontento popular creciese enormemente, esto
conduciría como mucho al asalto y derrocamiento de los gobiernos
nacionales. Y los diferentes gobiernos nacionales están sometidos a
varios lazos de dependencia que les limitan enormemente los
movimientos. Los gobiernos de Europa occidental, por ejemplo, se
aprovechan de una posición favorable en el orden internacional
liderado por Estados Unidos, la cual les permite recibir una parte
modesta del tributo imperial. Por lo tanto, si a algún gobierno de
Europa occidental se le ocurriera realizar cambios drásticos que le
alejaran del business as usual, podría hacer peligrar su posición
privilegiada como aliado cercano de la potencia norteamericana. De la
misma forma, la necesidad de seguir financiando la deuda nacional y
de aprovecharse de la condición de moneda de reserva del euro obliga
a dicho gobierno de Europa occidental a mantenerse en buenas
relaciones con la Unión Europea. Tal como hemos visto antes, si un
gobierno tomara medidas inesperadas, los inversores responderían
rápidamente dificultando el pago de la deuda nacional, así que la
mayoría de gobiernos de Occidente tienen las manos atadas.
El
desmantelamiento de la economía productiva que incentivó el impulso
globalizador es otra de las dependencias que complican enormemente el
cambio. El bienestar occidental depende enormemente de la importación
de bienes y servicios a bajo precio procedentes de ultramar. En
general, dependemos de sistemas enormemente frágiles, como el
sistema financiero, como un abanico de tecnologías cada vez más
complejas y más opacas a nuestro conocimiento, o como unas supply
chains y unas infraestructuras de dimensiones monstruosas. Ignorar
estas cadenas de dependencia es extraordinariamente peligroso, y
puede llevar a súbitas turbulencias en un tiempo récord.
Pero
imaginemos que realmente existe un gobierno mundial, que es
consciente de los problemas a que nos enfrentamos (finitud de
recursos, etc.) y que quiere minimizar el sufrimiento humano. ¿Qué
debería hacer este gobierno? No está nada claro. Uno puede concluir
que el capitalismo sin restricciones se ha vuelto tremendamente
inadecuado para satisfacer las necesidades humanas en el contexto
actual de llegada de los límites del crecimiento, pero difícilmente
nos pondríamos de acuerdo sobre qué es lo que se debería hacer al
respecto. ¿Debería mantenerse el dogma del crecimiento en los
países del “Tercer Mundo”, con el objetivo de eliminar el hambre
y la pobreza extrema? ¿Cuánto tiempo se podría mantener esta
situación? ¿Se debería aumentar el control gubernamental de la
economía, para evitar el despilfarro de recursos actual? ¿Esto no
podría desembocar en un crecimiento del autoritarismo? Habría que
tomar decisiones complicadas, sin una “solución buena” evidente.
Se cruzan los intereses contrapuestos de diferentes personas de
diferentes zonas geográficas y diferentes épocas (del presente, de
aquí 100 años, de aquí 1.000 años, etc.).
************************************
Finalmente,
por mucho que en las últimas décadas la situación económica se
haya deteriorado y ya no “se vaya a mejor”, el bienestar material
del que disfrutamos en Occidente es todavía muy elevado. Este es
quizá lo que más asegura en sus puestos a las actuales autoridades
políticas en estas primeras etapas de declive: la gente todavía
tiene mucho que perder. Los cambios que se intenten a estas alturas
probablemente no serán exitosos debido a todo lo que hemos dicho
anteriormente (resistencia del sistema, dependencias enormes del
exterior, etc.), y su falta de éxito dará mala reputación a todo
lo que se aleje del status quo (fijémonos en cómo la popularidad
del Brexit se
ha reducido
desde que se produjo la votación hace casi dos años), asentando con
más fuerza el business as usual propugnado por las élites políticas
y económicas.
En
este sentido, creo que el contexto aún no está suficientemente
maduro para el cambio desde arriba, así que por ahora nos queda
seguir actuando como la
rana que va siendo hervida poco a poco.
Seguiremos el proceso de declive durante las próximas décadas, y
los que esperen cambios positivos llegados desde arriba tendrán que
esperar un largo tiempo, si es que dichos cambios positivos llegan a
ocurrir en algún momento (de hecho, como ya dije hace
unas semanas,
quizá la mejor opción sea realizar cambios a nivel individual). De
hecho, veo muy probable que los cambios desde arriba sólo ocurran de
forma reactiva, en respuesta a las situaciones de emergencia que se
vayan presentando.
No
obstante, el tiempo no juega a favor del establishment político. A
medida que el proceso de declive siga su curso, la población tendrá
cada vez menos cosas a perder, los defensores de las narrativas
oficiales del “todo va bien” tendrán cada vez más dificultades
para mantener la credibilidad, y el riesgo para las autoridades
políticas actuales cada vez será mayor.
************************************
Al
final, hay algo que me parece innegable: por mucho que sus
cheerleaders acostumbren a alabar su presunta eficiencia, el
capitalismo sin restricciones ha demostrado una ineficiencia
comparable al de los regímenes comunistas de antaño a la hora de
optimizar el uso de recursos para satisfacer las necesidades humanas
en un contexto de límites del crecimiento y de una economía en
declive.
Por
lo tanto, a medida que pase el tiempo crecerá la presión de los
gobiernos por introducir incentivos adicionales aparte de la simple
búsqueda del beneficio económico y por tener un mayor control de la
economía. Crecerá la presión por regular el consumo de recursos y
minimizar su despilfarro. Es esperable, por lo tanto, que cuando el
proceso de declive haya llegado suficientemente lejos, los distintos
gobiernos acaben tomando medidas drásticas, aplicando la ley marcial
si hace falta, para satisfacer las necesidades básicas de la
población, como asegurar el suministro de comida, etc.
Es
probable, aunque de ningún modo seguro, que esta presión por
aumentar el control de la economía por parte de los gobiernos acabe
desembocando en un auge de los regímenes autoritarios y en un
declive de la democracia. Y una vez llegados aquí, me gustaría
acabar esta serie de artículos con una hipótesis sobre el futuro
político de Occidente, y con el permiso del lector haré un rodeo
que quizá le parecerá injustificado.
Titulé
la entrada anterior “La decadencia de Occidente” en homenaje al
filósofo alemán Oswald Spengler, autor de un fantástico libro del
mismo nombre hace aproximadamente un siglo, y junto con John Michael
Greer la mayor influencia de este blog. La obra de Spengler es
monumental y trata una ingente cantidad de temas diferentes, pero su
tesis principal es que la historia humana no se caracteriza por un
gran arco de progreso y civilización que llega hasta su clímax con
nuestra sociedad, sino por una sucesión de “culturas” diferentes
(egipcia, china, babilónica, india, antigua –grecorromana–,
etc.) que pasan por etapas similares o paralelas (a nivel
religioso, artístico, filosófico, político, económico, etc.) en
su evolución vital, análogas a las etapas de la vida de una persona
(infancia, florecimiento, madurez y vejez) o a las estaciones del año
(primavera, verano, otoño e invierno). Y como siguen etapas
similares, Spengler cree que podemos predecir a grandes rasgos como
serán las últimas etapas de nuestra propia cultura (la cultura
occidental, que Spengler bautizó con el nombre de “fáustica”),
a partir de lo que sabemos de culturas anteriores que ya completaron
su ciclo particular hace mucho tiempo.
En
el segundo volumen de “La decadencia de Occidente” Spengler trata
en detalle la evolución política en la cultura occidental (quien
haya leído suficiente a Greer ya sabe a grandes rasgos lo que viene
a continuación). Creía que la democracia de su tiempo (principios
del siglo XX) sería derrocada por “hombres fuertes”, hombres “de
cuño cesáreo”, basándose en gran parte en los eventos que
pusieron fin a la República en la Roma antigua, pero apoyándose
también en fenómenos similares acontecidos en otras culturas que
nunca llegaron a desarrollar sistemas políticos democráticos. En
palabras suyas:
“Así
como la monarquía inglesa en el siglo XIX, así los Parlamentos en
el XX serán poco a poco un espectáculo solemne y vano. Como allí
el cetro y la corona, así aquí los derechos populares serán
expuestos a la masa con gran ceremonia y reverenciados con tanto más
cuidado cuanto menos signifiquen. Esta es la razón de por qué el
prudente Augusto no desperdició ocasión de acentuar los usos
sagrados de la libertad romana. Pero ya hoy el poder se muda de casa,
y de los Parlamentos se traslada a círculos privados; igualmente las
elecciones se convierten en una comedia, lo mismo para nosotros que
en la antigua Roma. El dinero organiza las cosas en interés de los
que lo tienen, y las elecciones se tornan un juego preparado que se
pone en escena como si fuera la autonomía del pueblo”.
Al
leer este fragmento, a uno le entran escalofríos. ¿Nadie ha tenido
la sensación de que las elecciones de nuestro tiempo son una comedia
y de que no sirven para nada? ¿Que no importa cuál sea el
resultado, porque se hará lo que ordenen los que tienen dinero, y
por lo tanto, el poder? Y es que, según Spengler, esta etapa de las
culturas se caracteriza por “la dictadura del dinero”. Para él,
el poder del dinero cava la tumba de la democracia. “El
dinero manda, el dinero dirige; tal es el estado de las culturas
decadentes”.
“[El dinero] invadió
la vida del campo y movilizó el suelo; ha transformado en negocio
toda especie de oficio; invade hoy victorioso la industria para
convertir en su presa y botín el trabajo productivo de empresarios,
ingenieros y obreros”.
Ésta
es, se puede argumentar, la etapa en que nos encontramos en la
actualidad, a inicios del siglo XXI. La siguiente etapa de la
historia, no obstante, podría estar empezando a deslumbrar. La
dictadura del dinero acaba generando repugnancia y descontento entre
las masas, que buscan a quien les libere de ese dominio. Al cabo de
un tiempo, las formas institucionales sofisticadas que caracterizan a
esta época son suplantadas por lo que Spengler llama “cesarismo”:
“Llamo
cesarismo a la forma de gobierno que, pese a toda fórmula de derecho
público, es en su esencia completamente informe. Nada importa que
Augusto en Roma, Shi Huang-di en China, Amosis en Egipto, Alp Arslan
en Bagdad, envuelvan su posición en los nombres de viejos cargos. El
espíritu de estas viejas formas está muerto. Por eso todas las
instituciones, aunque sean conservadas trabajosamente, carecen ya de
sentido y peso. Lo único que significa algo es el poder personal que
ejercen por sus capacidades el César o, en su lugar, un hombre
apto”.
La
figura del César acaba con la omnipotencia del dinero y de la
economía como principios rectores de la sociedad, y vuelve a poner a
la política (a “la sangre”, en el florido lenguaje de Spengler)
en primer término. En esta última época, las disputas políticas
dejan de girar en torno a las ideologías abstractas y pasan a
hacerlo en torno a las personalidades de líderes carismáticos:
“Desde
que despunta la época imperial no hay ya problemas políticos. Las
naciones se las arreglan con las situaciones y los poderes que
encuentran. Torrentes de sangre habían enrojecido en la ‘época de
los Estados en lucha’ las calles de las ciudades mundiales para
realizar las grandes verdades de la democracia y conquistar derechos,
sin los cuales la vida no parecía valiosa y digna de ser vivida.
Pero ahora estos derechos ya están conquistados y, sin embargo, los
nietos no se deciden a emplearlos, ni aun bajo la amenaza de
castigos. Cien años más, y ya ni los historiadores comprenden las
viejas controversias”.
Nuevamente,
las similitudes con la época actual producen escalofríos. Hoy día
puede haber descontento con las autoridades políticas por el
deterioro económico experimentado la población. Pero es en su mayor
parte un descontento primitivo, sin ideas, sin ideologías. Ahora ya
no se debate sobre qué sistemas económicos deberían establecerse
en nuestra sociedad. Palabras como capitalismo o socialismo han
perdido su significado original para convertirse en insultos o en
elogios dependiendo de quien las pronuncie. Ya no importa su
significado; conversar sobre eso sólo produce hastío en el
populacho. Lo único que importa ahora es encontrar a quien traiga
prosperidad, da igual cómo lo haga. Y ese alguien, si seguimos la
narrativa de Spengler, son los césares, las figuras carismáticas
dispuestas a enfrentarse a las autoridades establecidas y contentar a
las masas.
Algunos
de los acontecimientos de los últimos años parecen indicar que
realmente nos estamos dirigiendo a esta última etapa de nuestra
historia, caracterizada por el retorno de la política y de las
grandes personalidades. Es innegable que alguien como Donald Trump
fue elegido en primer lugar por su personalidad carismática y por su
condición de “outsider”, no por sus ideas. Lejos de ahí, en
Europa del Este, la receta neoliberal aplicada tras la caída del
bloque comunista ha acabado desembocando en la llegada al poder de
varias
figuras de corte populista,
dispuestas a contentar a las masas poniendo al dinero al servicio de
la política, y no al revés. Es el caso de Viktor Orbán en Hungría,
Andrzej Duda en Polonia o, sobretodo, Vladimir Putin en Rusia. De
hecho, según Greer, los grandes populistas de la Europa de
entreguerras, como Benito Mussolini o Adolf Hitler, no eran sino los
primeros césares producidos por nuestra cultura, pero los resultados
de la Segunda Guerra Mundial y el boom de posguerra postergaron el
proceso de transición hacia el cesarismo. Por otro lado, el hecho de
que la gran superpotencia emergente (China) tenga un sistema político
autoritario en que las compañías privadas están al servicio de las
autoridades políticas, y no al revés, puede ser una señal más de
que los tiempos realmente están cambiando, y de que la política
está volviendo con fuerza a nuestra cultura, recuperando la
supremacía que el dinero le había quitado temporalmente.
Quién
sabe si la hipótesis del cesarismo terminará siendo correcta. ¿El
declive económico en el que estamos inmersos desembocará en el fin
de la “dictadura del dinero”? ¿Estamos esperando a los césares
que vendrán a derrocar a las actuales élites políticas y
económicas? ¿Supondrá eso el fin de las orgullosas democracias
occidentales?
Sólo
el tiempo lo dirá.
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