Vivimos
en una sociedad organizada jerárquicamente, ya sea en el trabajo, la
producción, la empresa o la administración, o en educación e
investigación científica. La jerarquía no es un invento de la
sociedad moderna. Sus orígenes han recorrido un largo camino, aunque
no siempre ha existido, y es que ha habido sociedades no jerárquicas
que funcionaban muy bien. Pero en el sistema jerárquico (o, lo que
es aproximadamente equivalente al sistema moderno burocrático) se ha
vuelto casi universal. Tan pronto como haya una actividad colectiva,
se organiza según el principio jerárquico, y la jerarquía de mando
y poder coinciden cada vez más con la jerarquía de salarios e
ingresos. De modo que la gente difícilmente puede imaginar que
podría ser de otra manera, y que ellos mismos podrían ser algo no
definido por su lugar en la pirámide jerárquica.
Los
defensores del sistema actual están tratando de justificarlo como el
único “lógico”, ”racional”, ”económico”. Ya hemos
intentado demostrar que estos “argumentos” son inútiles y no
justifican nada, que son falsos, considerados por separado y
contradictorios cuando se consideran juntos. Tendremos la oportunidad
de volver sobre este tema más adelante. Pero también se nos
presenta el sistema actual como el único posible, supuestamente
impuesto por las necesidades de la producción moderna, por la
complejidad de la vida social, la complejidad de la producción
social, la envergadura alcanzada por todas las actividades, etc.
Intentaremos demostrar que no es así y que la existencia de una
jerarquía es radicalmente incompatible con la autogestión.
Autogestión y jerarquía de
mando
Decisión
colectiva y problema de representación
¿Qué
significa socialmente el sistema jerárquico? Que un grupo de
personas dirige la empresa y otros simplemente ejecutan sus
decisiones; también, este es el grupo que recibe los ingresos más
altos, se beneficia de la producción y el trabajo de la empresa
mucho más que otros. En resumen, esa sociedad está dividida en una
capa que tiene el poder de tomar decisiones y dispone
de privilegios, y el resto está desposeído de ellos. La
jerarquía o la burocratización de todas las actividades sociales es
hoy en día la forma cada vez más extendida de la división de la
sociedad. Como tal, es tanto un resultado como una causa del
conflicto que desgarra a la sociedad.
Si este
es el caso, es ridículo preguntarse: ¿La autogestión, el
funcionamiento y la existencia de un sistema social autodirigido es
compatible con el mantenimiento de la jerarquía? Es como preguntarse
si la abolición del actual sistema penitenciario es compatible con
el mantenimiento de guardias de prisiones, supervisores y
superintendentes de prisión. Pero como sabemos, lo que huelga decir
es mejor decirlo. Especialmente desde que, durante milenios, hemos
estado metiendo en la cabeza de las personas desde su más tierna
infancia la idea de que es “natural” que algunos de ellos manden
y otros obedezcan, unos son superfluos y de los otros no hay
suficientes.
Queremos
una sociedad autogestionada. ¿Qué quiere decir eso? Una sociedad
que se gestiona, es decir, se dirige a sí misma. Pero hay que ser
más preciso. Una sociedad autogestionada es una sociedad donde todas
las decisiones son tomadas por la comunidad a la que concierne el
objeto de esas decisiones. Es decir, un sistema en el que aquellos
que desempeñan una actividad deciden colectivamente qué necesitan
hacer y cómo quieren hacerlo, con los únicos límites que
establecen la coexistencia con otras colectividades. Por ejemplo, las
decisiones que afectan a los trabajadores en un taller deben ser
tomadas por los trabajadores de ese taller; aquellas que conciernen a
varios talleres al mismo tiempo, por el conjunto de todos los
trabajadores a los que les concierne, o por los delegados elegidos y
revocables; y si concierne a toda la empresa, por todo el personal de
la empresa; los relativos a un barrio, por los habitantes del barrio;
y los que conciernen a toda la sociedad, por todas las mujeres y
hombres que viven allí.
Pero,
¿qué significa decidir?
Decidir,
es decidir por uno mismo. No es dejar la decisión a “personas
competentes”, sujetas a un vago “control”. Tampoco se trata de
elegir a aquellos que van a decidir. No se trata de lo que hacen los
franceses una vez cada cinco años, a esos que después aprobarán
las leyes. No se trata de elegir a aquellos que decidirán la
política del país durante los próximos siete años. No se trata de
que después el poder quede enajenado en manos de los
“representantes”, que por este motivo no pueden ser sus
representantes. Efectivamente, la designación de representantes y
delegados, por las diferentes colectividades, como la existencia de
comités o consejos formados por tales delegados, será, en muchos de
los casos, indispensable. Pero no será compatible con la autogestión
si estos delegados no representan verdaderamente a la comunidad de
donde emanan, y esto implica que permanecen sujetos a su poder. Esto
significa, a su vez, que no solamente los elige, sino que también
puede revocarlos cuando lo considere necesario.
Así que
se puede decir que hay una jerarquía de mando formada por “personas
competentes” y, en principio, inamovibles por un período de tiempo
determinado (y que como la experiencia lo demuestra, se vuelven
prácticamente inamovible para siempre), esto significa que no hay ni
autogestión ni siquiera “gestión democrática”. Esto equivale a
decir que la comunidad está dirigida por personas cuya gestión de
los asuntos comunes se ha convertido ahora en un asunto de interés y
que, de hecho o de derecho, están más allá del poder de la
comunidad.
Toma
colectiva de decisiones, formación e información
Por otra
parte, decidir es tomar una decisión con conocimiento de causa. Ya
no es la comunidad la que decide, aunque se vote formalmente, si
solamente alguno o algunos son los que disponen de la información y
definen los criterios bajo los cuales se toma una decisión.
Esto
significa que aquellos que deciden deben disponer de toda la
información pertinente y estar a su disposición. Pero, también,
que puedan definir ellos mismos sus criterios a partir de los cuales
pueden decidir. Y para hacer esto, deben tener cada vez una formación
más amplia. Sin embargo, una jerarquía de mando implica que
aquellos que deciden tienen -o más bien pretenden tener- un
monopolio de la información y formación, y en todo caso, tienen
acceso privilegiado a ella. La jerarquía se basa en este hecho, y
tiende constantemente a reproducirlo. Porque en una organización
jerárquica, toda la información surge de la parte superior y no
desciende de ella, ni circula (en realidad, circula, pero contra las
reglas de la organización jerárquica). También todas las
decisiones se toman de arriba hacia abajo, por aquellos que no tienen
que ejecutarlas. Es más o menos lo mismo que decir que hay una
jerarquía de mando, y decir que estas dos circulaciones van cada una
en una sola dirección: en lo más alto se recoge y absorbe toda la
información que se presenta, y sólo se redistribuye a los miembros
en el mínimo estrictamente necesario para la ejecución de las
órdenes que solamente emanan de él. En tal situación, es absurdo
pensar que podría haber autogestión, o incluso “gestión
democrática”.
¿Cómo
podemos decidir si no tenemos la información necesaria para tomar
las decisiones correctas? ¿Y cómo podemos aprender a decidir si
siempre nos han reducido a ejecutar lo que otros han decidido? Tan
pronto como se establece una jerarquía de mando, la comunidad se
vuelve opaca para ella misma, y se produce un enorme despilfarro. Se
vuelve opaca, porque la información está retenida en la parte
superior. Un despilfarro porque los trabajadores desinformados o mal
informados no tienen acceso a la información y no saben lo que
deberían saber para llevar a cabo su labor, y sobre todo porque las
capacidades colectivas para dirigirse, como también la inventiva e
iniciativa, formalmente reservadas a la cadena de mando, están
obstaculizadas e inhibidas a todos los niveles.
Por lo
tanto, querer autogestión – o incluso “gestión democrática”,
si la palabra democracia no se utiliza con fines puramente
decorativos, y querer mantener una jerarquía de mando es una
contradicción en sus términos. Sería mucho más coherente
formalmente, decir, como hacen los partidarios del sistema actual: la
jerarquía de mando es indispensable, así que no puede haber ninguna
sociedad autogestionada.
Pero eso
no es cierto. Al examinar las funciones de la jerarquía, es decir,
para qué se utiliza, podemos ver que, en su mayor parte, sólo
tienen sentido y existen de acuerdo con el sistema social actual, y
que otras, aquellas que conservarían el sentido y la utilidad en un
sistema social autogestionado, podrían fácilmente ser
colectivizadas. No podemos discutir, dentro de los límites de este
texto, el alcance íntegro de la cuestión. Intentaremos esclarecer
algunos aspectos importantes de esto, refiriéndonos principalmente a
la organización de la empresa y a la producción.
Una de
las funciones más importantes de la jerarquía estriba en organizar
la coacción. Así las cosas, y por ejemplo, en el trabajo, sea en
talleres o en oficinas, una parte fundamental de la “actividad”
del aparato jerárquico, desde los jefes de equipo hasta la propia
dirección, consiste en vigilar, en controlar, en sancionar, en
imponer de forma directa o indirecta la “disciplina” y la
ejecución con arreglo a las órdenes recibidas. ¿Y por qué hace
falta organizar la coacción? ¿Por qué es preciso que exista esta
última? La razón parece sencilla: los trabajadores no suelen
mostrar un gran entusiasmo a la hora de hacer lo que la dirección
quiere que hagan. Y es que ni el trabajo ni lo que producen les
pertenecen, porque se sienten alienados y explotados, y porque en
modo alguno han decidido lo que deben hacer, cómo hacerlo y el
destino que habrá que darse a lo producido. Existe, en suma, un
conflicto permanente entre quienes trabajan y entre quienes dirigen
el trabajo ajeno y le sacan provecho. Así las cosas, debe haber
jerarquía para organizar la coacción, de la misma forma que debe
existir coacción por cuanto hay división y conflicto, esto es,
porque hay jerarquía (*).
De manera
más general, es común que la jerarquía se nos presente como un
instrumento que permite regular los conflictos. De esta forma se
oculta que la jerarquía es en sí misma el origen de un conflicto
permanente. Porque mientras exista un sistema jerárquico se revelará
siempre un conflicto radical entre el estrato dirigente y
privilegiado, por un lado, y el resto de categorías, condenadas a
meras tareas de ejecución (*).
Dicen que
si no hay coacción, no habrá disciplina, todo el mundo haría lo
que le diese la gana, y sería un caos. Pero aquí se presenta otra
vez un sofisma. La pregunta no es si es necesaria o no la disciplina,
sino qué disciplina, decidida por quién, controlada por quién, en
qué forma y con qué propósito. Los propósitos a los que sirve la
disciplina son ajenos a las necesidades y deseos de aquellos que
deben alcanzarlos, pero las decisiones que les concierne con relación
a esos fines y las forma de la disciplina son externas, y más
apremiante es su cumplimiento.
Una
colectividad autogestionada no es en modo alguno una colectividad sin
disciplina: es, antes bien, una colectividad que decide por sí misma
su disciplina y que, llegado el caso, determina las sanciones contra
quienes la vulneran. En lo que atañe al trabajo, la cuestión
correspondiente no puede discutirse en serio si se concibe la empresa
autogestionada como algo completamente igual a las empresas hoy
existentes, con la sola modificación que nace de la desaparición de
la estructura jerárquica. En las empresas de hoy se impone a las
personas un trabajo que les resulta ajeno y en relación con el cual
nada tienen que decir. Lo que sorprende en este terreno no es que
muestren su oposición, sino, antes bien, que no la hagan valer con
mayor frecuencia (*). Uno sólo puede creer por un momento que su
actitud hacia la relación laboral no seguiría siendo la misma
cuando su relación con su trabajo se transforme y se conviertan en
los dueños. Por otra parte, incluso en los negocios contemporáneos,
no hay una sola disciplina, sino dos. Hay disciplina que se ejerce a
través de la coerción y las sanciones económicas u otras formas
que el aparato jerárquico trate de imponer. Y hay una disciplina,
mucho menos evidente pero no menos fuerte, que emerge dentro de los
grupos de trabajo de un equipo o taller, y que, por ejemplo, aquellos
que se extralimitan y aquellos que no hacen lo suficiente, no son
tolerados. Los grupos humanos nunca han sido y nunca serán unos
conglomerados caóticos de individuos impulsados únicamente por el
egoísmo y la lucha de unos contra otros, como los ideólogos del
Capitalismo querrían y la burocracia, que representa nada más que a
sus propios intereses. En los grupos, y en particular aquellos que
están comprometidos en una tarea común permanente, se plantean
siempre estándares de comportamiento y presión colectiva para
mantenerlos.
Autogestión,
competencia y toma de decisiones
Volvamos
ahora a la otra función esencial de la jerarquía, que es
independiente de la estructura social contemporánea: las funciones
de decisión y de gestión. La pregunta es la siguiente ¿Por
qué las colectividades afectadas no pueden llevar a cabo esta tarea
ellos mismos, gestionarse y decidir por sí mismos para ellos mismos?
¿Por qué tiene que haber un grupo especial de personas, organizadas
en un aparato separado, que son las que deciden y dirigen? A
este respecto, los defensores del sistema actual ofrecen dos tipos de
respuestas. Una se basa en la invocación del “conocimiento” y de
la “competencia”: significa que aquellos que saben o son
competentes, deciden. Afirman, en palabras más o menos encubiertas,
que es necesario de todos modos que algunas personas decidan, porque
de lo contrario sería el caos, en otras palabras, porque la
colectividad sería incapaz de dirigirse a sí misma.
Nadie
discute la importancia del conocimiento y la competencia y, sobre
todo, el hecho de que hoy en día algunos conocimientos y
competencias están reservados a una minoría. Pero de nuevo se
recurre a estas apreciaciones sólo para ocultar falacias. No son los
que tienen más conocimientos y aptitudes en general los que lideran
el sistema actual. Los que dirigen son los que se han mostrado
capaces de ascender en el aparato jerárquico, o los que, en función
de su entorno familiar y social, han seguido la senda correcta desde
el principio, después de haber obtenido algunos diplomas. En ambos
casos, la “competencia” requerida para mantenerse o elevarse en
el aparato jerárquico se refiere mucho más a la capacidad de
defenderse y superar en la competencia frente a otros, camarillas y
clanes dentro del aparato jerárquico-burocrático, que a la
capacidad de dirigir el trabajo colectivo. En segundo lugar, no es
porque alguien o unos pocos posean conocimientos o aptitudes técnicas
o científicas sea la mejor manera de confiarles la gestión de un
conjunto de actividades. Usted puede ser un ingeniero excelente en su
especialidad, pero no puede “administrar” todo el departamento de
una fábrica. Basta con observar lo que está ocurriendo a este
respecto. Los técnicos y especialistas están generalmente
confinados a su campo particular. Los “líderes” se rodean de
unos pocos asesores técnicos, recogen sus opiniones sobre las
decisiones a tomar (opiniones que a menudo difieren entre ellos) y
finalmente “deciden”. Esto demuestra claramente lo absurdo del
argumento. Si el “oficial” decidiese basándose en su “saber”
y “competencia”, debería ser conocedor y competente en todo, ya
sea directamente o para decidir cuál de las opiniones divergentes de
los especialistas es mejor. Esto es obviamente imposible, y los
líderes deciden arbitrariamente sobre la base de su “juicio”.
Sin embargo, este “juicio” de una sola persona no tiene ninguna
razón para ser más que eso. Más valdría que el juicio se formase
en una comunidad autogestionada, basándose en una experiencia real
infinitamente mayor que la de un solo individuo.
Autogestión,
especialización y racionalidad
El
conocimiento y la competencia son, por definición, especializados, y
cada día más. Fuera de su campo especial, el técnico o
especialista no es más capaz de tomar una buena decisión que
cualquier otra persona. Incluso dentro de su dominio particular, su
punto de vista es inevitablemente limitado. Por un lado, ignora otras
áreas, que necesariamente interactúan con las suyas y,
naturalmente, tiende a descuidarlas. Así pues, tanto en las empresas
como en las administraciones actuales, la cuestión de la
coordinación “horizontal” de los servicios de gestión es una
pesadilla perpetua. Se cuenta con una larga trayectoria en el
establecimiento de especialistas en coordinación para coordinar las
actividades de los especialistas en gestión – que no pueden
dirigirse por sí mismos. Por otra parte, y sobre todo, los
especialistas colocados en el aparato de gestión están así
separados del propio proceso productivo, de lo que está ocurriendo,
de las condiciones en las que los trabajadores tienen que realizar su
trabajo. La mayor parte del tiempo, las decisiones tomadas por las
oficinas tras unos cálculos minuciosos, perfectos sobre el papel,
resultan inaplicables tal como son, porque no han tenido
suficientemente en cuenta las condiciones reales en las que deberán
aplicarse. Sin embargo, estas condiciones reales, por definición,
sólo las conoce la colectividad obrera. Todo el mundo sabe que este
hecho es, en las empresas contemporáneas, fuente de conflictos
perpetuos e inmensos despilfarros.
Por otra
parte, los conocimientos y las habilidades pueden ser utilizados
racionalmente si quienes los poseen los reintegran a la colectividad
de productores, si se convierten en parte de las decisiones que esta
colectividad tiene que tomar. La autogestión requiere de la
cooperación entre aquellos con conocimientos o habilidades
especiales y aquellos que realizan un trabajo productivo en sentido
estricto. Es totalmente incompatible con una separación de estas dos
categorías. Sólo si se lleva a cabo esta cooperación será posible
aprovechar plenamente estos conocimientos y competencias, mientras
que hoy en día sólo se utilizan para un pequeño número de
proyectos. Esto se debe a que los que las poseen están confinados en
tareas limitadas, limitadas por la división del trabajo dentro del
aparato de gestión. Por encima de todo, sólo esta cooperación
puede garantizar que el conocimiento y la competencia se pongan al
servicio de la comunidad, y no para fines particulares.
¿Podría
tener lugar tal cooperación sin conflictos entre los “especialistas”
y el resto de trabajadores? Si
un especialista afirma, sobre la base de sus conocimientos
especializados, que un metal determinado, por poseer tales
propiedades, es el más adecuado para una determinada herramienta o
pieza, no veo por qué se iban a plantear objeciones gratuitas por
parte de los trabajadores. Incluso en este caso, sin embargo, una
decisión racional también requiere que los trabajadores no sean
ajenos a ella – por ejemplo, porque las propiedades del material
elegido juegan un papel importante durante el mecanizado de piezas o
herramientas. Pero las decisiones realmente importantes sobre la
producción siempre tienen una dimensión esencial sobre el papel y
lugar de los hombres en la producción. En esto, por definición, no
hay conocimiento y ninguna habilidad que pueda tener prioridad sobre
el punto de vista de aquellos que realmente tendrán que hacer el
trabajo. Ninguna organización de una cadena de producción o montaje
puede ser racional o aceptable si se ha decidido sin tener en cuenta
las opiniones de quienes trabajarán en ella. Debido a que no tienen
esto en cuenta, actualmente estas decisiones son casi siempre
defectuosas, y si la producción todavía funciona, es porque los
trabajadores se organizan para hacer que funcione, rompiendo las
reglas e instrucciones “oficiales” sobre la organización del
trabajo. Pero incluso si se supone que son “racionales” desde el
punto de vista estrecho de la eficiencia productiva, estas decisiones
son inaceptables precisamente porque se basan, y sólo pueden basarse
en el principio de “eficiencia productiva “. Esto significa que
tienden a subordinar completamente a los trabajadores al proceso de
fabricación y a tratarlos como partes del mecanismo productivo. Esto
no se debe a la maldad de la gestión, su estupidez, o incluso
simplemente a la búsqueda de ganancias. (Prueba que la “Organización
del trabajo” es rigurosamente la misma en los países del Este y
los países Occidentales). Esta es la consecuencia directa e
inevitable de un sistema donde las decisiones son tomadas por otros
que no sean los que debieran tomarlas; tal sistema no puede tener
otra “lógica”.
Pero una
sociedad autogestionada no puede seguir esta “lógica”. Su lógica
es muy diferente, es la lógica de la liberación del hombre y de su
desarrollo. Es posible que la comunidad de trabajadores decida -y en
nuestra opinión sería correcto hacerlo- , unas jornadas de trabajo
menos extenuantes, menos absurdas, más libres y más felices son
infinitamente mejor que unos trozos extra de chatarra. Y para tales
elecciones, absolutamente fundamentales, no existe un criterio
“científico” u “objetivo” que valga la pena: el único
criterio es la opinión de la colectividad misma sobre lo que
prefiere, basada en su experiencia, necesidades y deseos.
Esto es
cierto para toda la sociedad en su conjunto. No existe ningún
criterio “científico” que permita a nadie decidir que es mejor
para la sociedad disponer de más tiempo libre el año que viene en
lugar de más consumidores o a la inversa, un crecimiento más rápido
o más lento, etc. Quien dice que tales criterios existen es un
ignorante o un impostor. El único criterio que tiene sentido en
estos ámbitos es el que quieren los hombres y mujeres que conforman
la sociedad, y eso solo puede decidirlo y nadie más puede hacerlo
por ellos.
Cornelius
Castoriadis -Noticias
de abajo
Texto escrito en
colaboración con Daniel Mothe, publicado
en Aujourd’hui,
n°8, 1974, reimpreso en «
Le contenu du socialisme »,
UGE , 1979
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