LAS MISERIAS DEL CAPITALISMO VERDE
Primera Parte
Todos hemos estudiado biología en el cole (ciencias naturales, en mi época). Los libros correspondientes nos decían, por ejemplo, que los ecosistemas se libran de sus desechos y reponen los elementos que necesitan según un proceso coherente y continuo: cuando la materia orgánica de un árbol (hojas y ramas) muere y cae al suelo, se descompone y forma nutriente natural que, junto con el agua y la energía solar, es asimilada por el sistema radicular y fotosintético del mismo árbol.
Es decir,la
naturaleza funciona constantemente según ciclos cerrados,
ajustados y
perfectamente equilibrados, tras millones de años de
‘experimentación’.
Pienso que se puede añadir algo más: durante todo este proceso, ese
mismo árbol participa en el ciclo del carbono -absorbe una pequeña
parte de la energía que le llega para fijar el CO2 en
su propia estructura- donde se recicla a tasas superiores al 99%
(nuestra civilización no recicla nada a escala amplia por encima del
50%); y usa la mayor parte de la energía incidente en participar en
ciclo del agua de la biosfera -subiendo los nutrientes que necesita
desde el suelo hasta las ramas y las hojas-. 
Un árbol, además,
presenta un elevadísimo nivel de autorreparación, resiste las duras
inclemencias del tiempo como pocas estructuras humanas lo hacen,
puede vivir durante milenios y, mientras tanto, generar un bosque y
alimentar a humanos y a animales. Y por si fuera poco, crea a su
alrededor un microclima cuya sombra es más eficiente para enfriar el
suelo que nuestros mejores aires acondicionados. En definitiva, un
árbol, como dice Carlos de Castro, “es
una máquina de eficiencia y capacidad a años luz de lo que el mejor
ingeniero podría soñar”.[1]
La revolución verde: adiós a los ciclos cerrados
     En
los años 50, el empleo masivo de nutrientes químicos aceleradores
de producción de biomasa por parte de la nueva agricultura
industrial, con el fin de obtener más cantidad de alimento, rompió
el ciclo de la materia orgánica. Efectivamente, el modelo
agroindustrial puede alardear de haber obtenido un incremento
espectacular de rendimientos, pero lo ha hecho a
base de insumos químicos, de mecanización y de simplificación,
quebrando el equilibrio metabólico y la racionalidad ecológica
inherente a la agricultura anterior,
tradicional, enraizada en sus contextos geográficos y climáticos.
Así pues, el ciclo de la materia orgánica, abierto y mantenido a
base de insumos sumamente nocivos, ha certificado una dependencia
total de la agroindustria respecto a los fertilizantes químicos y al
petróleo con el que se fabrican.
Toda la cadena alimentaria, de hecho, ha sufrido un progresivo
desarraigo local para convertirse en un sector extremadamente
petrodependiente y profundamente ineficiente en términos
energéticos. La viabilidad de este sistema, teniendo en cuenta que
nos acercamos peligrosamente a los límites de los recursos (suelo
fértil, agua dulce, petróleo, fertilizantes, etc.), está
claramente en entredicho. Pero se le ha llamado, curiosamente,
revolución
verde.
     Medio
siglo después ya somos el doble de almas en este planeta, pero a
costa de introducir en el circuito de materia orgánica -antes
cerrado- elementos tóxicos y no reciclables. Debido a ello, la
agroindustria es una de las actividades que más contamina, consume
una desmedida cantidad de agua y energía, y destruye la
biodiversidad del planeta.
Pero si todo esto supone un montón de graves problemas, debemos
entender que si falla la aportación de agrotóxicos -lo cual está
empezando a suceder tras el pico del petróleo y a la espera de un
colapso inevitable- este agrosistema artificial se desploma.
Sobreviene entonces la muerte súbita, materializada en
desertificación y hambruna universal. Un revolución, sí, pero tan
negra como el petróleo que la alimenta.
     Con
estos mimbres, podemos afirmar que estamos ante una estrategia
profundamente antieconómica: por lo de pronto, a causa de tanto
insumo tóxico (fertilizantes y fitosanitarios) el suelo está
envenenado y perdiendo su fertilidad. Y cuanto más se empobrece, más
fertilizantes agrotóxicos derivados del petróleo necesita. Así que
en realidad Michael Pollan tiene toda la razón al decir que “cuando
comemos del sistema alimentario industrial, estamos comiendo petróleo
y vomitando gases de efecto invernadero”[2].
La cuestión de fondo aquí es que a aquél, que se nutre de una
agricultura de ciclo abierto mantenida a base de agrotóxicos para el
suelo, plantas y animales, no le interesa cerrar los ciclos de
materia, de la misma manera que no le interesa la alimentación sana,
ni la conservación de los ecosistemas. Su
interés es puramente económico y cortoplacista, basado en el
comercio de grandes distancias y el monocultivo de enormes
extensiones, abastecido indirectamente por las grandes corporaciones
petroleras.
Antieconomía pura y dura.
El capitalismo verde: la naturaleza como negocio
     Tras
la revolución
verde,
llegó el capitalismo
verde,
que no es ni más ni menos que considerar la naturaleza como un gran
depósito de recursos infinito y dispuesto a ser explotado por los
seres humanos sin más miramientos ni objeciones. Obviamente, esto
lleva a una profunda degradación de multitud de ecosistemas, como
vemos con los agrocombustibles o
los cultivos
de soja para pastos.
En la selva amazónica, por ejemplo, ya se ha deforestado una
superficie de selva similar al territorio de toda Alemania.[3] En
el Cono Sur, donde la soja se extiende con voracidad, se están
perdiendo nutrientes a marchas forzadas por la agresividad de este
monocultivo, al tiempo que el suelo y el agua son contaminados por el
glifosatos y otros agroquímicos. La producción de aceite de palma,
principal insumo para la elaboración de biodiésel, responsable a su
vez tala y quema de las hermosas y ricas selvas de Indonesia, genera
el triple de gases de efecto invernadero que los combustibles
fósiles[4].
Son apenas tres ejemplos de las bondades de estecapitalismo
verde.
    Este
nuevo invento, creado para hacer realidad el ansiado desarrollo
sostenible (por
otro lado, una evidente contradicción de términos) afirma que, en
virtud de las nuevas modalidades de reciclaje y de la innovación
tecnológica, las mercancías y los procesos productivos son cada vez
menos dañinos para el medio ambiente, por lo que todo
el contenido de ese centro comercial que es la biosfera puede ser
expropiado, apropiado y valorizado como cualquier mercancía.
Y ahora llegamos al quid de la cuestión -y a su razón de ser-: el
mercado es la herramienta ideal para reparar los problemas
medioambientales existentes. La
solución, pues, pasaría por la privatización y la mercantilización
de la naturaleza.
Ni más ni menos. Un disparate mayúsculo que la gran industria nos
ha colocado con lacito incluido. Abordaré el tema del descarado
vínculo entre capitalismo verde y estrategia neoliberal en los
siguientes capítulos. Por lo de pronto, bastan las palabras de
Alejandro Nadal: “el
capital verde no es la solución a los graves problemas ambientales y
mucho menos a la creciente desigualdad. Es una justificación
ideológica a la necesidad de asegurar la continuidad de una relación
social de explotación clasista“[5].
     Como
el capitalismo ha demostrado tener siempre una gran capacidad para el
cambio tecnológico, se entiende que ahora también encontrará la
solución adecuada. Así pues, en virtud de un tecnooptimismo
profundamente
irracional -un descargo de conciencia, más bien-, la economía
capitalista generará una serie de tecnologías que permitirán,
entre otras virtudes, reducir el consumo energético y material
(ignorando el famoso efecto
rebote o Paradoja
de Jevons,
y desafiando, de paso, las leyes de la termodinámica), arreglar los
desaguisados ecológicos y todo ello creando un flujo de inversiones
que permita la introducción masiva de las innovaciones
correspondientes. La realidad, por el contrario, es que, con una
política macroeconómica orientada a cuidar los intereses del
capital financiero (pues los capitalistas necesitan de expectativas
de ganancias) y una inversión energética y material enorme en
sectores industriales claramente perjudiciales (automóvil,
siderurgia, minería, agricultura y ganadería industrial), la
capacidad transformadora del sistema capitalista va a estar -ya lo
está- fuertemente debilitada.
     Pienso
que en lugar de estimular el crecimiento infinito de la tecnología,
dependiente, como digo, de minerales básicos y, dicho sea de paso,
con unos balances de carbono muy negativos, deberíamos apostar por
hacerla más accesible, producirla con menos recursos, emplearla de
otro modo y diseñarla de tal forma que los dispositivos de los que
se sirva puedan preservarse largo tiempo en funcionamiento. El
problema es que la tecnociencia sigue empeñada en crecer, en
aumentar el PIB (un
pésimo indicador de bienestar) y en hacerle el servicio a
un capitalismo
verde que
no sólo yerra en el intento de conseguir esa pirueta imposible
del desarrollo
sostenible,
sino que es, como han demostrado los hechos, claramente
incompatible con la reducción de la emisión de gases de efecto
invernadero, con la disminución del empleo de energías fósiles y
de agua, y con la preservación de la biodiversidad.
Si a esto sumamos el agotamiento acelerado del ‘almacén’ de
materias primas y recursos no energéticos del planeta, la amenaza
parece ya bastante más que seria.[6]
El imposible desarrollo sostenible
     Dejo
para el final algunas pinceladas en torno a la idea de desarrollo
sostenible,
desde hace años tan trillada como absurda. De entrada, la buena
acogida que tuvo en su momento (aún la tiene, sorprendentemente), se
debe en gran parte a la deliberada y controlada dosis de ambigüedad
que conlleva. Asume
una preocupación por la salud de los ecosistemas pero la desplaza,
como hemos visto hace varios párrafos, hacia el campo de la gestión
económica.
Esta indefinición y aquella ambigüedad hacen que las buenas
intenciones (si las hubiera) se queden en eso. Tras el Primer Informe
del Club
de Roma, ‘Los
límites del crecimiento’ se adoptó el término
de ecodesarrollo para
tratar de conciliar el aumento de producción (reclamado por el
Tercer Mundo) con el respeto a los ecosistemas marinos y terrestres.
Sin embargo, a instancias de Henry Kissinger (en aquellos tiempos
Secretario de Estado con el presidente Gerald Ford), el término se
fue modificando hasta que por fin se adoptó el de desarrollo
sostenible.
Naciones Unidas entendió que los economistas más convencionales
aceptarían sin recelo la modificación, ya que se podía seguir
promoviendo el desarrollo tal y como lo venían entendiendo ellos
mismos. Así lo expresa Timothy O’Riordan: “la
engañosa simplicidad del término y su significado aparentemente
manifiesto ayudaron a extender una cortina de humo sobre su inherente
ambigüedad”.[7]
     Así
las cosas, desde que Donella Meadows pusiera en entredicho las
nociones de crecimiento y desarrollo utilizadas
en economía, venimos asistiendo a un peligrosísimo abandono de las
preocupaciones que el propio informe que ella dirigió en 1972
suscitaban: si el actual incremento de la población mundial, la
industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y
la explotación de los recursos naturales se mantienen sin variación,
alcanzarán los límites absolutos de crecimiento en la Tierra
durante los próximos cien años. La tesis principal que defiende el
estudio es que, en
un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial
(población, producto per cápita), no son sostenibles.
De esta manera, el planeta pone límites al crecimiento, empezando
por los recursos naturales no renovables, la tierra cultivable
finita, y la capacidad de los ecosistemas para absorber la polución
producto del quehacer humano.
     Veinte
años después de este serio aviso, parecía que había cierto
consenso en la comunidad científica, como lo atesora el documento
elaborado por la UCS (Union of Concerned Scientists) de EEUU en 1992.
Los 1.700 científicos firmantes, daban cuenta de su espíritu
radical:
“Los
seres humanos y el mundo natural están en camino de colisión […]
Muchas de nuestras prácticas actuales ponen en riesgo serio el
futuro que deseamos para la sociedad humana y los reinos animal y
vegetal […] Se necesitan urgentemente cambios fundamentales si es
que queremos evitar nuestro presente camino de colisión. No
disponemos de más de una o dos décadas para revertir los peligros
que ahora tenemos si queremos evitar que el progreso de la humanidad
quede enormemente disminuido”.[8] 
Pero todo ha
sido un espejismo; no
sólo no hemos revertido los cambios, sino que continuamos
imprimiento más y más velocidad a los mismos procesos que nos
llevan al desastre.
Carlos de Castro se sirve de un buen ejemplo: “el
Titanic ya ha chocado con el iceberg y además lo ha hecho
acelerando”.[9] Es
evidente que la tendencia imperante -en general, no sólo entre
políticos y economistas- es asumir acríticamente la meta del
crecimiento (o desarrollo económico). La cultura
del silencio sobre
todo lo que tenga que ver con cuestionar este dogma, propiciada, en
parte, por la retórica del desarrollo
sostenible,
es difícilmente discutible y supone para Godfrey M’Meweriria una
“corrupción
de nuestro pensamiento, nuestras mentes y nuestro
lenguaje”[10]. Debemos
bajar del pedestal la idea misma de crecimiento económico como algo
deseable y
advertir, como lo hace José Manuel Naredo, que “la
sostenibilidad no será fruto de la eficiencia y del desarrollo
económico, sino que implica sobre todo decisiones sobre la equidad
actual e intergeneracional”.[11]
    En
definitiva, el
término desarrollo
sostenible nos
sirve para mantener la fe en el crecimiento mientras escapamos de la
problemática ecológica y las connotaciones éticas que éste
implica.
Por mucho que las referencias a la sostenibilidad abunden por
doquier, poca voluntad se aprecia en acometer la necesaria
reconversión social que conlleva: desandar críticamente el camino
andado, volver a conectar lo físico con lo monetario y la economía
con las ciencias de la naturaleza. Hervé Kemp va un poco más lejos
cuando dice que “el
desarrollo sostenible tiene la única función de mantener los
beneficios y evitar el cambio de costumbres modificando escasamente
el rumbo”.[12] Serge
Latouche nos lleva hasta el fondo de la cuestión: “Desarrollo
es una palabra tóxica, sea cual sea el adjetivo con que se
disfrace”.[13]
[1] Carlos de Castro, Defensa del
 gaiarquismo.
[2] Michael Pollan, En defensa de la comida.
[3] Julio García Camarero, La revolución
 verde y los eufemismos del capitalismo verde(Artículo).
[4] Nazaret Castro, ¿Qué comen los
 automóviles? (Artículo).
[5] Alejandro Nadal, ¿Qué es el
 capitalismo verde?.
[6] Jean Gadrey, Florent Marcellesi, Borja Barraguè, Adiós
 al crecimiento.
[7] Timothy O’Riordan, La política de la
 sostenibilidad.
[8] UCS, Alerta a la humanidad.
[9] Carlos de Castro, Defensa del
 gaiarquismo.
[10] Godfrey M’Meweriria, Tecnología,
 desarrollo sostenible y desequilibrio.
[11] José Manuel Naredo, Sobre el origen,
 el uso y el contenido del término desarrollo sostenible (Artículo).
[12] Hervé Kempf, Cómo los ricos destruyen
 el planeta.
13] Serge Latouche, Pequeño tratado del
 decrecimiento sereno.
En la primera entrega de esta serie explicamos en qué consistió la revolución verde, transitamos hacia una nueva forma de entender la naturaleza que, allá por los años 70, (mal)llamamos capitalismo verde, para al final acabar con unas pinceladas acerca del concepto e historia del famoso desarrollo sostenible. El texto pasó por encima un par de cuestiones sobre las que me gustaría profundizar un poco más: la Paradoja de Jevons (o efecto rebote) y la desmaterialización de la economía, que puede entenderse como el estadio final en la búsqueda de una eficiencia tecnológica cada vez mayor.
La (deliberadamente ignorada) Paradoja de Jevons
     Podríamos
 pensar que la eficiencia tecnológica -que se traduce en un descenso
 del consumo de energía por unidad producida- debería proporcionar
 como resultado una disminución del impacto ecológico total (en
 cuanto a mitigar el cambio climático o a reducir la contaminación)
 pero el denominado efecto
 rebote nos
 dice que la realidad no es así, pues a medida que aumenta la
 eficiencia con la que se usa un recurso, el consumo de dicho recurso
 aumenta. En concreto, la Paradoja
 de Jevons implica
 que la
 mayor eficiencia que proporciona el perfeccionamiento tecnológico
 puede, a la postre, aumentar el consumo total de energía. De hecho,
 es exactamente lo que pasa.
     Es
 un fenómeno que descubrió William Jevons a finales del siglo XIX y
 que, dicho sea de paso, es ampliamente ignorado por el mundo de la
 política y la economía, que no cesa en su constante bombardeo de
 llamadas a la ‘innovación’ y a la ‘eficiencia’ como si por
 sí solas fueran a arreglar algo. La cuestión es que, en tanto que
 el sistema socioeconómico vigente necesita crecer (y hacerlo,
 además, a buen ritmo), los esfuerzos en la eficiencia terminan
 invertidos en crecimiento, con lo que a la larga obtenemos un mayor
 consumo y no un mayor ahorro. Dicho de otro modo, las
 propuestas de eficiencia que no cuestionan el crecimiento económico
 terminan provocando un mayor consumo de recursos,
 pues, en palabras de Antonio Turiel, “sin
 modificar otros factores resulta que se está dando un incentivo
 para consumir más de ese producto si su mayor consumo nos reporta
 una ventaja, ya que con la misma renta disponible podremos consumir
 más; peor aún, quien antes no podía acceder a este consumo por
 tener una renta insuficiente ahora podrá hacerlo […] Se ha de
 entender, por tanto, que el repetido llamamiento a la mejora de la
 eficiencia es contraproducente si no está acompañado de otras
 medidas, porque en vez de dar un estímulo a consumir menos da un
 estímulo a consumir más”.[1] Serge
 Latouche lo dice de otra manera: “las
 disminuciones del impacto y contaminación por unidad se encuentran
 sistemáticamente anuladas por la multiplicación del número de
 unidades vendidas y consumidas”.[2]
     El
 fuerte vínculo entre energía y economía que subyace bajo la
 Paradoja de Jevons nos lleva al absurdo de describir como una
 situación de ‘escasez’ el consumo de más de 80 millones de
 barriles de petróleo diarios en todo el planeta. Obviamente, esta
 ‘escasez’ no es técnica -ni material, como vemos- sino que
 deriva del hecho de que la energía es el soporte de todo el sistema
 económico. La
 globalización y las economías modernas están basadas en la
 energía y materias primas baratas, abundantes y de buena calidad y,
 a su vez, de la salud de los ecosistemas depende el modelo
 socioeconómico. Valga la sentencia de Florent Marcellesi: “nuestra
 máquina socioeconómica tiene un problema de drogadicción con el
 oro negro”.[3] Cualquier
 economía es indisociable de la realidad física que la contiene, no
 es posible desacoplar consumo de energía y emisiones de CO2, por lo
 que tratar estas dos variables de forma independiente oculta la
 enorme gravedad de la situación actual.
     Si
 hay algo que ejemplifica el efecto de la Paradoja de Jevons es
 internet. Pese a que podría parecer que el aumento de consumo
 energético se debe principalmente al cada vez  mayor número
 de usuarios, no es así.La
 clave está en el aumento del consumo de cada usuario, que tiene su
 origen en los sistemas
 de procesamiento portátiles con acceso inalámbricos y a la tasa de
 datos de los contenidos a los que se accede (principalmente
 el streaming y la tv). Un dato bastará para demostrarlo: el WiFi
 aumenta el uso de energía con respecto a la más eficiente conexión
 alámbrica (DSL, cable, fibra), pero sólo un poco. Por el
 contrario, el tráfico en internet a través de redes 3G utiliza
 nada más y nada menos que 15(!!) veces más energía que una red
 Wifi y las 4G 23(!!!!!!!!!) veces más. Ahí queda todo dicho. El
 tal Jevons se sentiría más que orgulloso.
     Volviendo
 a donde estábamos, queda claro que el vínculo evidente entre
 economía y energía (el quid de
 la cuestión del efecto
 rebote),
 nos permite -y nos obliga a- cambiarnos de gafas y empezar a ver el
 asunto de otra manera: la
 Paradoja de Jevons no es una ley física, sino un problema de
 asignación de objetivos a corto plazo que no toma en consideración
 las consecuencias a largo plazo.
 Esto, a priori, nos deja con al menos cuatro vías de salida: una
 sería la planificación y el racionamiento, pero la limitación al
 acceso a las materias primas desde arriba no encaja demasiado bien
 con el funcionamiento de una economía de libre mercado, pues con
 un PIB constante,
 el sistema convulsiona y se multiplican las crisis. Otra alternativa
 sería asumir activamente que debemos acabar con el derroche y el
 despilfarro de comida, energía y materias primas en general, pero
 estamos en las mismas: el sistema precisa un consumo creciente, de
 lo contrario una masa enorme de personas se vería sin medios de
 subsistencia. Habría, pues, que adelgazar a este obeso
 mórbido a
 punto de explotar que es nuestro sistema económico (desinflando
 gastos superfluos e invirtiendo sólo en los esenciales como
 renovables, huertos, etc) pero, a la vez, hacerlo muy poco a poco,
 pues de lo contrario el remedio sería peor que la enfermedad. Una
 situación harto delicada que no actúa sobre el fondo del problema
 y que requiere un valioso tiempo del que ya no disponemos.
     Vemos
 que la Paradoja de Jevons es irrefutable en la medida en que lo son
 los hechos a los que hace referencia, pero se da en una organización
 social basada en unos valores determinados, controlada en función
 de unos determinados intereses de clase y no es, por tanto, un
 fenómeno universal y común a cualquier modelo social. En este
 sentido, Eduardo García Díaz está de acuerdo en que en el sistema
 actual la mayor parte de la energía disponible se derrocha porque
 tiene un sentido económico hacerlo. Pero, sin embargo, matiza que
 cuando se habla de incremento de la eficiencia sólo se menciona la
 tecnología, añadiendo una crítica -muy merecida-
 al tecnooptimismo y
 a la tecnolatría. Díaz entiende, por lo tanto, que “este
 enfoque es reduccionista, al entender la eficiencia sólo en al
 ámbito tecnológico y no relacionarla con la organización social
 en su conjunto”.[4] El
 problema es que, como bien objeta Carlos de Castro, laorganización
 social en su conjunto de
 la que partimos -la sociedad
 capitalista/modernista/tecnólatra-, está
 organizada en base a un sistema muy complicado y de ‘ineficiente’
 complejidad, de modo que cada generación es menos resiliente que la
 anterior y, por lo tanto, más incapaz de afrontar los durísimos
 retos que ya se están presentando.[5]
     Así
 pues, para que ahorro y eficiencia sean realmente útiles, no nos va
 a quedar otra que emplear la tercera vía: salir
 de un sistema que nos ha convertido en auténticos yonkis del
 crecimiento permanente.
 Antonio Turiel no puede ser más claro: “De
 esta espiral de degradación económica sólo se puede salir
 mediante una explosión social, mediante una revolución.
 Alternativamente, mediante el colapso“.[6] Y
 en éste último tenemos la cuarta y última salida. La que, cada
 vez con mayor certeza, no podremos evitar.
La (falsa) desmaterialización de la economía
     En
 cualquier caso, las mejoras de la eficiencia de la tecnología van
 encaminadas hacia una desmaterialización de la economía. De hecho,
 es habitual pensar que se puede reducir la base material y
 energética de la economía y que siga creciendo el PIB -tal como
 nos quiso hacer creer Oriol
 Junqueras en
 el Parlament de Catalunya hace bien poco-, lo cual es una falacia
 que no resiste un simple par de datos: el 70% del PIB responde al
 uso de la energía y la terciarización de la economía no se ha
 traducido, pese a las apariencias, en una reducción del número de
 mercancías en circulación o de las materias primas empleadas en la
 fabricación de aquéllas. Por el contrario, ha provocado una
 conclusión llamativa: las
 economías que registran mayor presencia del sector servicios son
 las que generan huellas ecológicas mayores.
 Estamos, ya lo habréis adivinado, ante los efectos de la Paradoja
 de Jevons, que se asienta, como se ha dicho más arriba, en la
 certificación de que el aumento en la eficiencia energética se
 traduce casi siempre en un descenso de precios que, a su vez,
 produce un mayor consumo de productos y, por tanto, una mayor
 demanda de recursos.
     El
 desarrollo científico permite el uso de dispositivos mucho menos
 nocivos para el medio natural (en tanto que emplean menos cantidad
 de material y son más eficientes desde un punto de vista
 energético), pero no olvidemos que la generación de bienes
 supuestamente inmateriales reclama de infraestructuras
 materiales. La
 pretendida desmaterialización no está implicando, ni de lejos, una
 reducción de las extracciones de recursos naturales ni está
 acrecentando la reutilización y el reciclaje.
 Poniendo como ejemplo los terminales de los ordenadores, su
 fabricación se basa en el uso extensivo de multitud de minerales y
 productos sintéticos, muchos de los cuales se encuentran poco
 concentrados en la naturaleza. Entre ellos están las tierras
 raras,
 un grupo de metales difíciles de separar y diferenciar, presente en
 su práctica totalidad en China, y que requieren para su obtención
 de la explotación de grandes cantidades de terreno en minas a cielo
 abierto -de tremendo impacto ambiental- y, además, utilizar
 productos químicos muy tóxicos, algunos de ellos incluso
 radioactivos. Huelga a estas alturas decir que la comercialización
 de muchos de los minerales correspondientes está controlada por
 multinacionales que los extraen -expolian- de reservas del Tercer
 Mundo (pej, el coltán en la República Democrática del Congo),
 incurriendo en graves
 violaciones de los derechos humanos y alimentando conflictos bélicos
 encarnizados que se ensañan, como es habitual, con las mujeres y 
 los niños.
 Y esto sólo en cuanto a los terminales; porque para que éstos
 reciban las señales de internet, se necesitan centros de datos,
 antenas, cables que cruzan continentes por tierra, mar y espacio,
 generando una huella material inconmensurable y difícil de imaginar
 en toda su dimensión.
     En
 cuanto al reciclaje (o, mejor dicho, la ausencia de reciclaje), de
 los 50 millones de residuos electrónicos generados al año
 (portátiles, teléfonos, tabletas), la
 mayoría no es reciclada ni reciclable, teniendo en cuenta además
 que los desechos son muy contaminantes (pues
 contienen cadmio, cromo, plomo, bromo y mercurio) y provocan graves
 efectos en la salud y en el medio ambiente. En un 80% son exportados
 a países como Ghana, China, Nigeria, India o Pakistán, donde
 crecen los vertederos por doquier al calor de una legislación
 ambiental y laboral tristemente demasiado laxa.
     Y
 hablando de internet, creo que es el momento y el lugar adecuados
 para, de la mano de la bióloga Charo Morán, ir desmontando dos
 mitos al respecto, dos creencias falsas totalmente generalizadas y
 asumidas. La primera es así de rotunda: desde
 el punto de vista energético, un ordenador nuevo es más
 eficiente. La
 realidad es que el cambio de equipos requiere, con frecuencia,
 nuevos materiales y uso de energía para su fabricación, de modo
 que las emisiones de CO2 se
 reducen en un 20-35% cuando el ordenador conectado a internet tiene
 unos 7 años -luego acaba, como hemos visto, amontonado en uno de
 los almacenes de alguna región empobrecida que se ocupa de hacernos
 el trabajo sucio-. Pero que un ordenador dure tanto tiempo no es lo
 deseable para el propio sistema capitalista, pues crecer es
 requisito fundamental de su existencia y para ello el
 proceso producción-consumo debe ser forzosamente continuo, lo cual
 queda garantizado por la transformación de objetos de uso en bienes
 de consumo.
 En otras palabras,  todo debe durar cada vez menos para que se
 pueda vender cada vez más, algo que ya denunció Hannah Arendt hace
 casi sesenta años: “nuestra
 economía se ha convertido en una economía de derroche, en la que
 las cosas han de ser devoradas y descartadas casi tan rápidamente
 como aparecen en el mundo para que el propio proceso no termine en
 catástrofe“.[7] Dejaré
 el tema de la obsolescencia para más adelante.
     El
 otro mito podría rezar así: es
 más ecológico leer un documento en internet que imprimirlo en
 papel.
 Bueno, dependerá del tiempo que el documento esté en pantalla. Por
 ejemplo, imprimir un texto de cuatro páginas en blanco y negro y a
 doble cara será más ecológico si se va a tardar más de quince
 minutos en leerlo en el ordenador.[8]
     Y
 acabo con un par de apuntes, también sobre internet -símbolo de la
 desmaterialización de la economía- que quizá han pasado
 desapercibidos. Su impacto y el entramado necesario causa alrededor
 del 2% de las emisiones de CO2 (la misma proporción que la
 industria de la aviación o que un país como Alemania) y,
 además, se
 trata de un sector que incrementa su desarrollo agravando el cambio
 climático e ignorando los límites que impone el planeta.
 Aun aceptando -a duras penas- que internet facilite el trabajo en
 muchas ocasiones, conviene tener presente que se ha convertido en
 una red que genera dependencia, organiza lo inmediato, concentra
 poder (el sistema financiero, el control de la población o las
 guerras modernas no serían posible sin su uso) y que, aunque parece
 inmaterial, imprime su huella -ecológica- allí por donde pasa.
     Una
 perspectiva decrecentista, crítica, emancipadora, nos dice que es
 el momento de repensar nuestra relación con las pantallas,
 deshacernos de ellas en la medida en que sea posible y utilizar la
 tecnología más frugalmente. Y ya puestos, también nos anima a
 fomentar la reutilización de los aparatos y dejar de acumular
 megabytes. Asumir
 una suerte desimplicidad
 voluntaria virtual,
 una actitud modesta sin prescindir de lo bueno que nos aporta.
 Dice Carl
 Honoré que “la
 tecnología es un falso amigo. Incluso cuando ahorra tiempo,
 estropea el efecto al generar toda una serie de deberes y
 deseos”.[9] Carlos
 Taibo va más lejos: es una eventual fortalecedora de muchos
 elementos que están en el origen del colapso que ya tenemos
 encima,[10] lo
 cual genera una paradoja a la que recientemente apuntaba Elizabeth
 Kolbert: la de una sociedad tecnológicamente avanzada que ha
 escogido destruirse a sí misma.[11]
     En
 definitiva, la nueva economía, que se nos intenta vender como un
 mundo desmaterializado, limpio y muy alejado de la revolución
 industrial, está causando más perjuicios que beneficios. Estamos
 al servicio de la tecnología y no al revés y, a su vez, ésta se
 diseña y despliega en descarado provecho de los intereses de las
 grandes empresas. Ahí está el meollo de la desmaterialización de
 la economía: inocular
 la fe en una tecnología falsamente neutral -el llamado
 tecnooptimismo- para que resuelva todos los problemas ambientales
 que han sido causados, precisamente, por el crecimiento de la
 potencia tecnológica, mientras las grandes empresas, visiblemente
 indiferentes y carentes de escrúpulos, se llenan los bolsillos con
 la destrucción del planeta y el agotamiento de recursos básicos de
 tod@s.
 Tras la Paradoja
 de Jevons y la desmaterialización de la economía,
 hoy toca hablar primero sobre uno de los productos estrella
 del capitalismo verde, los agrocombustibles, para a
 continuación abordar un fenómeno relacionado con ellos, el
 acaparamiento de tierras, una práctica que, si bien se remonta a
 épocas en las que los poderes coloniales se repartieron el
 continente africano para alimentar con sus recursos las economías
 occidentales, el proceso no se detuvo ahí, sino que ha continuado
 con la colaboración de las nuevas élites gobernantes, que lo
 justifican como ‘proyectos de desarrollo’ mientras disfrutan de
 la protección y el apoyo de los Estados implicados. De esta manera,
 cientos de miles de campesin@s y pueblos indígenas han seguido
 trabajando la tierra en zonas marginales, mientras que las tierras
 más ricas en minería y agricultura son, cada vez más, controladas
 por unos pocos.
     Desde
 hace unos años, la búsqueda de terrenos cultivables vírgenes para
 producir más alimentos y agrocombustibles ha provocado nuevas olas
 de expropiaciones de tierras que, tras una crisis alimentaria global
 caracterizada por los elevados precios de los alimentos, se han
 saldado con expulsiones masivas de campesin@s, nuevas formas de
 control por parte de los monopolios sobre la tierra y el agua, y
 proliferación masiva de monocultivos y megaproyectos. Lejos de ser
 una alternativa a los hidrocarburos, los agrocombustibles reclaman
 una gran cantidad de gas natural, petróleo y carbón, acaban con
 las cosechas tradicionales, dañan seriamente los suelos y precisan
 grandes cantidades de agua. El modelo acompañante genera, de esta
 forma, graves impactos sobre la vida agrícola e implica fuertes
 retrocesos en materia de soberanía alimentaria y preservación de
 la biodiversidad.
Agrocombustibles: todo un símbolo del capitalismo verde
     El
 fuerte desarrollo de los agrocombustibles se
 debió, en primera instancia, a la alarma creada por la alta
 dependencia de los hidrocarburos, pero también al incremento
 gradual de los precios de los combustibles tradicionales y a la
 preocupación creada por el pico del petróleo (que tuvo lugar entre
 2005 y 2015 según la Agencia Internacional de la Energía). Todo
 ello ha impulsado una búsqueda activa de alternativas que faciliten
 el crecimiento sin considerar demasiado tanto los impactos
 ambientales como el agotamiento de recursos existentes.
 Efectivamente, el transporte motorizado en la UE se apoya
 especialmente en el gasóleo (EEUU es más proclive a la gasolina),
 por lo que el cumplimiento del objetivo europeo del 10% de
 agrocarburantes en el transporte para 2020 (Consejo Europeo de marzo
 de 2007) implica, a la fuerza, una importación masiva de biodiesel
 o de aceites para fabricarlo. El oro a la mayor productividad se lo
 lleva la palma aceitera -fruto tanto de un menor coste de
 explotación como de la manifiesta debilidad de las instituciones
 medioambientales en el Sur-, por lo que es de prever un aumento
 significativo tanto de la deforestación de bosques como de la
 explotación de personas en los países tropicales exportadores de
 agrocombustibles, pues el aceite de palma, además, de producir
 cuatro veces más biodiesel por hectárea que, por ejemplo, la
 colza, crece en lugares donde la mano de obra es más barata.
     Los
 objetivos obligatorios establecidos por la UE para agrocarburantes
 no podrán ser cumplidos sin provocar fortísimos impactos
 socioecológicos en los países del Sur, por lo que es fundamental
 pedir su inmediata cancelación y reclamar en su lugar objetivos
 obligatorios de reducción de la movilidad individual motorizada y
 la eliminación de los subsidios para biocombustibles importados del
 Sur en la UE, pues no representan una fuente de energía limpia y
 eficiente; aparte de intensas deforestaciones, incendios,
 fumigaciones, etc. (lo que aumenta las emisiones de gases de efecto
 invernadero, agravando el cambio climático y los impactos humanos:
 desplazamientos, desposesión de tierras, laborales, etc), implican
 el consumo de una enorme cantidad de agua si atendemos a todo el
 ciclo de producción (desde el riego hasta la refrigeración durante
 el procesado).
     Los
 biocombustibles no sólo no son una alternativa a los combustibles
 convencionales -ni mucho menos sirven para paliar el cambio
 climático-, pues no pueden -ni de lejos- sustituir el forzoso
 descenso de oferta de petróleo (y gas) para la próxima década.
 Tal como indica Carlos de Castro, reemplazar el déficit de petróleo
 en ese plazo implica, por ejemplo, la construcción de tres mil
 centrales nucleares (en la actualidad hay unas 450), algo inviable
 pues aceleraríamos el pico del uranio de forma drástica. Las
 energías renovables, por su parte, presentan claros límites
 físicos y ecológicos: producen electricidad, principalmente -que
 representa en torno a una quinta parte de nuestro consumo
 energético- y precisan de las correspondientes infraestructuras de
 electrificación a gran escala, cuya puesta en marcha llevaría
 décadas[1].
 Por otra parte, la sugerencia que lanza Lester Brown, “deben
 encontrarse otras alternativas a los combustibles, pero tengan por
 seguro que no hay otra alternativa a la comida”,[2] implica
 necesariamente, un cambio de modelo, pues el problema de fondo no
 son los agrocombustibles, sino la desmesurada cantidad de
 automóviles, camiones y aviones en movimiento. Incluso desde un
 enfoque social y ambiental adecuado, convendríamos en afirmar que
 los biocombustibles pueden satisfacer parte de las necesidades
 energéticas, en particular de las comunidades locales, pero en
 cualquier caso fuera de este modelo industrial, carente de toda
 medida, petrodependiente, y basado en el monocultivo, en el uso
 masivo de insumo externos, en el empleo de transgénicos, en la
 mecanización y en la exportación. Al exceso de tierras (así como
 de agua y otros recursos naturales) dedicado a soportar -vía
 piensos para ganado- nuestras dietas altamente cárnicas, estamos
 sumando las empleadas para alimentar también el indecente
 consumo energético al
 que nos entregamos a este lado del globo. No olvidemos que si los
 países europeos como España pueden permitirse el lujo de exportar
 cereales y carne es porque importan grandes cantidades de
 oleaginosas de países donde hay hambre.
     Dicho
 esto, parece claro que ‘autolimitación’ es la palabra clave
 para llevar a cabo un uso sostenible de la tierra -no sólo como
 productivo básico, sino también como sistema vivo-, que pasa
 obligatoriamente por una fuerte reducción
 tanto de la movilidad individual motorizada (transitar
 hacia la prevalencia del transporte colectivo y no motorizado) como
 delconsumo
 de carne (transitar
 hacia la prevalencia de dietas con fuerte presencia de alimentos
 correspondientes a los primeros escalones de la pirámide
 alimentaria, es decir, más vegetales y legumbres, y menos carne y
 pescado).
Acaparamiento de tierras y de agua
     Como
 decimos, la obtención de agrocombustibles requiere tanto extensas
 cantidades de tierras como de agua, las cuales son obtenidas por las
 grandes empresas a través de procesos de privatización,
 mercantilización y apropiación de bienes comunes y que, conviene
 que haga notar, repercute principalmente en las mujeres, pues son
 las que habitualmente cultivan la tierra para alimentar a sus
 familias. En muchos países africanos, la perversa tradición según
 la cual las
 mujeres no pueden ser propietarias de
 las tierras que trabajan se une al continuo expolio de las
 multinacionales.
    
 Según
 un informe de la organización no gubernamental Grain de 2016, son
 ya cerca de 500 casos de acaparamiento de tierras por todo el mundo,
 incluidos sonados fracasados como el proyecto Daewoo en Madagascar o
 Herakles en Camerún. Aunque el colapso de 2008 forzó una 
 disminución en el crecimiento del número de negocios cerrados en
 torno a las tierras agrícolas, el acaparamiento global de tierras
 está lejos de terminar, se expande a nuevas fronteras e intensifica
 los conflictos en todo el mundo. El impacto del cambio climático,
 dicho sea de paso, agrava la situación pues, además de provocar
 fuertes pérdidas en las cosechas (algo que hemos constatado
 recientemente en Filipinas, donde se multiplican los agricultores
 mendigando en las calles en busca de alimento) está continuamente
 realimentado por el transporte motorizado, que emplea la quema de
 carbón y petróleo, y por el sistema
 industrial de producción de
 alimentos.
 En base al expolio de tierras, nuevos acuerdos de gran extensión y
 largo plazo se siguen firmando con las élites de países
 empobrecidos, como la palma aceitera y el avance de los fondos de
 pensión y conglomerados comerciales para asegurar el acceso a
 nuevas tierras agrícolas. “Ganar
 el acceso a las tierras agrícolas es parte de una estrategia
 corporativa más amplia para obtener ganancias en los mercados del
 carbono, recursos minerales, recursos hídricos, semillas, suelos y
 servicios ambientales”.[3]
     En
 este atraco legalizado no sorprende la aparición de nuevos actores
 provenientes del sector financiero, interesados ahora en obtener
 ganancias a costa de los verdaderos pesos pesados entre los
 inversionistas institucionales: por un lado los fondos de pensiones,
 fuente de la mayor parte del capital detrás de las compañías que
 están ‘comprando’ tierras agrícolas en buena parte del
 planeta, y por otro las instituciones para el desarrollo, otro grupo
 importante de nuevos protagonistas en el sector de las finanzas,
 parientes -pero con un visible ánimo de lucro- de las agencias de
 ayuda para el desarrollo. En tanto que la actividad agrícola es
 vista como una inversión de riesgo, las empresas deben acudir al
 financiamiento de unas agencias que, con el dinero de los
 contribuyentes, invierte en el negocio del acaparamiento de tierras.
 Sin su participación, el número de negocios en tierras sería
 notablemente menor.
     Y
 si hablamos de finanzas, obviamente no podemos pasar por alto los
 paraísos fiscales, cuyo papel en el acaparamiento de tierras
 agrícolas actual es realmente importante. En Mozambique, por
 ejemplo, casi todas las empresas que acaparan tierras están
 registradas en Mauricio. Estas estructuras extraterritoriales pueden
 ser legales, ocultar la corrupción, impedir que se conozcan los
 verdaderos dueños y permitir a las compañías que evadan el pago
 de impuestos. A todo esto ya no llama mucho la atención el hecho de
 que compañías que acaparan tierra no tengan demasiado interés en
 la actividad agrícola, sino que más bien parecen creadas para
 lavar dinero, evadir impuestos o estafar a la gente con sus ahorros,
 como son los casos de la African Landa Limited (Reino Unido) en
 Siera Leona o de Karaturi (Kenia) en Etiopía. Aparte de José
 Manuel Soria, no fue una gran sorpresa ver los nombres de muchos
 inversionistas en tierras agrícolas en los tristemente famosos
 Papeles de Panamá.
     Con
 unas pocas excepciones, las adquisiciones de tierra incluyen también
 las de agua, de modo que un recurso abierto y al alcance de tod@s se
 transforma en un bien privado cuyo acceso debe negociarse según la
 capacidad de pago. El acaparamiento de aguas se manifiesta en formas
 diversas; extracción para grandes monocultivos (que se basan en la
 aplicación de prácticas productivas industriales y orientan la
 agricultura hacia la maximización de los beneficios), producción
 industrial de alimentos y combustibles o construcción de represas
 fluviales para la energía hidroeléctrica.
     Efectivamente,
 un número alarmante de explotaciones de alto consumo de agua están
 instalándose en zonas de conflicto: aguas arriba de las comunidades
 dependientes de agua o sobre reservas no renovables de agua
 subterránea. Esto hace que cuando golpea la sequía, las
 comunidades que viven cerca de las plantaciones ven restringido su
 acceso al agua, como ocurre en la actualidad en regiones que viven
 cerca de nuevas plantaciones de caña de azúcar en Camboya o en el
 Valle del Bajo Omo (Etiopía).
     La
 próxima y última entrega de esta serie tratará sobre la impronta
 del dogma neoliberal en la economía y en concreto en la estrategia
 destinada a resolver la contradicción entre desarrollo económico y
 protección del medio ambiente. El capitalismo
 verde se
 presenta así como una manera de recuperar las tasas de beneficios,
 de seguir creciendo de forma ilimitada y de consolidar la hegemonía
 de los lobbies energéticos fósiles mientras se ignoran de forma
 descarada los aspectos ecológicos y el inminente agotamiento de
 recursos.
 [3] GRAIN, El acaparamiento global de
 tierras en 2016 .
Cuarta Parte
Hemos visto que el capitalismo verde se presenta como la solución a la contradicción entre desarrollo económico y protección de la naturaleza, en la medida en que propone una política ambiental que debe seguir criterios más ‘saludables’ -el llamado desarrollo sostenible– y rechazar aquellas actividades más dañinas para el medio ambiente. El problema, sin embargo, es que deja al margen el proceso de acumulación de capital, la productividad y la competencia, de manera que proporciona continuidad y legitimidad a la estrategia productivista, la cual va a seguir operando como lei-motiv de una economía en una dinámica grotesca de interminable y obligado crecimiento, empujada a su vez por una tecnología cada vez más eficiente cuya meta final es el fraude de la desmaterialización de la economía.
Cuarta Parte
Hemos visto que el capitalismo verde se presenta como la solución a la contradicción entre desarrollo económico y protección de la naturaleza, en la medida en que propone una política ambiental que debe seguir criterios más ‘saludables’ -el llamado desarrollo sostenible– y rechazar aquellas actividades más dañinas para el medio ambiente. El problema, sin embargo, es que deja al margen el proceso de acumulación de capital, la productividad y la competencia, de manera que proporciona continuidad y legitimidad a la estrategia productivista, la cual va a seguir operando como lei-motiv de una economía en una dinámica grotesca de interminable y obligado crecimiento, empujada a su vez por una tecnología cada vez más eficiente cuya meta final es el fraude de la desmaterialización de la economía.
La ofensiva neoliberal
     Tres
 décadas de consumo de masas y de tasa de ganancia sostenida han
 dejado consecuencias ecológicas intensas y una preocupación de
 efectos profundos y, en buena medida, imprevisibles: el cambio
 climático producido por las emisiones de gas de efecto invernadero.
 Si el período del ‘consenso keynesiano’ confirmó y alentó la
 sed capitalista de beneficios que ha puesto a la humanidad al borde
 un caos ecológico catastrófico e irreversible, es con la clausura
 de estos ‘treinta gloriosos’ cuando, con Reagan y Thatcher a
 ambos del Atlántico, entra en juego la ofensiva neoliberal y se
 procede a una fuerte desregulación y a una regresión social que ha
 allanado el terreno para que campe a sus anchas la economía de
 casino, que es la que hoy tenemos.
     Los
 problemas de acumulación, recurrentes desde la Revolución
 Industrial, fueron ‘solucionados’ a base de crédito barato,
 consumo conspicuo, privatización de lo público, nuevos expolios de
 recursos (agua, genoma, semillas, tierras cultivables),
 obsolescencia programada, globalización y deslocalización de la
 producción en busca de mano de obra esclava. Esta batería de
 despropósitos sólo podía agravar los impactos ecológicos:
 explosión de emisiones y de contaminación, aceleración de la
 destrucción de los sistemas naturales, saqueo de recursos,
 extinción de especies, etc. Por su parte, los mecanismos del
 mercado se vieron fortalecidos por el tratamiento de las
 problemáticas ambientales, como por ejemplo pone de manifiesto el
 vergonzante trapicheo con las emisiones de carbono entre países,
 permitido en el Protocolo de Kioto. De hecho, el tratamiento
 neoliberal de la cuestión ambiental va a consistir en eliminar toda
 dimensión social e histórica y proceder a su mercantilización.
 Sometida a la ampliación del proceso de capitalización de la
 naturaleza y la vida, para José Seoane el capitalismo verde “se
 constituye así en una matriz del tratamiento neoliberal de la
 cuestión ambiental promovida a nivel internacional por una fracción
 de las elites políticas y económicas del viejo centro del
 capitalismo, tanto de EE.UU. como de la Unión Europea. Su
 despliegue coincide y refuerza la expansión del mercado, del
 capital y de la privatización de los bienes naturales y la
 naturaleza características del neoliberalismo “.[1]
     Esta
 profundización del daño ambiental ha obligado a buscar otro
 eslogan resultón para ver si los ecologistas se tranquilizan y las
 grandes empresas lavan un poco la cara. Después de la revolución
 verde y del
 capitalismo verde,
 ahora llega la economía
 verde,
 que oficialmente dice algo así como conjugar
 la satisfacción de necesidades y la preservación de la
 biodiversidad y los ecosistemas con más crecimiento.
 Esto en cristiano se traduce como mercantilizar -aún más- los
 recursos naturales para que todos los servicios ecosistémicos, sin
 excepción, sean transformados en mercancías. En este sentido,
 resulta toda una joya del razonamiento mezquino e inmoral la
 afirmación de uno de los arquitectos de la patraña neoliberal:
 “los
 valores ecológicos pueden encontrar su espacio natural dentro del
 mercado, como cualquier otra demanda de los consumidores.
 ¿Y por qué no los humanos, señor Friedman?, ¿a cuánto cotiza la
 bondad, la generosidad, la empatía?.
     Los
 impactos ecológicos, de nuevo, pasan a segundo plano como meros
 efectos colaterales, inevitables, en pos relanzar la acumulación de
 capital, estrategia a la que las grandes instancias internacionales
 han dedicado millones de artículos e informes para tratar de
 implementarla. No hay que ser un lince para avistar el nuevo estado
 de las cosas: intensificar los ataques contra el mundo del trabajo,
 los jóvenes, las mujeres, las comunidades campesinas y los pueblos
 indígenas bajo la hegemonía de los lobbys energéticos
 fósiles, los agrocombustibles y el ‘carbón limpio’, todos
 ellos funcionando a golpe de privatizaciones y subsidios públicos.
 Para Daniel Tanuro, “Dos
 siglos después de su nacimiento, el capitalismo enfermo,
 hundiéndose bajo las deudas, quiere imponer a la humanidad un
 remake global de los “cerramientos”, combinado con la
 continuación de sus otros crímenes sociales y ambientales”.[2]
     Priorizar
 los aspectos económicos e ignorar los energéticos y ambientales,
 como propone el dogma correspondiente, es una opción que perpetúa
 la vulnerabilidad y la inestabilidad. A día de hoy, de los diez
 equilibrios identificados en un estudio reciente como fundamentales
 por la Universidad de Estocolmo (y cuya alteración podría resultar
 muy grave para la biosfera en su conjunto) ya hemos rebasado tres:
 cambio climático, biodiversidad y niveles de nitrógeno. Por otro
 lado, el modelo económico sólo es estable si crece a un ritmo
 determinado, hasta el punto de que acierta Aniol Esteban cuando dice
 que “el
 imperativo de crecer ha definido la estructura de la economía
 moderna”.[3] En
 este sentido, el culto al crecimiento opera como un mito que el
 neoliberalismo tiene a bien emplear para mantener alejada de la
 gente la gravedad de los retos económicos y ambientales a los que
 nos enfrentamos, un precepto, por otro lado, ya ampliamente
 cuestionado pero que goza de la inacción (complicidad, más bien)
 de políticos y economistas de casi todo pelaje. Lo estamos viendo
 en España, con la vuelta del ladrillo (uno de los principales
 causantes de la crisis de 2008, dicho sea de paso), la decidida
 intención de seguirrentabilizando
 el litoral y
 la irracional, absurda, despilfarradora y ecológicamente nefasta
 apuesta por el AVE,
 que pese a que la ristra de desastres que está causando parece que
 continúa de manera incontestable.
     Ante
 la lógica productivista del sistema, que agota las dos únicas
 fuentes de riqueza -tierra y trabajador- en el altar del beneficio;
 y el furioso individualismo impuesto por el desarrollo capitalista
 –en particular por los modos de movilidad y hábitat inducidos por
 el vehículo
 individual motorizado y
 la especulación inmobiliaria- no nos queda otra que contraponer a
 la lógica del crecimiento y del beneficio la de los bienes comunes,
 la del tiempo
 libre y
 la de la satisfacción de necesidades  humanas reales,
 democráticamente determinadas en el prudente respeto a los
 ecosistemas. Esperemos que François Chesnais tenga razón cuando
 dice que la conjunción de la crisis económica y ecológica debería
 crear las condiciones propicias para la eclosión de una conciencia
 y una lucha ecosocialista durante las que -mediante una necesaria
 reapropiación colectiva de las riquezas naturales- se irá forjando
 una cultura de las relaciones entre la humanidad y su entorno
 “basadas
 en la premisa de nuestro compromiso en el mundo en lugar de nuestra
 desvinculación de él”.[4]
Un resultado desolador
     En
 resumen, convertido en ‘desarrollismo verde’, la fórmula
 neoliberal sitúa la cuestión ambiental al servicio del capitalismo
 y apuesta por el mercado y los parches tecnológicos como soluciones
 al problema ecológico y social, siempre tratando de dejar intacta
 la estructura de los actuales sistemas de producción. Siguiendo a
 Kathleen McAffee, con la reconceptualización de los problemas
 ambientales como problemas de eficiencia de los mercados, los
 pilares ecológicos y sociales de la sostenibilidad aparecen como
 subsidiarios y subordinados al económico, tratando de mantener
 alejado del foco de atención el debate sobre el cambio
 socioestructural.[5]
     Para
 Lanka Horstnick el resultado es desolador: la mayoría de los
 habitantes del planeta continúa siendo pobre (vive con menos de 10
 dólares diarios), la desigualdad sigue siendo endémica en regiones
 ricas, millones de pequeños campesinos ven cada vez 
 más restringido
 el acceso a bienes básicos (tierra,
 agua, semillas) y nuestra presión sobre la biosfera no deja de
 intensificarse. El paradigma productivista, bajo el mantra de que la
 industrialización reduce el hambre y la pobreza, y pese a haber
 incrementado enormemente la producción agrícola, está haciendo
 que la mitad de los pobres del mundo sean los pequeños agricultores
 y un quinto de ese total sean familias rurales sin tierra.[6] El
 prestigioso antropólogo Marshall Sahlins no puede estar más
 acertado: las sociedades actuales representan la era de un hambre
 sin precedentes. “Ahora,
 en la época del más grande poder tecnológico, el hambre es una
 institución“.[7]
     Hemos
 visto que la mercantilización de la naturaleza y de la vida ignora
 los gravísimos desequilibrios ecológicos creados por ella misma.
 Pero quizá el mayor problema al que nos enfrentamos hoy día es que
 estamos prácticamente en tiempo de descuento para mitigar, al
 menos, los peores efectos del colapso que
 se avecina, por lo que vamos a tener que darle toda la razón a
 Jorge Reichamnn cuando afirmó hace unos años que “la
 crisis financiera de 2008 probablemente fue la última oportunidad
 para quebrar a tiempo la desastrosa hegemonía neoliberal de los
 últimos decenios”.
 Copenhage, al año siguiente, fue probablemente la última
 oportunidad para salvar el equilibrio climático del planeta.[8]
Por una democracia ecológica
     Creo
 que hay un aspecto que este texto no debe pasar por alto y es que el
 discurso del desarrollo sostenible, argumento principal del
 capitalismo verde, aparte de no contribuir a la eliminación de
 pobreza y el hambre y a la protección de los recursos naturales
 para las generaciones venideras, no está posibilitando ni la
 participación, ni la equidad social y ambiental. En tanto que la
 salud medioambiental está claramente vinculada a la existencia de
 instituciones y valores democráticos y participativos, se hace cada
 vez más visible la necesidad de una ‘democracia ecológica’. De
 hecho, buena parte del cuerpo científico, movimientos sociales y
 ecologistas (y cada vez más instituciones supranacionales) denuncia
 que la sostenibilidad tiende a favorecer a los países ricos –tanto
 privatizando beneficios y socializando costes, como mediante las
 externalizaciones propias de los procesos de producción-.
     Así
 pues, sumándonos a la definición de de Timotny Mitchell, esta
 democracia ecológica estaría basada en una “gobernanza
 participativa centrada en los entornos saludables, la justicia
 social y una ciudadanía vigorosa”[9] que
 trata de superar el modelo de gobernanza de perfil tecnocrático,
 poco transparente, con fuertes alianzas público/privadas en la
 gestión del territorio, interesado en la desregulación y la
 privatización, en la austeridad (entendida como recortes injustos
 sobre l@s más vulnerables), en la implementación de sistemas
 impositivos poco progresivos; en gobiernos con vocación de
 transparencia, democracia y activa participación ciudadana,
 empoderamiento social, regulación de materias amenazadas por los
 mercados especulativos y un programa de acción política y
 presupuestos orientados a la sostenibilidad general y, más
 concretamente, a la ecológica. Explicado en palabras de Fernando
 Prats, Yayo Herrero y Alicia Torrego, se trataría, en definitiva,
 de recuperar el control democrático sobre campos estratégicos de
 interés general, requerir la contribución de la esfera económica
 privada con el bien común, aplicar prácticas democráticas también
 en el interior de las empresas, confrontar el poder desmesurado de
 la banca y las grandes empresas sobre la política y la vida social.
 Así pues, la democracia ecológica se presenta como una eficaz
 alternativa que une dos poderosos conceptos -democracia y ecología-
 y que parte del estudio de la interconexión entre el ser humano con
 la naturaleza y todos los seres vivos.[10]
     Si
 el capitalismo está destruyendo la base de recursos naturales y el
 entorno biofísico de los cuales depende su propio crecimiento, la
 propensión humana –apuntada ya en su momento por Adam Smith- a
 transportar, permutar e intercambiar[11] debe
 ser reorientada de acuerdo con una reforma democrática radical en
 defensa de la soberanía
 alimentaria y
 los métodos participativos en virtud de los cuales la gente vaya
 recuperando el control de los bienes comunes. Esto, obviamente,
 implica la abolición de la  mercantilización de la naturaleza
 sobre la que hoy se basa el éxito de los negocios, nada más y nada
 menos que una auténtica revolución contra el nefasto capitalismo
 verde,
 el último y desesperado intento de la era industrial para perpetuar
 su ya agónica existencia.

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