HACIA UNA NUEVA DICTADURA SUTIL PERO IMPLACABLE
Pablito
es un niño completamente normal, prefiere jugar a hacer los deberes,
suele indisciplinarse de cuando en cuando y, con demasiada
frecuencia, intenta negociar la hora de acostarse, el aseo o los
menús de las comidas. Como a la mayoría de los niños criados en el
seno de familias con estabilidad económica, está sobreprotegido.
Aun así, cuando abusa del cariño y condescendencia de sus padres,
estos le recuerdan su posición: “Tú eres el niño y nosotros los
progenitores”. Ni que decir tiene que imponer cierta disciplina a
Pablito no es tarea fácil, pero a base de amenazarle con pequeños
castigos (¡te vas a quedar sin la consola una semana!) y mucha
paciencia, Pablito siempre vuelve al redil.
Pero
un día Pablito se mostró inusualmente cabezota. Se negó en redondo
a comer lo que tenía en el plato. Tras muchos minutos de intentar
convencerle y otros tantos de negociación, los padres empezaron a
perder la paciencia. Entonces, Pablito los miró desafiante y dijo:
“¿Qué vais a hacer para que me coma las espinacas, pegarme? No
podéis. Si lo hacéis os denunciaré e iréis a la cárcel.”
Los
padres se quedaron sin habla. El niño no bromeaba. Había
descubierto por casualidad, viendo un telediario, que sus padres en
realidad no tenían autoridad, ésta pertenecía a un ente que estaba
por encima de ellos. No podían tocarle, ni siquiera propinarle un
leve cachete. El Congreso había aprobado prohibir por ley cualquier
castigo corporal; incluso agarrar por la fuerza a un niño podía
acarrear una condena si el menor sufría un leve rasguño. Ahora
Pablito podía desafiar a sus padres con
todas las de la ley, y nunca mejor dicho.
Sanciones culturales
Para
los ideólogos de esa ley, el objetivo era promover un cambio de
mentalidad; es decir, su
pretensión no era imponer una sanción legal sino cultural.
Sucede que, una vez que las ideologías han perdido vigencia, los
políticos del mundo desarrollado han ido trasladando las viejas
luchas ideológicas al terreno cultural, un terreno que pertenece al
ámbito privado de las personas y resulta bastante resbaladizo.
Como
explicaba el sociólogo Donald
Black,
”la cultura es un juego de suma cero”, y rara vez sus conflictos
pueden resolverse mediante el compromiso entre las partes porque las
discrepancias culturales generan reacciones aún más viscerales que
las disputas ideológicas. La politización de la cultura tiende a
plantear problemas que es
imposible resolver mediante el acuerdo.
En consecuencia, una vez las disputas ideológicas se han ido
trasladando al terreno cultural, los acuerdos se han ido volviendo
imposibles.
Los
conflictos sobre los límites del Estado de bienestar o la regulación
del mercado, por ejemplo, suelen solventarse, para bien o para mal,
mediante un cierto pragmatismo.
Sin embargo, los conflictos sobre la soberanía nacional, la
promoción de nuevos modelos de familia, el matrimonio homosexual, el
aborto libre o la “libertad” de elección de género, por poner
sólo algunos ejemplos, generan en la sociedad tensiones y
desacuerdos insuperables. La razón es que estos cambios impositivos
mediante legislación afectan a valores y cuestiones morales que
trascienden el orden meramente administrativo. Las personas, aun a
disgusto, pueden, adaptarse a una subida de impuestos, pero
difícilmente aceptarán ver violentadas por ley sus convicciones
íntimas de un día para otro.
La dictadura y la evolución social por presión
Esto
no quiere decir que los valores de una sociedad sean o deban ser
inmutables. Todo,
absolutamente todo, es susceptible de evolucionar,
incluso las convicciones o tradiciones más arraigadas. Pero pensar
que el orden social es una construcción
artificial y
que, por tanto, su transformación puede ser dirigida desde arriba,
es un error. Las instituciones eficaces se distinguen de las
ineficaces, más que por un acertado diseño, porque son coherentes
con la sociedad; es decir, no son fruto de las ocurrencias de un
puñado de expertos, sino de una laboriosa y compleja interacción a
lo largo del tiempo.
Esto
no quita que hasta la reforma más prudente genere tensión. La
relación entre tradición y nuevos conocimientos siempre ha sido una
relación complicada. Ya en la antigua Atenas, el choque entre
la doxa (creencia
u opinión) y la episteme
(nuevo conocimiento) dio lugar a encendidos debates. Y aunque,
después, en la Roma imperial o, más tarde, en la Europa medieval
primó la tradición, esta tensión nunca desapareció.
Con
la llegada de la modernidad, y especialmente después de la Segunda
Guerra Mundial,
la tensión entre la autoridad de la tradición y nuevas maneras de
legitimación alcanzó un punto álgido. Las viejas convenciones que
proporcionaban un marco común de entendimiento perdieron su
vigencia. Pero, lamentablemente, la vieja autoridad y su red de
significado común no fueron reemplazados por un sistema equivalente.
La contracultura que
emergió en los 60 resultó ser mucho más eficaz socavando las
viejas instituciones que construyendo otras nuevas.
El fin del viejo orden… sin sustituto a la vista
Durante
la década de 1960, a pesar de la prosperidad económica y del
progreso tecnológico, las sociedades occidentales parecieron haber
perdido los recursos morales con los que legitimarse. La expresión
de la autoridad en todas sus formas quedó expuesta a una abrumadora
contestación. El problema no consistía en que una forma determinada
de autoridad estuviera siendo cuestionada, era mucho más grave: la
autoridad, como concepto, había
entrado en crisis.
Ya,
en los 50, Hannah
Arendt advirtió
que la autoridad se había convertido en “casi una causa perdida”.
Y señaló que esta trasformación se estaba traduciendo en una
pérdida de “autoridad de los padres sobre los niños, de los
maestros sobre los alumnos y, en general, de los mayores sobre los
jóvenes”. El marco común de autoridad, que no autoritarismo,
donde el padre y la madre eran el pilar familiar; los abuelos, por su
experiencia, los consejeros; el maestro, por sus conocimientos, el
guía; el médico, por su ciencia y humanidad, un referente, todo ese
marco empezó a desaparecer y a ser suplantado por las ocurrencias de
los expertos.
En
efecto, a mediados del siglo XX el equilibrio entre tradición y
nuevo conocimiento quebró. Y sucedió lo impensable: las sociedades
occidentales rompieron por completo con su tradición, con su pasado.
Como Robert
Nisbet
señaló, la
revuelta contra la autoridad había sobrepasado el punto de no
retorno.
Sin
embargo, las élites
dirigentes,
lejos de afrontar la gravedad de la crisis, trasladaron la
responsabilidad del conflicto a aquellas personas que insistían en
conservar sus valores y se negaban a someterse a los dictados de los
expertos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, y gracias a la amarga
experiencia del nazismo, esta desconfianza hacia el pueblo se vio
reforzada. Las
élites asociaron el apego a las tradiciones con un comportamiento
patológico.
La imagen de un pueblo irracional, subyugado por un Führer, les
obsesionaba.
Sin
embargo, hubo que esperar a la década de 1990 para que Christopher
Lasch llamara
la atención sobre la creciente aversión de la clase dirigente hacia
cualquier expresión que considerara populista. Lasch observó que,
mientras antiguamente los liberales
progresistas se
habían preocupado por el declive de la participación popular en la
política, ahora parecían considerar esta apatía como una buena
noticia. Y se dedicaron a imponer una rígida ideología
cultural orientada
a deslegitimar las costumbres y preferencias del ciudadano común.
Así, el desdén de Platón por
el demos y
su defensa de la autoridad del sabio-gobernante ha
terminado por reaparecer con inusitada fuerza en unas élites que
están convencidas
de que el ciudadano común rara vez sabe lo que le conviene.
El ascenso irresistible del Poder
La
ruptura con el pasado, la dislocación entre nacionalidad y Estado,
la segregación entre comunidad y Administración y la guerra
cultural contra la tradición parecen ser parte de un proyecto
integral de reeducación y nueva dictadura que, como era de prever,
ha degenerado en un conflicto generalizado. Algo que ya
anticipó Daniel
Patrick Moynihan,
quien había servido a tres presidentes norteamericanos, cuando se
aventuró en los 70 a hacer la arriesgada predicción de que las
locas ambiciones de los 60 traerían consigo arrepentimiento y
amargura.
En
este afán de promover una nueva visión del mundo, políticos,
expertos e intelectuales antipopulistas han terminado imponiendo
un esquema
amigo-enemigo que
ha polarizado a la opinión pública: el disidente ya
no es considerado un simple adversario, sino el enemigo. Una actitud
intransigente frente a lo que a su vez reaccionan con vehemencia los
menos moderados del lado contrario. De esta forma, la polarización
se retroalimenta y el estallido del conflicto se convierte en una
profecía autocumplida.
Sea
como fuere, lo que parece evidente es que el ámbito privado de las
personas cada vez está más constreñido por la acción legislativa
de políticos y expertos. Un horizonte de peligrosa pérdida de
libertad que ya vaticinó Nisbet cuando dijo: “Algunos piensan que
el deterioro de la autoridad abrirá una nueva era de mayor libertad
individual. Otros creen, por el contrario, que conducirá a la
anarquía social. Yo diría más bien que el
vacío
dejado por la autoridad será llenado por un ascenso irresistible del
Poder.”
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