HABLEMOS DE ESE TABÚ LLAMADO DEMOCRACIA
¿Qué
hacer entonces? Dejemos de considerar la democracia como un valor
adquirido, definido de una vez por todas e intocable para siempre. En
un mundo en que estamos acostumbrados a debatir todo, sólo persiste
un tabú: la democracia. Cuestionemos pues, todo el tiempo, la
democracia. Por
José Saramago.
En
su libro Política, Aristóteles nos dice en primer lugar esto: “En
democracia, los pobres son reyes porque son mayoría, y porque la
voluntad de la mayoría tiene fuerza de ley”[1]. En un segundo
pasaje, parece restringir primero el alcance de esta frase, luego la
amplía, la completa y acaba por establecer un axioma: “La equidad
en el seno del Estado exige que los pobres no posean de ningún modo
más poder que los ricos, que no sean los únicos soberanos, sino que
todos los ciudadanos lo sean en proporción a su número. Éstas son
las condiciones indispensables para que el Estado garantice
eficazmente la igualdad y la libertad”.
Aristóteles nos
dice que aunque participen con total legitimidad democrática en el
gobierno de la polis, los ciudadanos ricos serán siempre una minoría
en razón de una incontestable proporcionalidad. Sobre un punto,
tenía razón: por más lejos que nos remontemos en el tiempo, nunca
los ricos fueron más numerosos que los pobres. Pese a esto, los
ricos siempre gobernaron el mundo o sostuvieron los hilos de los que
gobernaban. Constatación más actual que nunca. Señalemos
de paso que, para Aristóteles, el Estado representa una forma
superior de moralidad…
Todo
manual de derecho constitucional nos enseña que la democracia es
“una organización interna del Estado por la cual el origen y el
ejercicio del poder político incumbe al pueblo, organización que
permite al pueblo gobernado gobernar a su vez por medio de sus
representantes electos”. Aceptar definiciones como ésta, de una
pertinencia tal que roza las ciencias exactas, correspondería,
traspuestas a nuestra vida, a no tener en cuenta la gradación
infinita de estados patológicos a los que nuestro cuerpo puede verse
confrontado en todo momento.
En
otros términos: el hecho de que la democracia pueda definirse con
mucha precisión no significa que funcione realmente. Una breve
incursión en la historia de las ideas políticas conduce a dos
observaciones a menudo descartadas so pretexto de que el mundo
cambia. La primera, recuerda que la democracia apareció en Atenas,
hacia el siglo V antes de Cristo; que suponía la participación de
todos los hombres libres en el gobierno de la ciudad; estaba fundada
en la forma directa, siendo los cargos efectivos o atribuidos según
un sistema mixto de sorteo y elección; y los ciudadanos tenían
derecho al voto y a presentar propuestas en las asambleas populares.
Sin
embargo —ésta es la segunda observación—, en Roma, continuadora
de los griegos, el sistema democrático no consiguió imponerse. El
obstáculo procedió del poder económico desmedido de una
aristocracia latifundista que veía en la democracia un enemigo
directo. Pese al riesgo de toda extrapolación, ¿podemos evitar
preguntarnos si los imperios económicos contemporáneos no son,
también, adversarios radicales de la democracia, aunque se mantengan
por el momento las apariencias?
El lugar del poder
Las
instancias del poder
político intentan
desviar nuestra atención de una evidencia: dentro mismo del
mecanismo electoral se encuentran en conflicto una opción política
representada por el voto y una abdicación cívica. ¿Acaso no es
cierto que, en el preciso momento en que la boleta es introducida en
la urna, el elector transfiere a otras manos, sin más contrapartida
que algunas promesas escuchadas durante la campaña
electoral,
la parcela de poder político que poseía hasta ese momento en tanto
miembro de la comunidad de ciudadanos?
Este
papel de abogado del diablo que asumo puede parecer imprudente. Razón
de más para que examinemos qué es nuestra democracia y cuál es su
utilidad, antes de pretender —obsesión de nuestra época—
hacerla obligatoria y universal. Esta caricatura de democracia que,
como misioneros de una nueva religión, procuramos imponer al resto
de mundo no es la democracia de los griegos, sino un sistema que los
mismos romanos no habrían vacilado en imponer a sus territorios.
Este tipo de democracia, rebajada por mil parámetros económicos y
financieros, habría logrado sin duda hacer cambiar de idea a los
latifundistas del Lacio, transformados entonces en los más
fervientes demócratas…
Puede
emerger en la mente de ciertos lectores una enojosa sospecha sobre
mis convicciones democráticas, dadas mis muy conocidas inclinaciones
ideológicas[2]…
Defiendo
la idea de un mundo verdaderamente democrático que finalmente se
haga realidad, dos mil quinientos años después de Sócrates,
Platón y Aristóteles.
Esa quimera griega de una sociedad armoniosa, sin distinciones entre
amos y esclavos, como la conciben las almas cándidas que siguen
creyendo en la perfección.
Algunos me dirán: pero las democracias occidentales no son censatarias ni racistas, y el voto del ciudadano rico o de piel blanca cuenta tanto en las urnas como el del ciudadano pobre o de piel oscura. Si nos fiamos de semejantes apariencias, habríamos alcanzado el summum de la democracia.
A
riesgo de aplacar esos ardores, diré que las realidades terribles
del mundo en que vivimos hacen irrisorio ese cuadro idílico y que,
de un modo u otro, acabaremos dando con un cuerpo autoritario
disimulado bajo los más bellos atavíos de la democracia.
Así,
el derecho de voto, expresión de una voluntad política, es al mismo
tiempo un acto de renuncia a esa misma voluntad, puesto que el
elector la delega a un candidato. Al menos para una parte de la
población, el acto de votar es una forma de renuncia temporaria a
una acción política personal, puesta en sordina hasta las
siguientes elecciones, momento en que los mecanismos de delegación
volverán al punto de partida para empezar otra vez de la misma
manera.
Para
la minoría elegida, esta renuncia puede constituir el primer paso de
un mecanismo que autoriza muchas veces, a pesar de las vanas
esperanzas de los electores, a perseguir objetivos que no tienen nada
de democráticos y pueden ser verdaderas ofensas a la ley. En
principio, a nadie se le ocurriría elegir como representantes al
Parlamento a individuos corruptos, incluso si la triste experiencia
nos enseña que las altas esferas del poder, en el plano nacional e
internacional, están ocupadas por ese tipo de criminales o sus
mandatarios. Ninguna
observación microscópica de los votos depositados en las urnas
tendría el poder de hacer visibles los signos delatores de las
relaciones entre los Estados y los grupos económicos cuyos actos
delictivos, e incluso bélicos, llevan a nuestro planeta derecho a la
catástrofe.
La
experiencia confirma que una democracia política que no descansa
sobre una democracia económica y cultural no sirve de
mucho. Despreciada
y relegada al depósito de las fórmulas envejecidas, la idea de una
democracia económica ha dejado lugar a un mercado triunfante hasta
la obscenidad. Y la idea de una democracia cultural fue reemplazada
por la no menos obscena de una masificación industrial de las
culturas, pseudo melting-pot que se utiliza para enmascarar la
predominancia de una de ellas.
Creemos haber avanzado, pero en realidad retrocedemos. Hablar de democracia se volverá cada vez más absurdo si nos obstinamos en identificarla con instituciones denominadas partidos, Parlamentos, gobiernos, sin proceder a un análisis del uso que estos últimos hacen del voto que les permitió acceder al poder. Una democracia que no se autocritica, se condena a la parálisis.
No
concluyan que estoy en contra de la existencia de los partidos:
milito dentro de uno de ellos. No crean tampoco que aborrezco los
Parlamentos: los apreciaría si se consagraran más a la acción que
a la palabra. Y tampoco imaginen que soy el inventor de una receta
mágica que permite a los pueblos vivir felices sin tener gobierno.
Me niego a admitir que sólo se pueda gobernar y desear ser gobernado
según los incompletos e incoherentes modelos democráticos vigentes.
Los
califico así porque no veo otra forma de designarlos. Una
democracia verdadera, que inundaría con su luz, como un sol, a todos
los pueblos, debería comenzar por lo que tenemos a mano, es decir,
el país en que nacimos, la sociedad en que vivimos, la calle donde
moramos.
Si
esta condición no es respetada —y no lo es— todos los
razonamientos anteriores, es decir, el fundamento teórico y el
funcionamiento experimental del sistema, estarán viciados. Purificar
las aguas del río que atraviesa la ciudad no servirá de nada si el
foco de la contaminación está en las fuentes.
La
cuestión principal que todo tipo de organización
humana se
plantea, desde que el mundo es mundo, es la del poder. Y el principal
problema es identificar quién lo detenta, verificar por qué medio
lo obtuvo, qué uso hace de él, qué métodos utiliza y cuáles son
sus ambiciones.
Si
la democracia fuera realmente el gobierno del pueblo, para el pueblo
y por el pueblo, todo debate cesaría. Pero
no estamos en ese punto. Y sólo un espíritu cínico se animaría a
afirmar que todo va inmejorablemente bien en el mundo en que vivimos.
Se
dice también que la
democracia es
el sistema político menos malo, y nadie se percata de que esta
aceptación resignada de un modelo que se contenta con ser “el
menos malo” puede constituir el freno de una búsqueda de algo
“mejor”.
El
poder democrático es, por su naturaleza, siempre provisorio. Depende
de la estabilidad de las elecciones, de las fluctuaciones de las
ideologías y de los intereses de clase. Podemos ver en él una
suerte de barómetro orgánico que registra las variaciones de la
voluntad política de la sociedad. Pero de un modo flagrante ya no
contamos las alternancias políticas aparentemente radicales que
tienen por efecto cambios de gobierno, pero que no vienen acompañadas
por transformaciones sociales, económicas y culturales tan
fundamentales como hacía suponer el resultado del sufragio.
En
efecto, decir gobierno “socialista”, o “socialdemócrata”, o
aun “conservador”, o “liberal” y llamarlo “poder”, no es
más que una operación estética barata. Es pretender nombrar algo
que no se encuentra allí donde querrían hacérnoslo creer. Porque
el poder, el verdadero poder, se encuentra en otra parte: es el poder
económico. Ese cuyos contornos de filigrana percibimos, pero se nos
escapa cuando queremos aproximarnos a él y contraataca si nos dan
ganas de restringir su influencia, sometiéndolo a las reglas del
interés general.
En
términos más claros: los pueblos no han elegido a sus gobiernos
para que éstos los “ofrezcan” al mercado. Pero el mercado
condiciona a los gobiernos para que éstos les “ofrezcan” a sus
pueblos. En nuestra época de mundialización liberal, el mercado es
el instrumento por excelencia del único poder digno de ese nombre,
el poder
económico y financiero.
Éste no es democrático puesto que no ha sido elegido por el pueblo,
no es gestionado por el pueblo y sobre todo porque no tiene como
finalidad el bienestar del pueblo.
No
hago más que enunciar verdades elementales. Los estrategas
políticos, de todos los bandos, han impuesto un silencio prudente
para que nadie se atreva a insinuar que seguimos cultivando la
mentira y aceptamos ser cómplices de ella.
El
sistema llamado democrático se parece cada vez más a un gobierno
de los
ricos y
cada vez menos a un gobierno del pueblo. Imposible negar la
evidencia: la masa de los pobres llamada a votar nunca es llamada a
gobernar. En la hipótesis de un gobierno formado por los pobres,
donde éstos representarían la mayoría, como Aristóteles imaginó
en su Política, ellos no dispondrían de los medios para modificar
la organización del universo de los ricos que los dominan, vigilan y
asfixian.
La
pretendida democracia occidental ha entrado en una etapa de
transformación retrógrada que no puede detener, y cuyas
consecuencias previsibles serán su propia negación. No hay
necesidad alguna de que alguien tome la responsabilidad de
liquidarla, ella misma se suicida todos los días.
¿Qué
hacer? ¿Reformarla? Sabemos que, como escribió acertadamente el
autor de El
Gatopardo[3],
reformar
no es otra cosa que cambiar lo necesario para que nada cambie.
¿Renovarla? ¿Qué época del pasado suficientemente democrática
valdría la pena que regresemos a ella para, a partir de ahí,
reconstruir con nuevos materiales lo que está en el camino de la
perdición? ¿La de la Grecia antigua? ¿La de las repúblicas
mercantiles de la Edad Media? ¿La del liberalismo inglés del siglo
XVII? ¿La del siglo francés de las Luces? Las respuestas serían
tan fútiles como las preguntas…
¿Qué
hacer entonces? Dejemos de considerar la democracia como
un valor adquirido, definido de una vez por todas e intocable para
siempre. En un mundo en que estamos acostumbrados a debatir todo,
sólo persiste un tabú: la democracia. Antonio Salazar (1889-1970),
el dictador que gobernó Portugal durante más de cuarenta años,
afirmaba: “No se cuestiona a Dios, no se cuestiona la patria, no se
cuestiona la familia”. Hoy en día cuestionamos a Dios, a la
patria, y si no cuestionamos la familia es porque ella se encarga de
hacerlo sola. Pero no cuestionamos la democracia.
Entonces
digo: cuestionémosla en todos los debates. Si no encontramos un modo
de reinventarla, no perderemos sólo la democracia, sino la esperanza
de ver un día los derechos humanos respetados en este planeta. Sería
entonces el fracaso más estruendoso de nuestro tiempo, la señal de
una traición que marcaría a la humanidad para siempre.
Notas:
[1] Aristóteles, Política, Editorial Nacional, Madrid, 1981.
[2] N. de la r.: José Saramago es miembro del Partido Comunista Portugués.
[3] Novela póstuma -Il Gattopardo- del escritor siciliano Giuseppe Tommasi di Lampedusa (1896-1957), publicada en 1958.
[1] Aristóteles, Política, Editorial Nacional, Madrid, 1981.
[2] N. de la r.: José Saramago es miembro del Partido Comunista Portugués.
[3] Novela póstuma -Il Gattopardo- del escritor siciliano Giuseppe Tommasi di Lampedusa (1896-1957), publicada en 1958.
Fuente: Monde
Diplomatique
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