PÀGINES MONOGRÀFIQUES

21/7/17

Se trata de desalienar la vida, de liberarla de las telarañas de la dominación

ANTIDESARROLLISMO Y COEDUCACIÓN SIN ESCUELAS

«Creo firmemente que el efecto real de las escuelas es prevenir la educación. […] Está claro que las escuelas no están ahí para educar, si lo hiciesen lo veríamos. Están ahí para reproducir la sociedad capitalista de consumo. Es lo que todo el mundo quiere que hagan, y lo hacen bien. Es por eso que las escuelas no se pueden arreglar. No se las puede reformar para que dejen de estar plagadas de relaciones autoritarias, aprendiendo toneladas de cosas irrelevantes y aburridas, exámenes, certificados, fracasos y violaciones de los derechos humanos. Si estas características fuesen eliminadas, entonces las escuelas no reproducirían la sociedad consumista-capitalista» — Ted Trainer[1]

Introducción

El 10 de marzo de 2017 los periódicos se hicieron eco del descubrimiento por parte de Repsol del «mayor yacimiento de petróleo en 30 años en EEUU» (El País, 10 de marzo, 2017). En ese artículo se informaba de que «los recursos identificados pueden aportar unos 1.200 millones de barriles de crudo ligero, el equivalente al consumo de España en cuatro años». Por esos días, ese mismo periódico publicó el artículo «La gran transición energética no esperará al fin del petróleo» en el que se afirmaba que «el consumo de petróleo —actualmente en torno a los 86 millones de barriles diarios— continuará ascendiendo hasta entre 90 y 100 millones en 2030». Los demás datos incluidos parecían dar la misma sensación de abundancia, de que este hallazgo nos aportará cantidades ingentes de energía. Utilicé sendas noticias para una sencilla actividad pedagógica con un grupo de alumnos y alumnas de 1º de ESPA (Educación Secundaria de Personas Adultas) que consistió en lo siguiente.

Tras dedicar un tiempo a la lectura de estos textos y discutir la veracidad de los datos aportados —en ese asunto no me voy a detener ahora—, pedí al alumnado que realizase algunos cálculos, como averiguar cuánto tiempo tardaría el mundo, al ritmo de consumo actual, en agotar ese yacimiento. He de reconocer que no sabía el resultado —aunque lo intuía— ya que decidí esperar para resolverlo con ellos y ellas. Tras realizar varias operaciones el resultado final fue de 13,95 días. Todos nos sorprendimos. Hubo quien pensó que nos habíamos equivocado en algo porque una cantidad tan breve de tiempo no tenía sentido, sobre todo viniendo de una noticia como aquella, tan optimista y esperanzadora respecto a la previsiones energéticas futuras. Sin embargo ese era el resultado: no llegaba a 14 días.


He aquí una sencilla actividad grupal que nos permite evidenciar lo engañoso del lenguaje periodístico con el que los medios de comunicación masivos distorsionan la percepción que tenemos de la realidad. Llevamos décadas sufriendo este tipo de manipulaciones. Si miramos atrás y analizamos las noticias aparecidas en los medios de los oligarcas, relacionadas con las cuestiones ecológica y energética, veremos que todas tratan de ocultar (a veces disimular) una realidad espeluznante: que estamos iniciando una etapa que se va a caracterizar por una escasez de recursos energéticos sin precedentes. Investigadores como Antonio Turiel hablan ya de que antes de 2020 podría ocurrir un pico conjunto de las energías no renovables, petróleo, gas natural, carbón y uranio, lo que nos avoca a un descenso energético forzado, con todo lo que eso conlleva: pérdida paulatina de derechos, desestructuración social, bajada de salarios, aumento del paro, subida de precios de los productos básicos…

La verdad es que de todos los escenarios imaginados por el ecólogo David Holmgren parece que el que tiene más posibilidades de materializarse es ese al que nos llevará un rápido calentamiento global combinado con un descenso energético aún más rápido. Así y todo, el profundo desencanto al que parece arrastrarnos esta realidad es, también, un golpe de realidadnecesario. Pensemos que lo valioso de este pesimismo estriba en la lucidez que paradojicamente nos aporta, pues al menos a muchos nos hace salir del engaño en el que hemos vivido durante todas estas últimas décadas.

Aunque yo no creo que la Escuela tenga que ser la encargada de crear una conciencia activa al respecto —mis propuestas, como se verá, se sitúan al margen de la Escuela—, no deja de sorprenderme que poco o nada se esté haciendo desde los colegios e institutos, públicos y privados. Tampoco desde las universidades (eso me sorprende aún más). He de confesar que durante los años que fui estudiante universitario y durante aquellos en los que trabajé en Institutos de Educación Secundaria me llamó poderosamente la atención una cosa: el gran analfabetismo ecológico del profesorado, yo incluido. Y respecto a los libros de texto habría que dedicarles un artículo aparte.

Con este artículo pretendo imaginar escenarios posibles y abrir unas cuantas vías de actuación educativas no escolares para afrontar el inminente colapso al que nos dirigimos: por un lado difundir a toda la población la información proporcionada por los investigadores —aunque ésta no nos guste, nos asuste o nos resulte a veces contradictoria— y por otro, construir un nuevo modo de aprendizaje horizontal y participativo con el que afrontar esas nuevas situaciones.

Antes de finalizar con esta introducción diré que todo lo que viene a continuación es aplicable al entorno en el que vivo. En ningún momento consideraré estos análisis, críticas y propuestas como universales. Es más, opino que cualquier movimiento antiescolar que aspire a poner en práctica una educación emancipada ha de ser antieurocéntrico. En otros territorios, donde la situación puede ser bien distinta, tal vez habría que proponer otras vías de actuación.

La Escuela ante el colapso

Ante esta situación tan alarmante la izquierda eco-ciudadanista y los ecosocialistas (podríamos mencionar a Barry Commoner, Ted Trainer, Mary Mellor o Jorge Riechmann), por un lado, comparten el objetivo de mitigar los efectos nocivos de esa escasez de recursos energéticos. Para ello proponen una etapa de transición en la que se vaya reduciendo paulatinamente el consumo de combustibles fósiles y que nos permita avanzar hacia un mundo pospetróleo en condiciones de justicia. Por otro lado, los anarcoecologistas, los eco-insurreccionalistas y, en general, los movimientos antidesarrollistas proponen un cambio radical, una destrucción total e inminente de la maquinaria económica y estatal (por ejemplo Derrick Jensen, John Zerzan, Paul Kingsnorth o Ron Sakolsy y sus amigos del Grupo Surrealista de Chicago con su ecología de lo maravilloso).

Pero tanto decrecentistas como antidesarrollistas coinciden en resaltar —que es adonde quería llegar— el papel salvífico que desempeñará la Escuela. He de decir que la gran mayoría de ellos son, en el fondo, apologetas de la escuela. Confían en ella; en la posibilidad de reformarla —mediante la inclusión en los currículos educativos oficiales de contenidos relacionados con cuestiones medioambientales, el aprendizaje—servicio o realizando actividades extraescolares de educación ambiental— para crear individuos críticos y un mundo más justo en el que el medioambiente sea respetado. Esta es la realidad dominante en amplias zonas de la izquierda.

Me gustaría exponer algunas consideraciones previas al respecto. La primera tiene que ver con el papel nefasto y nocivo que ha desempeñado la Escuela, en todas sus modalidades, a lo largo de la historia europea. No olvidemos que la escolarización, en Occidente, ha sido y sigue siendo un instrumento capitalista, que no ha servido ni con mucho para eliminar las desigualdades sociales. Admitir la Escuela actual es admitir por tanto el principal cimiento del capitalismo. Recordemos de paso que los grandes movimientos desescolarizadores y antipedagógicos de los años 60 y 70 (Paul Goodman, Everett Reimer o Ivan Illich) no fueron solamente una crítica a la pesadilla escolar sino al capitalismo contemporáneo; la lógica industrial, la mercantilización y la esclavitud del trabajo asalariado.

Otra consideración a tener muy en cuenta es que la Escuela —tradicional, pública, privada, libre o alternativa— no es un lugar adecuado para facilitar y fomentar la interacción y la socialización pues nos acostumbra a obedecer y delegar en otros. Al delegar, el alumno no somete a crítica las normas que regulan la vida escolar lo que, por extensión, reproducirán en otros ámbitos de la vida. Tampoco favorece el libre intercambio de conocimientos pues éstos vienen impuestos desde arriba. Ya dijo Ivan Illich que «la escuela amaestra al alumno para que se sirva de textos continuamente revisados»[2].

Por otro lado la Escuela impide que el alumno o la alumna experimente otros aprendizajes distintos, lo que hace que el único aprendizaje socialmente admitido sea el académico y reglado. Más argumentos: la Escuela forma parte de un complejo mecanismo que nos convierte en sujetos competitivos; existe para impedir al alumnado imaginar y experimentar otras formas de vida, basadas en la igualdad y el apoyo mutuo. Y algo más: desde que somos niños la Escuela nos adoctrina en la cultura escolar. Pensemos en las célebres competiciones deportivas, o en los tradicionales concursos literarios que se convocan en numerosos colegios e institutos.

También hallamos cultura escolar en esa necesidad imperiosa por formarse permanentemente, que nos impone el mercado laboral así como en un ámbito tan competitivo, corrompido y elitista como el universitario, cada vez más privatizado. Y por supuesto en el llamado tiempo libre, también llamado tiempo de ocio, tan vinculado al consumismo. Es evidente que, en Europa, seguimos enfangados en una noción burguesa de cultura, un tipo de cultura que, por cierto, hemos impuesto al resto del planeta y que divide a la gente en dos tipos de individuos: los genios elegidos, capaces de generar arte y literatura, y los espectadores pasivos, que consumen productos manufacturados, sin participar en el proceso creativo.

No hay más que ver los espectáculos musicales masivos en los que decenas de miles de personas «disfrutan» ante la actuación de unos pocos; un tipo de cultura segregadora, jerárquica y elitista que impide la participación y compartir el impulso creativo. Eso tiene mucho que ver con la mentalidad sumisa y servicial que se nos impone en la Escuela. Frente a eso Dereck Jensen ya insistió en la importancia de generar una cultura de resistencia, que tendrá que ser, añado yo, esencialmente antiescolar. Según este activista la cultura dominante nos hace generar odio hacia el mundo.

En la decimocuarta de las premisas con las que abre el primer volumen de su libro Endgame afirma que: «estamos individualmente y colectivamente educados a odiar la vida, odiar el mundo natural, odiar la naturaleza, odiar a los animales salvajes, odiar a las mujeres, odiar a los niños, odiar a nuestro cuerpo, odiar y temer a nuestras emociones, odiarnos». Y el germen de esa cultura dominante lo tenemos en el entorno escolar.

Si tenemos en cuenta todo lo dicho hasta ahora, contentarse con la idea de que la Escuela Pública termine cayendo junto con el capitalismo al que sirve es pecar de ingenuidad pues no hay que ignorar el catastrófico papel que ésta desempeñará durante ese hundimiento: el de seguir creando sujetos dóciles e ir preparando de forma gradual y pacífica la nueva esclavitud. Cuanto antes la echemos abajo antes podremos empezar a construir —aquí tal vez sea más apropiada una palabra de mi tierra, intraducible, que es entarajilar— un tejido social amplio y otro modo de vida.

Es más, afirmo que habría que abolir todo aquello que se parezca a una Escuela actual (privada, pública o alternativa). Mi crítica a la Escuela hace por tanto tabla rasa con la hegemonía escolar que impuso la modernidad, encadenándola a los procesos mercantiles e industriales, y de cuyas garras la izquierda tradicional aún no ha sabido escapar pues la ve como una conquista irrenunciable. Pero ¿qué tipo de Escuela existirá en Europa del Sur, si es que existe, durante ese tránsito hacia un mundo poscapitalista?

La Escuela por venir

Hay quién piensa que el neoliberalismo, en sus últimos coletazos, irá desmantelando la Escuela Pública para favorecer a los colegios y academias privadas, así como a las empresas y expertos del homeschooling. Su razonamiento es el siguiente: al dirigirnos hacia un mundo obligatoriamente desindustrializado, la Escuela ya no será necesaria. Es cierto que actualmente, en Occidente, ya no hay tantos individuos a los que convertir en trabajadores industriales. A esas personas a las que el capitalismo ya no necesita Anselm Jappe las llama «población superflua». Según él se trata de gente «que, desde el punto de vista del sistema, haría mejor en arrojarse al mar. Es gente que ya no dispone siquiera de las armas del viejo proletariado, como por ejemplo la posibilidad de hacer una huelga, porque, en definitiva, nadie les necesita»[3].

Yo opino que actualmente gran parte de esas personas sí que le sigue siendo útil a la dominación pero en calidad de trabajadores flexibles o, al menos, como posibles consumidores. Pero claro, en una fase más avanzada de una transición como la que aquí estoy describiendo, en la que escasee la energía y en la que el dinero público vaya desapareciendo, hay dos razones de peso para que la Escuela siga siendo imprescindible. Por un lado, el capitalismo, en esas fases tan imprecisas previas a su fin, va a seguir necesitando de ésta —siendo obligatoria para edades tempranas— como dispositivo de control social.

O dicho de otro modo, el desmoronamiento controlado del sistema-mundo actual requerirá de ese dique de contención que continúe amaestrando a la población en la instrucción y la docilidad. Pero esa escasez energética tendrá consecuencias aún más dramáticas puesto que producirá una fuerte reducción de esclavos energéticos por individuo que tal vez les haga, a muchos de estos individuos superfluos, ser de nuevo necesarios para convertirse en esclavos humanos —o en la mano de obra de un nuevo trabajo coercitivo inimaginable— de las élites, que querrán conservar sus comodidades. Las escuelas públicas, en ese escenario hipotético, sospecho que servirían para eso.

Aunque si miramos al presente, ¿acaso los inmigrantes que vienen a Europa huyendo de las atroces consecuencias del nuevo colonialismo, no están siendo sometidos ya a una esclavitud encubierta? También hay quien piensa que ante la falta de recursos energéticos los centros educativos públicos serán insostenibles pero lo cierto es que el metabolismo físico-energético de un colegio de Primaria o de un instituto de Enseñanza Secundaria no requiere de tanto consumo como un hospital, un estadio de futbol u otras instalaciones más prioritarias para la casta política que dirige el estado, como son las fábricas, los aeropuertos o las instalaciones militares.

Por todo lo expuesto es por lo que estimo que los colegios e institutos no serán las instituciones que la futura casta política estatal haga desaparecer primero. De modo que, de acuerdo con la tesis que vengo defendiendo estos últimos años, las escuelas —en esa primera fase de tránsito hacia un mundo poscapitalista— seguirán existiendo y siendo obligatorias para niños, niñas y adolescentes, aunque sí que es cierto que sus requerimientos energéticos se irán reduciendo de forma progresiva. Como es evidente, la Escuela de un capitalismo en declive no se parecerá a la Escuela de un capitalismo naciente; otro régimen energético implicará otro tipo de Escuela, que incluso podrá presumir de ser ecológica y sostenible (abordaré esta cuestión más adelante). Las futuras adaptaciones (curriculares, legislativas, normativas, logísticas, energéticas…) dependerán de esa desglobalización, de ese decrecimiento forzado que empezará a producirse en breve, con más prontitud en Europa del Sur, estimo, que en Europa central o en Europa del Norte.

¿En qué consistirán esas adaptaciones? Las Escuelas serán muy parecidas a las antiguas escuelas rurales de hace décadas. Aumentarán en número pero su tamaño se verá reducido y se dispersarán, incluso las situadas en las propias ciudades; no habrá autobuses que puedan recoger a estudiantes desperdigados para llevarles a puntos alejados de sus viviendas. Serán escuelas de proximidad. Esos edificios no dispondrán de ascensores. La iluminación eléctrica estará muy limitada, con lo que se aprovechará la luz solar lo máximo posible, llegándose incluso a impartir clase en el exterior. Los actuales esclavos energéticos escolares, a saber: pizarras digitales, ordenadores y tablets con conexión a Internet (con sus videojuegos educacionales, simuladores o tutoriales online), robots educativos, impresoras 3D o sofisticados proyectores desaparecerán poco a poco para recaer de nuevo en los maestros, maestras, profesores y profesoras todas las labores de enseñanza.

Además, pasarán de ser administradas por los viejos estados a ser controladas por estructuras estatales reducidas (posiblemente más reducidas que las actuales autonomías del estado español). Las coordinarán delegados estatales que asumirán el papel de los actuales inspectores de educación. Aquellos padres y madres que se nieguen a escolarizar a sus hijos e hijas serán amenazados con perder su custodia, de forma similar a como sucede en la actualidad. Por cuestiones de austeridad, se bajarán los salarios de los maestros, maestras, profesores y profesoras, que trabajarán más horas y aumentarán la ratio de alumnos y alumnas por clase. Y en las aulas convivirán niños y niñas de diferentes edades, lo que será bien recibido por los pedagogos «alternativos» que aún existan.

Paralelamente, se producirá una oleada de privatizaciones y de creación de nuevas escuelas privadas, similar al surgimiento de las universidades privadas actuales; algo que tiene que ver directamente con el saqueo neoliberal de la riqueza de los estados por parte del capital financiero. Este fenómeno de privatizaciones no es más que la apropiación del dinero recaudado por el fisco por parte de corporaciones privadas. Aunque se sabe que la Educación Superior es una de las áreas de inversión más importantes para este capital financiero —un negocio de miles de millones de euros—, a la Educación Primaria y Secundaria se las irá privatizando igualmente, aunque no del todo. A esas escuelas privadas acudirán los hijos e hijas de las familias pudientes, lo que contribuirá a agudizar las diferencias sociales.

En otro orden de cosas es vital preguntarse qué es lo que se enseñará en esas escuelas públicas. En la sección titulada «Pérdida y cambio de conocimientos» del capítulo «Quiebra del Estado fosilista» del libro En la espiral de la energía, sus autores reflexionan sobre cómo influirá un contexto próximo al colapso en la creación, difusión y conservación de los conocimientos. Aventuran que en «el Largo Descenso, la escolarización abarcará menos años y probablemente se producirá un proceso de aprendizaje más desligado de la educación formal (sobre todo universitaria) y mucho más relacionado con la práctica»[4].

También tiendo a pensar que en esas escuelas se abandonará el aprendizaje abstracto para dar prioridad a las destrezas manuales, pues los niños y niñas escolarizados en centros estatales, a diferencia de los hijos e hijas de los ricos y las ricas, que se escolarizarán en centros privados, tendrán que aprender desde bien pequeños a realizar las tareas que nadie querrá hacer. Incluso dentro de la propia Escuela Pública aquellos que obtengan las calificaciones más bajas seguirán siendo los condenados a realizar, dentro de los peores trabajos, los más indeseables. Para eso, se continuará recurriendo al dispositivo escolar más infame: el fracaso escolar que, no olvidemos, se instauró con ese fin (de la misma forma que las grandes empresas farmacéuticas evitan la curación y les resulta más rentable desarrollar drogas cronificadoras).

También creo que la Escuela Pública irá asumiendo paulatinamente programas relacionados con cuestiones ecológicas. Conviene recordar al respecto que desde ciertos gobiernos, organismos internacionales y grandes grupos corporativos ya se ha optado por estrategias que concilian la crisis energética y la globalización, adaptando la producción a los recursos actuales. Me temo que la «solución» será más capitalismo pero bajo la «apacible» forma de un capitalismo verde. Veamos cómo define este fenómeno el ecosocialista y surrealista Michael Löwy: «No se trata de oponer los “malos” capitalistas ecocidas con los «buenos» capitalistas verdes: es el sistema mismo, fundado en una competencia despiadada, en las exigencias de rentabilidad, en la carrera de las altas tasas de ganancias, el que es destructor de los equilibrios naturales.

El pretendido “capitalismo verde” es sólo una maniobra publicitaria, una etiqueta puesta para vender una mercancía, o, en el mejor de los casos, una iniciativa local equivalente a una gota de agua en la árida tierra del desierto capitalista»[5]. Diré, de paso, que sobre esta contradicción ha reflexionado ampliamente Daniel Tanuro en su libro El imposible capitalismo verde, cuya lectura aconsejo encarecidamente. De modo que, siguiendo esa lógica perversa, el Estado empezará a incluir en los currículos oficiales de muchas asignaturas contenidos que tengan que ver con las energías llamadas alternativas —que en realidad no tienen nada de alternativas pues son subsidiarias del petróleo— como la energía de biomasa, la termosolar, la fotovoltaica o la eólica y que, además, están en manos de grandes grupos constructores y energéticos.

Paralelamente se potenciará todavía más el aprendizaje-servicio como método para vincular el compromiso social con el aprendizaje escolarizado y se fomentarán en el aula valores como el reciclaje o el consumo responsable. Pero estas maniobras de despiste no sólo se harán desde la Escuela. Tengo la sospecha de que en unos pocos años, desde eso que yo he denominado rizoma pedagógico (concepto paraguas que incluye distintos dispositivos como la industria del cine, la publicidad, las empresas del entretenimiento, los libros de autoayuda o los mass-media) y aunque debilitados por la escasez energética, alternen sus mamarrachadas de distracción —pensemos por ejemplo en la película Captain Fantastic; el momento tan idílico como sutil en el que la familia está viajando en su autobús y se ven al fondo varios molinos eólicos— con campañas de concienciación sobre decrecimiento y colapso, con las que empiecen a «sensibilizarnos» para que aceptemos el hecho de tener que perder derechos sociales y consumir menos, o instando hipócritamente a las clases oprimidas y desfavorecidas, a los trabajadores y parados, y a toda esa población superflua antes aludida, a «arrimar el hombro» convenciéndonos por ejemplo de que acudamos a comprar alimentos «ecológicos» a los grandes centros comerciales que aún queden en pie. Incluso llegarán a conseguir que nos sintamos culpables por utilizar más agua de lo aconsejable.

Ese capitalismo verde creará, por tanto, un nuevo código cívico. Sobra decir que en muchos colegios e institutos ya se están desarrollando proyectos que apuntan en esa dirección (volveré a este punto más adelante).

Hacia una co-educación antiescolar

Ante esta situación propongo varias vías de actuación. En mi libro La tiza envenenada. Co-educar en tiempos de colapso, he defendido —además de la abolición de las escuelas— dos planos distintos: el aprendizaje de proximidad —a escala individual y grupal, basado en la instrucción voluntaria, la experimentación y el juego— y otro tipo de aprendizaje ya propuesto por James Boltkin y del que se habló mucho en la conferencia de Salzburgo organizada por el Club de Roma en 1979: el aprendizaje de anticipación, para prepararse a gran escala ante posibles situaciones de catástrofe cercanas.

Por un lado, en ese primer nivel, es enriquecedor aprovechar la posibilidad de participar en numerosos grupos de autoaprendizaje, en lo que yo he llamado las situaciones efímeras de aprendizaje (momentos imprevistos de la vida cotidiana en los que se aprende algo inesperado y significativo) o ejercer de la forma más irresponsable posible un aprendizaje salvaje mediante el cual experimentar libremente con la mente y el cuerpo, y que he llamado prácticas de realidad.

Pero me gustaría detenerme en ese segundo nivel que exige, queramos o no, la coordinación entre distintos colectivos de investigadores, permacultores, miembros de cooperativas y grupos de consumo para establecer un aprendizaje global que persiga acuerdos en todo lo relacionado con el medio ambiente y sus transformaciones. Para lo cual planteo cuatro fases, que describo a continuación.

Desaprender y adquirir conciencia del colapso


La primera de estas fases consiste en deconstruir lo aprendido. Deberemos emprender ya mismo un profundo desaprendizaje para eliminar de nuestra mente todas las mentiras y fantasías de omnipotencia que la Escuela y los medios de comunicación masivos nos han ido inoculando. Para eso debemos fomentar un aprendizaje horizontal que permita el contraste libre de información lo que exige a su vez la desaparición tanto de las maquinarias de expresión hegemónicas de las élites —y uno de sus más perversos dispositivos: la opinión pública—, como de la Escuela, por ser una institución transmisora de conocimientos impuestos de forma vertical.

La segunda fase consistirá en adquirir conciencia de colapso, es decir, aceptar que estamos avanzando hacia un abismo, y una conciencia ecológica que nos haga buscar soluciones realistas. Esta doble asunción, comprender la situación tan alarmante de la biosfera en toda su gravedad y asumir voluntariamente la necesidad de actuar, es un requisito previo a toda posibilidad de transformación o anticipación. Dar ese paso no quiere decir que se deba concebir un hombre nuevo, lo que tendría más que ver con el absurdo mito del cyborg o el hombre-máquina. Se trata de una metamorfosis cognitiva, un acontecimiento similar a la noción de conversión utilizada en varias ocasiones por el filósofo Manuel Sacristán para referirse a la transformación de las propias personas, de cara a romper con muchos obstáculos mentales como son la tecnolatría, el individualismo o el confort. Pero nada nos garantiza que en la Escuela podamos adquirir todos y todas esa doble conciencia. Trataré de explicar por qué a continuación.

Son muchos los autores que creen que la Escuela es la institución idónea no sólo para fomentar tal concienciación sino para preparar a la humanidad para afrontar un mundo pospetróleo. Pondré un ejemplo. Manuel Casal Lodeiro en el Anexo II de su célebre libro La izquierda ante el colapso de la civilización industrial enumera interesantes propuestas para afrontar ese tránsito poscapitalista. Dedica un subapartado a la educación en el que aporta posibles vías de actuación, algunas de las cuales tienen que ver con el ámbito escolar y la idea tan extendida de implementar en los currículos «la capacitación de los estudiantes en habilidades y conocimientos necesarios para una vida pospetróleo» o de incluir en los libros de texto asuntos que aborden «la visión histórica de la relación entre nuestra especie y la energía»[6].

El problema que veo aquí es doble: por un lado, coincido con educadores como David Sobel quien asegura que al trabajar con alumnos y alumnas de escasa edad, que no han desarrollado plenamente el lóbulo frontal, es muy difícil abordar ideas abstractas. Por otro, si pensamos en los colegios de Primaria y Secundaria, es irónico tratar de crear sujetos críticos y responsables en estos lugares, cuando es ahí precisamente donde las personalidades son modeladas sin piedad. Aquí podríamos hablar del concepto de pedagogía colonial que, según Walter Benjamín —aunque él confiaba en la posibilidad de crear una escuela en la que esto no sucediese— destruye la subjetividad de los niños.

Según Lluís Ballester y Antoni J. Colom: «Benjamin inicia una crítica a la pedagogía, a los propios adultos y, en definitiva, al mercado. El material o los juegos didácticos, así como los libros o juguetes infantiles son fruto de la pedantería de los adultos, que creen adivinar los gustos de los niños […] los niños no imitan las cosas de los adultos; prefieren objetos cualesquiera sin utilidad infantil aparente, pero a los que son capaces de dar vida relacionándose con ellos en sus juegos de forma más profunda que con los juegos creados para jugar»[7]. Este mismo razonamiento puede aplicarse a cualquier proceso de aprendizaje, y a los libros de texto o software educativo diseñados por los adultos.

Pero aunque el profesorado o el alumnado quisieran incorporar en las programaciones esos asuntos el propio Estado se lo impediría, pues no olvidemos que las leyes educativas vienen determinadas desde instituciones internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o la Unión Europea (OCDE). Hagamos memoria; en 1999 veintinueve ministros de Educación europeos firmaron la Declaración de Bolonia, sentando las bases del Espacio Europeo de Educación Superior que sigue las directrices de las organizaciones empresariales. Por su parte la OCDE desarrolla y difunde en 2003 el proyecto DeSeCo (Definición y Selección de Competencias) y la mayoría de los países de la OCDE, entre ellos España, comienzan a reformular el currículo escolar en torno al concepto de competencias básicas.

Es importante advertir que todas estas grandes decisiones nunca fueron sometidas a referéndum. Teniendo en cuenta eso: que el Estado nunca permitirá que se incluyan en las Escuelas contenidos sobre las causas y consecuencias de la actual crisis energética —pues jamás se enfrentará con la industria petrolera, ni con la poderosa industria del automóvil, ni con los grandes conglomerados industriales del negocio eólico o nuclear— sólo nos queda, para poder divulgar conocimientos que nos preparen para el colapso, realizar esa labor en un contexto de auto organización popular, responsabilidad colectiva y cooperación.

No obstante lanzaré un último argumento anti escolar, y que trataré de desarrollar en profundidad: nada hay más inútil que pretender crear conciencia ecológica en la Escuela. Hay una incompatibilidad inmensa entre las metodologías escolares y cualquier pretensión moralizante. Cualquiera que haya trabajado como profesor o profesora en un centro educativo sabe que ningún método, ni ninguna disciplina escolar nos asegura repercutir en la conciencia de los alumnos o alumnas, sobre todo si tenemos en cuenta el aislamiento de la Escuela respecto del resto de la sociedad. De ahí que, para ser mínimamente sensatos en esta apreciación, sea poco pertinente tomar en serio la vinculación entre las actividades realizadas en el aula y su supuesta resonancia social.

Aunque es verdad que, tanto a los alumnos de Primaria como a los de Secundaria, sí que podría transmitírseles cierta información relativa a la influencia humana en los ecosistemas, en ningún caso podemos esperar que estos adquieran un compromiso medioambiental sincero. De esta imposibilidad ya nos había hablado Walter Benjamin: «dado que el proceso de educación moral se opone, por principio, a toda racionalización o esquematización, no tiene nada que ver con ningún tipo de enseñanza, pues la enseñanza es para nosotros, y por principio, el medio racionalizado de educación»[8]. Es en otros ámbitos de la sociedad donde la gente puede activar esa empatía moral ecológica tan necesaria, mediante el aprendizaje vicario, la convivencia o el paso rotativo por todos los cargos de responsabilidad de la comunidad. Para excitar esa actitud moral que permanece adormecida en nuestro inconsciente es necesario por tanto salir del aula y de la Escuela e implicarse de lleno en la sociedad.

Sin embargo, actualmente, desde los centros educativos ya ha empezado a imponerse, más allá de las meras iniciativas individuales, una suerte de moral ecológica, basada en energías falsamente renovables. Abundan cada vez más los proyectos de educación ambiental relacionados con el llamado aprendizaje-servicio, subvencionados muchos de ellos por diversas instituciones públicas, entidades bancarias, empresas interesadas y diversas fundaciones. Así como la religiosidad —desde fuera pero sobre todo desde dentro de las Escuelas— posibilitó la implantación de una moral totalizadora, afirmo que esa fe irracional en la tecnología —a la que Jorge Riechmann llama tecnolatría— y que muchos creen que nos salvará de la crisis ecológica y energética en la que ya hemos entrado, está posibilitando la implementación de una falsa moral ecológica en las escuelas. He aquí el riesgo de caer en otro tipo de creencia moralizadora tan normativizada y pedagogizada como el cristianismo. Este deslizamiento que, a modo de trilero, sustituye la educación religiosa por la educación tecnológica tiene una consecuencia devastadora: anular el pensamiento crítico y fomentar el pensamiento único e ilusorio.

Además, la moral ecológica que se difunde desde la Escuela Pública —de forma puntual y vaporosa— está despolitizada por completo. Dicho de otro modo: la Escuela fomenta una ética boba que no cuestiona la existencia del sistema de explotación actual. A su vez, tal proceso es excesivamente etizante. En general el pensamiento ecologista se está despolitizando y etizando de forma preocupante. Estoy a favor de crear vínculos humanos que potencien la aparición de voluntad ética —eso que Louis Janover llamó «decisión ética, voluntad de autoeducación y de transformación interior»[9]— pero no etizar cualquier proceso de aprendizaje por decreto ley —y más si se lo desvincula de lo político—, más que nada por el riesgo de caer en rigideces ideologías moralizantes o en comportamientos dogmáticos que en la mayoría de los casos nos hacen perder perspectiva.

Reducir las emisiones de efecto invernadero, por ejemplo, no debería partir de una motivación ética sino de razones puramente utilitarias. En ese sentido creo que en cualquier espacio de aprendizaje debería evitarse esa tendencia eticista. La única ética efectiva será una ética transformadora y verdaderamente revolucionaria, que surja de forma voluntaria y que Janover caracterizó así: «La ética revolucionaria se define por oposición directa a la “moral del ocio”, que toma la existencia de los amos o de las castas intelectuales ociosas por modelos de la emancipación y del goce humanos»[10].

Es por eso por lo que, de cara a fomentar una moral ecológica no pedagogizada ni impuesta, ésta ha de producirse en el espacio social; fuera de la Escuela pero también fuera de las garras del mercado, al margen de todos los dispositivos del rizoma pedagógico que no dejan de bombardearnos con noticias engañosas, documentales falaces, charlas de expertos o debates televisados.

Asimismo, esta tendencia a etizar la Escuela no ha hecho más que perjudicarla pues la ha terminado por convertir en una escombrera de responsabilidades donde todos, alumnos, profesores, maestros, reciben su parte de culpa. Un ejemplo de esta propensión la hallamos en autores como Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes cuando acusan a la institución escolar del analfabetismo ecológico de los adultos: «el sistema educativo dista mucho de estar preparado para los cambios que se avecinan, por lo que la población, en general, adolece de conocimientos básicos (agricultura adaptada al entorno, elaboración de máquinas sencillas, construcción de monedas sociales, articulación social) y de capacidad de comprender los fuertes cambios que ya se están produciendo. Lo que atesora son habilidades que se olvidarán por inservibles»[11].

El sistema educativo dista mucho de eso porque su verdadero cometido seguirá siendo desviar la atención de lo importante para que sigamos consumiendo sin cuestionarnos la realidad que nos rodea. El absurdo llega a tal extremo que, de la misma forma que a los niños y niñas no escolarizados de países cuyos recursos están siendo literalmente robados por las potencias mundiales, se les culpabiliza del hambre que padece su población, a los niños, niñas y adolescentes que no reciben educación ecológica —y a los profesores, profesoras, maestros o maestras que no imparten tal educación— se les señala como responsables indirectos del despilfarro energético o de la crisis ecológica. Al parecer, la culpa de la contaminación ambiental, la tala de árboles o el calentamiento global la tiene la Escuela cuando es desde instituciones y organismos dirigidos por adultos desde donde se podría frenar realmente esa devastación desarrollista.

Por otra parte, resulta llamativo que esa educación verde no se inserte en otros niveles educativos como el Bachiller, la Formación Profesional o la Universidad, o en otros ámbitos realmente perniciosos como son el industrial, el empresarial o el financiero. Precisamente por eso el Estado, de forma perversa, ha convertido a la Escuela Pública en la organización cultural hegemónica —pues su repercusión social es prácticamente nula—arrebatando a otros ámbitos de la sociedad la posibilidad de difundir el conocimiento considerado como esencial.

Aprendizaje participativo y horizontal

Una tercera fase consistirá en prepararse para afrontar las situaciones de dificultad que se nos vengan encima mediante la puesta en práctica de aprendizajes horizontales, participativos y voluntarios que, además de paliar los efectos nocivos de las crisis ecológica y energética, traten de involucrar a todos los individuos, faciliten una distribución equitativa de los conocimientos y surjan en todos los ámbitos de la sociedad. Creo que la desaparición paulatina del trabajo asalariado y del dinero, así como la reducción de la producción y del transporte de mercancías, favorecerá su consecución. Pero poco ayudarán las habituales clases obligatorias de colegios e institutos, el tradicional modelo de clase magistral que impera en las universidades o las charlas de los expertos, tan promovidas desde numerosos medios de comunicación masivos, antes bien, lo harían los encuentros de colectivos diversos, vecinos e investigadores que confronten información, la debatan y la intercambien de igual a igual. De la escolarización obligatoria de niños y adolescentes se pasará a la instrucción voluntaria de todas las personas, indistintamente de su edad, en multitud de ámbitos y siguiendo distintas rutas.

En ese sentido Manuel Casal Lodeiro lanza en el libro ya citado otras propuestas destacables como son la recuperación de saberes y oficios tradicionales o potenciar la autogestión y la auto organización; habla de promover escuelas populares, ateneos y grupos de autoaprendizaje en los que organizar charlas, jornadas y debates vinculados con el cénit del petróleo, el compostaje casero o las habilidades útiles en un mundo sin petróleo, por citar tan sólo algunas de sus opciones. Otra de sus propuestas más seductoras es la creación de «centros autonómicos de referencia» que funcionen a nivel comarcal y regional y en donde se debata y experimente con las cuestiones antes mencionadas; sus estrategias apuntan a la necesidad de habilitar espacios para el contraste de información y la creación y difusión de conocimiento.

Lo que interesaría aquí es que esos encuentros sean vividos realmente como experiencias compartidas, que estén socializados al máximo y entretejidos en el funcionamiento mismo de la colectividad. Mejor dicho: que puedan tener resonancia en la realidad social. Es por eso que, en ese tránsito hacia esas nuevas sociedades, tanto en la enseñanza divulgativa como en el aprendizaje instructivo, creo que deberían priorizarse el estudio de los propios recursos de la comunidad (y de las comunidades vecinas), el progresivo y lento desmantelamiento de las ciudades, la ruralización, la soberanía alimentaria, los huertos urbanos, los modos de agricultura y ganadería no intensivas, la lucha contra la masiva destrucción de suelos y hábitats naturales, estrategias para evitar y/o hacer frente al calentamiento global, y en general, adoptar un nuevo modo de vida en paz con los ecosistemas.

Para acometer tales modificaciones será muy provechosa la ampliación que Jorge Riechmann hace del término biomímesis en el sentido de imitar los ecosistemas mediante metabolismos sociales que respeten la naturaleza, construyendo una tecnosfera que se adapte de forma armoniosa y sostenible al funcionamiento de la biosfera.

Recuperarlo todo

Ahora bien, de qué sirve querer aprender juntos, reunirse y formarse en torno a asuntos como el respeto al medioambiente o la soberanía alimentaria si no disponemos del uso de los lugares que decimos defender o de aquellos que podrían proveernos de alimentos. Es por eso que con el fin de ejercer una educación vinculada al propio entorno hará falta superar una cuarta fase —que puede darse simultáneamente a la tercera— y que consistirá en recuperar el territorio. Entiendo el término territorio en un sentido muy amplio, no sólo en el relacionado con los medios de producción.

Primero, en un sentido institucional; para poder aprender de otro modo habrá que utilizar todos esos espacios «cedidos» por el Estado u okupados —okupar equivale aquí a recuperar— por la fuerza como lugares de encuentro y experimentación. Podrán utilizarse las infraestructuras para entonces abandonadas como los grandes estadios deportivos y centros comerciales. No niego que se deba recurrir al uso de instituciones que todavía funcionen como bibliotecas, asociaciones vecinales o centros sociales. Estos lugares se destinarán, en gran parte, al aprendizaje en todas sus dimensiones: lúdico, amatorio, gremial e instructivo.

En ellos se realizarán asambleas, talleres, debates, foros de intercambio de opinión y charlas informativas, aunque el concepto de charla informativa me resulta escaso, pues creo que todas esas reuniones entre vecinos deberían ser encuentros en los que se tomen entre todos decisiones importantes para la comunidad. Serán igualmente espacios de tránsito y reunión entre productores locales y consumidores. En estos nuevos emplazamientos, a los que he dado el nombre de Centros de Aprendizaje Convivencial y que serán accesibles a cualquiera, la convivencia intergeneracional será fundamental.

Serán fruto de la fusión de guarderías, Escuelas y geriátricos; serán fusión de talleres destinados al aprendizaje de ciertos oficios y espacios lúdicos de niños, jóvenes y ancianos. Tal vez el modelo actual más parecido a lo que estoy tratando de imaginar aquí sean los Centros de Educación de Personas Adultas. El hecho de haber estado tantos años trabajando en este tipo de centros me ha llevado a la convicción de que el verdadero aprendizaje se produce cuando existe una absoluta diversidad entre los participantes; de ahí que en vez de imaginar colegios e institutos imagine Centros de Adultos a los que acudan de forma voluntaria niños, adolescentes, padres, madres, y ancianos bien sea con la idea de obtener el título de Graduado en Educación Secundaria o con la intención de intervenir en trayectos educativos no reglados como talleres o cursos.

Un buen ejemplo de autogestión educativa lo tenemos en la Escuela Popular La Prospe de Madrid, concretamente en su primera época. Aunque los Centros de Adultos sean en la actualidad centros públicos controlados por el Estado, pueden ser lugares de encuentros voluntarios, perfectamente válidos y efectivos, sobre todo en sus enseñanzas no regladas, a los que acudan padres y madres con sus hijos e hijas, en donde desarrollar actividades como la descrita en el ejemplo con el que he abierto este artículo pero también donde decidir asambleariamente qué transformaciones realizar en los entornos públicos. Puede que sigan trabajando allí funcionarios (profesores e inspectores). Lo que será fundamental es que, mientras el Estado vaya desdibujándose, la propia población vigile —a la vez que va apoderándose de ellos— esos centros estatales para evitar que caigan en manos de mafias, organizaciones opacas, bancos o cualquier empresa privada.

Quiero decir que cada paso que se dé dentro del Estado debe ser un paso para destruirlo y, por tanto, para alejarse de él, si no, uno se vería al borde de una contradicción, pero también para que su uso sea efectivamente público. No se trata de ir okupando los vacíos que supuestamente vaya dejando tras de sí ese Estado en descomposición sino más bien de ir arrebatándoselos incluso por vías violentas si hiciera falta y someterlos a una verdadera autogestión vecinal. Soy consciente de que la mayoría de los ecosocialistas proponen estrategias mixtas para afrontar los grandes cambios que se avecinan. Pondré un ejemplo.

En la revista Integra Educativa hallamos un texto firmado por Andrés Bansart titulado «Educación mutua para el ecosocialismo». Aunque no estoy de acuerdo en la defensa que hace de los colegios e institutos, sí que coincido con él en su visión de que la educación debe transformarse para que todas las personas se involucren de forma voluntaria en el funcionamiento de la propia comunidad. Habla de «democracia directa y permanente» ejercida por niños, niñas, adolescentes y adultos, que aprendan juntos a vivir, cooperando activamente en la sociedad. Además, Bansart considera que no sólo es necesaria la participación de todos sino cambios estructurales profundos: «La educación ecosocialista, además de ser mutua y permanente, tiene que ser sistémica. El ser colectivo y sus integrantes deben tener la capacidad de identificar las partes del todo, descubrir las relaciones entre estas partes, analizarlas una por una y volver a aprehender la totalidad»[12].

Pero he de reconocer que encuentro en sus propuestas bienintencionadas cierta contradicción. Por un lado, afirma que «Sin una formación mutua, una información compartida y una comunicación verdadera es imposible llegar a una autodeterminación de las colectividades y de los pueblos. […] La horizontalidad y la comunicación son fundamentales para esta integración (son fundamentales, es decir fundadoras del proyecto ecosocialista)»[13] para añadir unas pocas líneas después que «La horizontalidad es, por consiguiente, esencial para el proceso ecosocialista (esencial en el sentido de que esta horizontalidad es su esencia). Sin embargo, se necesita también una cierta verticalidad. El Estado debe recibir las informaciones que vienen desde las bases, interpretarlas, buscar denominadores comunes u observar divergencias. A partir de esto, tiene que delinear políticas, diseñar planes e implementar programas destinados al conjunto del país, también emprender acciones a favor de una integración regional»[14].

Como cuento de hadas no está nada mal pero para afrontar transformaciones de gran envergadura como las que aquí presento, no creo que esa toma de las instituciones (la toma del Estado) sea conveniente. Es más, veo una contradicción enorme entre la idea de tomar el Estado y la idea de dispersar el poder, y más en el contexto de esa difícil transición que iniciaremos en breve. Por un lado, acceder a cargos políticos hace que muchos cedan a la posibilidad de corromperse y por otro lado, al delegar en representantes políticos, se imposibilita la ampliación del poder capacitante de la gente.

Considero por tanto que las estrategias mixtas o estatocéntricas son un error; confiar en el Estado es no percibir la realidad e ignorar quién está detrás de él. Confianza cero en el Estado. Insisto. Y menos en un estado desesperado, en esa excrecencia de estado que aún tratará de ejercer el control y de permitir que los ricos conserven sus privilegios y comodidades a expensas de los más desfavorecidos. Igualmente si deseamos aprender sin asumir el discurso de los expertos o de los telepredicadores —que tratarán de despistar y manipular— debemos huir del capitalismo y de todas sus mutaciones, y muy en particular del rizoma educativo y sus tentáculos. Por ello Anselm Jappe habla de que «la única oportunidad está en salir del capitalismo industrial y sus fundamentos; es decir, de la mercancía y su fetichismo, del valor, del dinero, del mercado, del Estado, de la competencia, de la nación, del patriarcado, del trabajo y del narcisismo, en lugar de acondicionarlos, de apropiarse de ellos, de mejorarlos o de servirse de ellos»[15].

Así se generará verdadero conocimiento, cuando personas de todas las edades entren en contacto para aprender de forma voluntaria, entendiendo el aprendizaje como vinculación con la sociedad en la que se vive, sin la injerencia ya ni de las grandes empresas transnacionales, ni del Estado, ni de los embusteros textos educativos. Se trata de construir un paradigma cultural distinto del actual en el que no exista un sujeto trascendental kantiano capaz de generar conocimiento, frente a otros sujetos incapaces de generarlo.

Pero generar conocimiento no implica generar conciencia ecológica. Estos Centros de Aprendizaje Convivencial no serán lugares donde eso deba producirse de forma obligatoria; no serán instituciones transmisoras de una moral. Insisto en la argumentación de Benjamin al respecto: «la enseñanza, con su fundamentación racionalista y psicológica, nunca puede alcanzar la actitud ética, sino únicamente lo empírico, lo prescrito»[16]. Ese proceso mediante el cual todos adquiramos el deseable compromiso de ser respetuosos con los ecosistemas, de producirse, se producirá fruto de una amplia interacción entre todos los miembros de la comunidad, desarrollando apego por el propio entorno en el que se vive y en el que se colabora de forma activa. Me refiero a que aprender a amar y a cuidar los entornos naturales exige disponer de ellos para utilizarlos y compartirlos.

Esto me lleva a una segunda acepción del término territorioRecuperar el territorio quiere decir también integrarse de nuevo en los ecosistemas de los que hemos estado viviendo separados; recuperar los bienes comunales, reapropiarse de aquellas zonas de caza y pesca o terrenos cultivables que permitan dar sustento a la población, recuperar el pinar, la costa, el río o la vieja escombrera con todo lo que estos lugares comportan: tradiciones y antiguos modos de agricultura, compañerismo y viejas alianzas, y en algunos casos recuerdos íntimos y personales. Esto es, en definitiva, restablecer toda una cultura local. Es por eso que sin esta cuarta fase la tercera perdería todo su sentido. Aunque he de recordar que existen comunidades que lo tienen muy difícil para acometer tal recuperación, como les sucede por ejemplo a los saharauis o a los tibetanos, a quienes les han arrebatado absolutamente todo.

Para poder establecer nuevas formas de intercambio humano habrá que arrebatarle al capital, entonces, todos esos entornos naturales que han sido urbanizados, contaminados y sepultados bajo la pesadilla desarrollista. De ese modo podrán ponerse en práctica cooperativas, huertos colectivos, redes alternativas de transporte, redes de fabricación de ropa o cualquier otra estructura solidaria. Esos nuevos espacios de confluencia, tan distintos de lo que hasta entonces habremos conocido, serán una oportunidad de participar de forma plena en la sociedad e ir adaptando el modo de vida a un planeta con recursos limitados. Puede servirnos de apoyatura la obra de Ted Trainer, quien apuesta por un modo de vida más sencillo, abandonando el consumismo.

En obras como La energía renovable no puede sostener una sociedad de consumo defiende abiertamente la cooperación y el apoyo mutuo; nos habla de «reuniones regulares de trabajo voluntario» en las que todos realicen las tareas realmente necesarias para la comunidad: «Podríamos formar parte de varios turnos, comités y grupos de trabajo que realicen el mantenimiento de molinos, construcción de edificios públicos, el cuidado de los niños y enfermería, la educación básica y el cuidado de los ancianos y discapacitados en nuestra área. Estas actividades se ocuparán de realizar muchas de las funciones que los consejos burocráticos realizan actualmente por nosotros, como mantener nuestros propios parques y calles, y también la energía, el agua y la gestión de residuos. […] Necesitaríamos por lo tanto muchos menos burócratas y profesionales, reduciendo así la cantidad de ingreso que necesitaríamos ganar para pagar impuestos y servicios»[17].

Haré algunas matizaciones a estas propuestas tan estimulantes: con el fin de evitar la compartimentación actual de la sociedad, propongo que los procesos que influyan en la educación de los niños y adolescentes sean los mismos que se apliquen a la educación de los adultos. Por otro lado, en la creación de estos grupos de trabajo, habría que rehuir la creación de profesionales, agentes educativos o nuevos expertos que con ayuda de «innovadoras» pedagogías dirijan la vida de los demás, imponiéndoselas. Las propuestas lanzadas por Ivan Illich tendrán absoluta vigencia.

Él habló de diferentes tramas educacionales como por ejemplo los servicios de búsqueda de compañero, el acceso libre de cualquier persona a lugares en los que se pueda aprender como bibliotecas, laboratorios, museos, teatros o fábricas, las lonjas de habilidades (en las que aquellos que posean cierta habilidad se ofrezcan para enseñárselas a otros), la asignación de cierta cantidad de créditos básicos (una especie de renta básica del conocimiento) a todas las personas por igual y que puedan canjear por la obtención de ciertos conocimientos, propiciar que cualquiera pudiera elegir a maestros ocasionales o la posibilidad de que cualquier persona tuviera la opción de proponer un debate en el espacio público.

No estoy muy de acuerdo con la esperanza que él depositaba en la tecnología, como era el uso de ordenadores para realizar esas búsquedas; si Illich viera el uso que en la actualidad se hace de las redes sociales se echaría las manos a la cabeza. Así y todo, creo que todas ellas son vías de actuación no sólo viables sino deseables. La respuesta, por tanto, ha de darse fuera del recinto escolar propiciando procesos educativos a la luz de la vida en sociedad.

En esa nueva educación será fundamental la convivencia intergeneracional, de ahí que considere necesarios los Centros de Educación de Personas Adultas. Si nos encaminamos hacia sociedades sin internet ni ordenadores (o por lo menos con un uso limitado de los mismos, o en manos tan sólo de las élites) la cultura oral y escrita volverá a tener la importancia que tuvo en el pasado lo que fortalecerá los vínculos sociales; será esencial que los conocimientos pasen de amigos a amigas, de vecinas a vecinos, de padres y madres a hijos, hijas, nietos y nietas (y al revés). No sólo florecerán nuevos conocimientos públicos sino que surgirán además conocimientos relacionales, que crearán vínculos más estrechos entre unos y otros. La convivencia, la cultura del aprovechamiento de los pocos recursos de los que se disponga y la necesidad de compartirlos establecerá entre los vecinos y vecinas nuevos lazos de solidaridad.

Muchos autores insisten en la importancia, para entonces, de los ancianos que poseerán información abundante relativa a la naturaleza, la mecánica básica, la elaboración del compost o la ganadería ecológica. La cuestión es si los ancianos de entonces conservarán esos conocimientos. De todos modos no sólo se aprenderá de ellos —y ellos de nosotros— sino que al compartir muchos momentos de la vida con ellos nos educaremos, indirectamente, en la tarea de los cuidados, lo que va en sintonía con algunas propuestas procedentes del anarcofeminismo o del ecofeminismo —aunque no comparto el papel protector y salvífico que esta corriente le asigna al Estado— que tienen que ver con la ética del cuidado y que, rechazando de lleno esa cultura patriarcal que impone realizar exclusivamente a la mujer esas tareas, aspiran a un reparto justo de las mismas entre hombres y mujeres. De ahí el término «anti-andragogía» del subtítulo de mi libro La tiza envenenada, con el que he tratado de rechazar las pedagogías machistas —escolares o no— que los hombres adultos, o el propio Estado, le imponen a las mujeres.

La construcción del pensamiento ecotópico


Para que surja ese nuevo aprendizaje es esencial configurar nuevos imaginarios y nuevas narrativas pero también nuevas poéticas. Y ahí cobra especial protagonismo el pensamiento utópico. Pongámonos entonces —¿por qué no?— utópicos. Michael Löwy escribió al respecto: «¿Utopía? En el sentido etimológico —“no lugar”—, sin duda. Pero si no se cree, junto con Hegel, que “todo lo que es real es racional, y todo lo que es racional es real”, ¿cómo pensar una racionalidad sustancial sin invocar utopías? La utopía es indispensable para el cambio social; extrae su fuerza de las contradicciones de la realidad y de los movimientos sociales»[18]. Además, tengamos en cuenta que la ausencia de pensamiento utópico siempre es ocupada por el ocultismo, supersticiones religiosas indeseables u oleadas de desencanto de las que Jorge Riechmann tanto nos alerta por ser el alimento de nuevos movimientos fascistas.

Ante cualquier forma de pensamiento ilusorio e insolidario cabe oponer por tanto una imaginación analítica e insurgente, llena de humor y entusiasmo, que nos permita concebir escenarios alternativos al vigente. A mi modo de ver, para poder constituir esas sociedades emancipadas y sustentables, apetecidas por muchos, debemos primero imaginarlas aunque sea como mero ejercicio creativo. Si no lo hacemos nosotros, otros se encargarán de imaginarlas por nosotros, si es que eso no está sucediendo ya.

Actualmente vivimos inmersos en un imaginario infantilizado y occidentalocéntrico. No hay más que ver, por un lado, el peso que en la cultura popular tienen las películas de apocalipsis zombis o catástrofes planetarias en las que el capitalismo no es cuestionado; por otro lado los medios de comunicación controlados por las élites, con sus revistas «científicas» y amparadas por la todopoderosa tecnología, no dejan de bombardearnos con hallazgos de exoplanetas similares al nuestro a la vez que esconden o disfrazan las averiguaciones realmente preocupantes, y por su parte las grandes producciones cinematográficas no cesan de advertirnos de la amenaza de meteoritos inmensos o esperanzarnos con viajes intergalácticos que nos permitirán colonizar otros rincones del Universo. De hecho, el escenario futuro más imaginado en la actualidad tiene que ver con esos descubrimientos milagrosos: supuestos motores inagotables, coches eléctricos, energía gratuita o viajes a otras galaxias.

Presiento que en esa primera fase de transición, aunque de forma más restringida, tales trampantojos sigan existiendo ante lo cual será imprescindible que un nuevo arte no competitivo y horizontal se vaya abriendo paso; sólo una nueva cultura no escolarizada (que no tenga nada que ver tampoco con la cultura del espectáculo) y confeccionada entre todos podrá ayudar a re-encantar el pensamiento y llenarlo del optimismo suficiente para construir una sociedad basada en el apoyo mutuo. Tal actitud constructiva debe incluir propuestas viables pero también alternativas ilusionantes y utópicas.

El pensamiento ecotópico nace entonces como un pensamiento utópico adaptado a los límites biófisicos del planeta. Claro que, si el pensamiento utópico no goza de muy buena prensa incluso dentro de buena parte de la izquierda, con el pensamiento ecotópico sucede tres cuartas partes de lo mismo. Mario Gaviria, en el prólogo a una reciente edición en castellano del libro Ecotopía de Ernest Callenbach, reconoce que aunque «el avance de la ecotopía ha sido muy rápido y espectacularmente en todo lo referente, al menos en España y Europa, a la igualdad de la mujer, y la crisis del patriarcado, pero harán falta todavía dos generaciones para dar un empujón final […] a la tecnología social, política, antropológica, convivencial»[19].

Se me ocurren ahora varios autores que se han adentrado en esa senda: Albert Meister con Una utopía subterránea, que describe la vida cotidiana, el aprendizaje horizontal y las vicisitudes convivenciales en un centro okupado; Charles Fourier con sus simpáticos «falansterios» (unidades habitacionales comunes) y sus escuelas societarias tan meticulosamente descritas o Ernest Callenbach con su obra ya mencionada Ecotopía en la que narra la visita ficticia a un estado ecologista que ha desarrollado un modo de vida sin contaminación, con otra educación más liberadora para sus ciudadanos y con un tipo de agricultura e industria sostenibles.

Emilio Santiago Muíño, con quien comparto membresía en el Grupo surrealista de Madrid, en su libro Rutas sin mapa. Horizontes de transición ecosocial, ha sabido combinar en sus análisis la cuestión energética y los factores sociopolíticos con los modos de sortear los dispositivos de subjetivación propios de la sociedad del espectáculo. Es un aporte poco habitual en el ámbito del pensamiento colapsista que compagina la cuestión de la crisis energética con la poetización de la vida cotidiana, en sintonía con las posturas situacionistas pues al eco-fascismo no se le combate sólo con las armas sino también con el pensamiento creativo. Así lo observa este autor: «Si no somos capaces de proponer un proyecto emancipatorio en el que la reducción del consumo energético y material sea una aventura excitante, los imaginarios colectivos bascularán hacia soluciones totalitarias que prometan conservar algo de la opulencia perdida por el ecocidio, aunque sea al precio de desatar el genocidio»[20].

Tras enumerar en su libro multitud de ejemplos de reencantamiento de la vida cotidiana, algunos de los cuales tuve la suerte de poder compartir con él (el contacto con lo maravilloso cotidiano, la deriva urbana, los juegos psicogeográficos o la construcción de objetos) incide en que: «Las posibilidades para el disfrute soberano de la vida no requieren de un gran equipamiento técnico ni un enorme despliegue energético. Sólo de libertad frente a la inhumanidad del capital y sus lógicas totalitarias, para, de este modo, poder florecer»[21].

No hay en el actual ocio alienado ni en la actividad consumista asociada al tiempo libre una experiencia similar a estas prácticas de masas descritas por Santiago Muíño, totalmente improductivas e inútiles en términos económicos, sí, pero asequibles a cualquiera y que sin duda contribuirán al advenimiento de una verdadera cultura popular.

Escapar cuanto antes del capitalismo y su tecnología

A la luz de los cambios en la tecnología y la comunicación de las últimas décadas (cambios que no se han producido de forma homogénea en todo el planeta) se tiende a vincular el aprendizaje con los medios tecnológicos. Puede servirnos de ejemplo el libro Educaciones y pedagogías críticas desde el sur (Cartografías de la Educación Popular) de Marco Raúl Mejía Jiménez quien, desde posiciones no occidentalocéntricas, habla de constituir procesos pedagógicos alternativos motivados por el surgimiento de lo que él denomina «educomunicaciones»; plantea adaptar los procesos educativos a la mediación tecnológica.

O eso es lo que yo entiendo a leer: «establecemos una ruptura con el concepto tradicional de socialización en el sentido de las nuevas mediaciones que introduce la nueva realidad de la tecnología en su versión de aparatos apropiada hoy en forma diferente por las diferentes clases y grupos sociales, lo cual influye en la redefinición y redimensionamiento la educación popular y afirmar que ella, en tanto práctica social, muestra que su operar educativo es posible en todos los terrenos, formales y no formales y que, además, desborda su acción hacia el amplio universo de lo informal, a la vez que asume las nuevas mediaciones tecnológicas y comunicativas para hacer real su propuesta en las nuevas realidades. Nuestro proyecto metodológico recupera los espacios de socialización, convierte la acción educativa en interacción e incidencia social constituyendo nuevos escenarios de aprendizaje, constituidos desde las nuevas mediaciones comunicativas y tecnológicas, propiciadas desde el lenguaje digital y coloca esos espacios y sus procesos, en un horizonte de proyecto popular»[22].

En mi opinión la llamada educación popular no debe adaptarse a las reglas de esa supuesta sociedad tecnológica o al pensamiento post-moderno sino rebelarse contra éstos, desde la localidad y la desobediencia. Adaptar la educación y los modos de transmisión cultural a procesos de dominación tecnológicos es el error más lamentable que podríamos cometer. No olvidemos que actualmente, en Occidente, todo proceso de aprendizaje y creación de conocimientos está mediado por la tecnología digital, que ejerce un control desmesurado en la vida de las personas. Asumir y acomodarse a esa mediatización nos llevaría de cabeza a una suerte de esclavitud voluntaria. En este punto considero que la desaparición de los medios tecnológicos tendrá sus consecuencias positivas pues ampliará nuestra capacidad de relacionarnos y de establecer relaciones directas, aunque el Estado seguirá poniendo obstáculos para impedirlo. Será fundamental entonces ir desertando ya de toda la tecnología sobre la que no tengamos control, y más cuando sabemos que el mundo al que nos dirigimos irá desglobalizándose y destecnificándose poco a poco.

Igualmente, la radicalización capitalista de los últimos 30 años nos ha llevado a un mundo en el que la vinculación entre aprendizaje y economía, entre enseñanza y productividad se ha visto muy fortalecida. Un ejemplo de defensa enfervorecida de este tipo de matrimonio contra natura lo tenemos en obras como La creación de una sociedad del aprendizaje de Joseph Stiglitz y Bruce Greenwald donde podemos leer: «La educación moderna y las políticas laborales se enfocan hacia el “aprendizaje permanente”, mejorando la capacidad de adaptación a un mercado siempre cambiante. Esto facilita que los individuos vayan de una empresa a otra, lo cual brinda grandes beneficios privados y sociales a la consiguiente flexibilidad. Ya que gran parte —si no la mayor parte— del aprendizaje económicamente relevante ocurre en el trabajo, no en la educación formal, deberíamos ver la educación formal y la formación en el puesto de trabajo como complementarias, un sistema donde la primera se diseña para mejorar la productividad de la segunda»[23].

Resulta difícil expresar mejor el espíritu que subyace a la ideología neoliberal, tan obsesionada con hacer del aprendizaje un engranaje más del proceso productivo. En mi opinión deberíamos oponernos radicalmente a ese empobrecimiento educacional y cultural al que quiere conducirnos este capitalismo agonizante.

Aun así hay quienes todavía creen que durante esas transiciones, tanto el Estado como un capitalismo «más humano», harán concesiones imprescindibles a las clases baja y media para mitigar los efectos dañinos del colapso. En mi opinión, lo que realmente mitigará esos efectos será que ejerzamos una verdadera autogestión de nuestra propia vida y eso sólo puede hacerse, no al margen, sino contra el capitalismo. Michael Löwy en Ecosocialismo.La alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista describe propuestas radicales que afectan a la producción y al consumo, además de romper con el modelo de sociedad del capitalismo industrial occidental. Afirma que «una reorganización de conjunto del modo de producción y de consumo es necesaria, de acuerdo con criterios exteriores al mercado capitalista: las necesidades reales de la población (“solventes” o no) y la protección del medio ambiente»[24].

No hace falta que indique las dificultades que esto conlleva. Y más si tenemos en cuenta que todas estas tentativas siempre han sido aplastadas por el capital o por el propio Estado. Pero tengamos en cuenta que el inminente debilitamiento de los estados, en parte provocado por el agravamiento de la crisis energética, cambiará las reglas de juego. Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, en el libro ya citado vaticinan que una descentralización de los Estados desencadenará una dispersión de poder: «La pérdida de poder “horizontal” del Estado ahora se producirá en favor de entidades mafiosas o hacia procesos de auto organización social. La población en los espacios centrales creará mecanismos de autosatisfacción de necesidades básicas (sanidad, educación, alimentación, vivienda), como ya lo había hecho el movimiento obrero en su nacimiento y como ya está ocurriendo en gran parte de las Periferias (Bolivia, Chiapas, islam político)»[25].

Estas experiencias son, ante todo espacios/momentos educacionales que aunque fracasen, crean al menos unos conocimientos relacionales que serán muy beneficiosos cuando la situación empeore. Por ello insiste Carlos Taibo en «salir con urgencia del capitalismo y que al respecto, y a título provisional, lo que se halla a nuestro alcance es abrir espacios autónomos autogestionados, desmercantilizados y, ojalá, despatriarcalizados, propiciar su federación y acrecentar su dimensión de confrontación con el capital y con el Estado» para agregar «Si unos interpretan que estos espacios nos servirán para esquivar el colapso, otros creen que es preferible concebirlos como escuelas que nos prepararán para sobrevivir en el escenario posterior a aquel»[26].

Estos «espacios autónomos» actúan por tanto como una contra-escuela en la medida en que, si no logran sortear el colapso sí que nos proporcionan un aprendizaje de nuevas formas organizativas que no sólo nos hagan escapar a las lógicas de la dominación sino que también establezcan relaciones personales de interdependencia y de cooperación más igualitarias, lo que ayudará en ese futuro cercano a desplegar un modo de vida adaptado a menos recursos materiales, en un marco de justicia.

Pueden ser ilusionantes muchas propuestas contemporáneas como el movimiento Ciudades en Transición. La idea surgió de un proyecto desarrollado por Rob Hopkins con los estudiantes del Centro de Formación Profesional de Kinsale para crear una ciudad sostenible y reaccionar ante la crisis energética que se avecina. A partir de 2008 numerosos pueblos y ciudades de todo el mundo imitaron ese modelo y decidieron organizarse de forma creativa para superar problemas tan alarmantes como la escasez de materias energéticas fósiles, el declive de los recursos naturales o el cambio climático.

En lo tocante a la educación, otra vía de actuación muy esperanzadora es la adoptada por familias que han decidido no escolarizar a sus hijos como por ejemplo la asociación Eduki, de Balmaseda. Entre sus actividades destaca la visita semanal que realizan a un bosque cercano en donde todos aprenden juntos, sin profesores, sin maestros y sin expertos de la pedagogía. La educación de muchas comunidades indígenas actuales, sin caer en tentaciones idealizadoras, puede servirnos como ejemplo a seguir. Pedro García Olivo se muestra optimista —algo infrecuente en este autor— en su libro La bala y la escuela, cuando asegura que «Frente al “monstruo” ilustrado, nos queda, pues, la esperanza local. Resistirse al monstruo es lo que las comunidades indígenas vienen practicando desde hace casi dos centurias; hallar en ellas, o en otros localismos, sustento para la esperanza es lo poco que todavía cabe a cuantos, como nosotros, se temen occidentales»[27].

Respecto a la autogesión de los aprendizajes atestigua que: «La esfera cotidiana del pueblo indio es el ámbito en el que la educación comunitaria se refleja y se refuerza […] Lo que en una sociedad de clases, como la occidental, sirve para la reproducción de la desigualdad y para la profundización de la opresión, en el “pueblo de indios” comunero alimenta sin descanso, reactiva, el proceso informacional de autoeducación para la justicia social y para la democracia política»[28].

Pero el hecho de que una comunidad decida autoorganizarse no garantiza que asuman un discurso antiescolar ni revolucionario. El contraejemplo más visible lo tenemos en el movimiento zapatista que ha implantado en los últimos años un total de 500 escuelas, alternativas a las estatales, con un total de 16000 alumnos escolarizados. Así lo observa el sociólogo y antropólogo Bruno Baronnet en su tesis doctoral Autonomía y educación indígena: las escuelas zapatistas de las cañadas de la Selva Lacandona de Chiapas, México: «La franca hostilidad que oponen los pueblos indígenas zapatistas al Estado, y en particular a la escuela “oficial”, hace posible que la mayoría de las bases de apoyo del EZLN se involucre de lleno en la experiencia alternativa de construcción de la educación autónoma»[29]. Una de sus más anheladas aspiraciones, en palabras de Bruno Baronnet es «la apropiación social de la escuela como espacio de participación comunitaria en el quehacer político, administrativo y pedagógico»[30]. Su prioridad es la de crear sus propias escuelas (que preservan su idioma y su cultura) pero en ese camino corren el riesgo de olvidar toda una tradición de educación comunitaria.

Es un ambicioso proyecto político, impulsado desde los municipios autónomos que, como todo proyecto transformador y subversivo, está sometido a fuertes contradicciones; las contradicciones entre las formas de control colectivo y la propia figura ya mencionada del «promotor» o del docente indígena y sus comités de educación, dependientes de los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ). Sorprende, por ejemplo, saber que muchos de los «promotores» que hacen de nuevos maestros fueron en el pasado reciente niños no escolarizados. No niego que en esos procesos escolarizadores intervengan agentes y colectividades que en los modelos escolares europeos brillan por su ausencia, como hacen allí, además de los «promotores», las familias de los alumnos, las asambleas comunitarias, las Juntas de Buen Gobierno, los consejos municipales con sus comisiones de educación o los comités locales.

Según Baronnet «una enseñanza situada en el contexto social y territorial también remite a la necesidad de inscribir la acción pedagógica en el tiempo social, tomando en cuenta el calendario agrario y climático. Por ejemplo, muchos promotores acuerdan en su comunidad realizar actividades prácticas de cultivo, cría y venta de productos agrícolas (frijolar, platanar, hortaliza, gallinas, cerdos, etc.) dentro de las actividades escolares extramuros»[31]. De ese modo, afirma que «los modos de apropiación de la escuela rebasan el marco de las relaciones maestro/alumno porque se inscriben también en las relaciones comunidad/escuela»[32]. Pero cabe preguntarse en qué medida las escuelas zapatistas, cuyo número ha ido en aumento, por mucho que participen en ellas otros sectores de la comunidad, terminan por imitar los modelos estatales contra los que se oponen. Aunque soy consciente de que allí las escuelas no son iguales que las escuelas occidentales, tengo la duda de si la propia existencia del maestro o del «promotor» pueda ser igual de nociva que lo es en los sistemas educativos europeos.

Si como afirma Jérôme Baschet en su célebre libro Adiós al capitalismo: Autonomía, sociedad del buen vivir y multiplicidad de mundos, «en estas escuelas, aprender tiene sentido porque la educación está arraigada en la experiencia concreta de las comunidades y en la lucha compartida por la transformación social, dando cuerpo tanto al “nosotros” de la dignidad indígena como al “nosotros” de la humanidad rebelde»[33], yo pregunto: ¿por qué no propiciar el aprendizaje de los jóvenes en la experiencia diaria que acaece en la comunidad misma y no en una institución como la Escuela? Así y todo yo no soy quién para indicar cómo deben organizarse otras comunidades, y más aquellas comunidades tan diferentes de las sociedades sur-europeas.

Pero para poder vivir en verdadera democracia no sólo hay que vencer al Estado sino saber cómo organizarse después. En ese sentido, para entonces, será muy ventajoso disponer de conocimientos sobre, además de agroecología, medio ambiente, medicina o biología, cuestiones organizativas esenciales para una vida comunitaria sin dominación de unos sobre otros. De lo que se trata, en efecto, más allá de la mera supervivencia, es de organizarse en condiciones de equidad y de justicia. Algunos autores como Manuel Casal Lodeiro creen esencial el poder conservar ese legado que nos hayan dejado las comunidades en lucha del pasado.

Es por eso que propone como «misión para las fundaciones, ateneos, escuelas populares y think thanks diversos de que dispone la izquierda política y social, la preservación en libros impresos en papel de larga duración —no podemos contar con la certeza de disponer de medios digitales en el futuro […]— de este tipo de obras fundamentales»[34], obras que tengan que ver con la organización de sociedades emancipadas de forma sostenible o con modelos alternativos de desarrollo comunitario.

Aquí cabrían dos críticas pero antes de entrar en ellas debemos presuponer que para entonces, en esas sociedades, la lectura habrá dejado de considerarse como industria y por lo tanto, como dispositivo de control de masas. Partimos por tanto de la premisa de que las obras que se conserven no serán utilizadas como meros libros de texto o interpretadas como doctrinas irrefutables. Dicho esto, la primera de las críticas consiste en rechazar esa costumbre occidentalocéntrica que nos lleva a asumir que el único conocimiento humano válido es el nuestro, el europeo, cuando en otros lugares del mundo existen infinidad de conocimientos ancestrales que no sólo despreciamos sino que además impedimos que formen parte de nuestro canon científico.

La segunda crítica tiene que ver con una suerte de incompatibilidad entre las diferentes obras que abordan la cuestión de la emancipación política y la forma en que se reorganizarán las comunidades futuras. Creo que siempre se ha de recelar de aquellas recetas que incluyan valores y percepciones que pertenecen a otra época, por muy útiles o interesantes que nos resulten. Además, si se va un poco más allá se ha de considerar que en etapas ya muy avanzadas de ese escenario, en un mundo pospetróleo en el que la falta de combustibles fósiles baratos sea absoluta, tal vez la capacidad de conservar información sea tan limitada que habrá de dar preferencia a aquella que tenga que ver con la supervivencia.

Como asegura Miguel Amorós «aprender a cultivar un huerto […] o fabricar pan o construir un molino podría ser más importante que conocer la obra de Marx, la de Bakunin o la de cualquier otro»[35]. Esto no debe desanimarnos pues aun habiendo desaparecido muchas de esas obras esenciales confío en que si esas nuevas sociedades toman forma, ellas mismas crearán espontáneamente sus propias prácticas emancipatorias, así como sus propios conocimientos sin tener que reparar ciegamente en las recetas de los actuales teóricos de la revolución.

La —tal vez inevitable— pedagogía de la violencia


Es obvio que ese tránsito hacia un mundo poscolapso no será un camino de rosas. Para empezar, deberíamos tener todos claro que tales cambios no deben ser forzosos pues eso nos llevaría a regímenes autoritarios o dictatoriales. En este sentido podemos recordar lo expuesto por Roberto Espejo en el prólogo a una edición de La convivencialidad de Ivan Illich: «Un decrecimiento, por ejemplo, no podría ser impuesto por ley […] sino que debe ser un movimiento político que traiga aparejado un cambio en la forma de ver las cosas. La sociedad convivencial de Illich está fundada en un individuo que es consciente de la importancia de esta actitud para su propio desarrollo y para el desarrollo de su comunidad»[36]. Sin embargo es comprensible pensar que una transformación cultural como esta, voluntaria y pactada, nunca llegue a producirse; Derrick Jensen en su libro Endgame cree que ésta difícilmente se dará de forma voluntaria ya que exige un esfuerzo individual y colectivo que no todos estarán dispuestos a hacer. En realidad estamos hablando de cambios sociales, económicos y culturales muy fuertes, que requieren de disciplina y sacrificio.

En segundo lugar es un cambio en el modo de vida que implica renunciar a muchas comodidades y en cuyo desarrollo podríamos ver aumentar de forma preocupante las conductas llenas de egoísmo, insolidaridad e indiferencia ante el prójimo. Podemos subrayar en ese sentido las palabras de Anselm Jappe: «La crisis actual no parece propicia a la aparición de tentativas emancipadoras (al menos, en una primera fase), sino al sálvese-quien-pueda. […] Seguramente asistiremos a una espectacular difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de la socialización y construyan juntos una sociedad más humana»[37].

En tercer lugar, intuyo que en Occidente, esos estados esqueléticos, al servicio de los poderes económicos y de las viejas élites, y con la inestimable ayuda de mafias locales y grupos paramilitares, no permitirán que se formen agrupaciones descontroladas que quieran aprender por su cuenta o realizar cualquier otro proyecto autogestionario, y tratarán de seguir controlando las maquinarias de expresión que hoy en día actúan como agentes educadores. Y si no que se lo digan a los vecinos del gaztetxe Kukutza en Rekalde, desalojado violentamente por la policía en 2011 y que terminó con decenas de heridos y 31 detenidos con cargos, o al vecino torrelaveguense sancionado en 2017 con 5000 euros por ayudar en la limpieza de un solar okupado, el Espacio Argumosa, que ha estado siendo autogestionado desde hace años (con el consentimiento de sus dueños) por varios vecinos en Torrelavega.

Si en un régimen supuestamente democrático como el actual, se desahucian a ancianos y se encarcela a sindicalistas por luchar por sus derechos, a artistas por hacer música solidaria y a jóvenes por twittear chistes, qué no sucederá en un régimen en el que la escasez de recursos haya ido en aumento y en el que el descontento de los más desfavorecidos ponga aún más nerviosas a las élites que nos gobiernan. Tampoco invita al optimismo el hecho de que los primeros territorios que descolonizará este capitalismo en putrefacción —aquellos en los que podrían fundarse sociedades emancipadas con más facilidad— serán aquellos lugares invivibles, próximos a cementerios de residuos nucleares abandonados o regiones desertificadas, para acaparar otros lugares más reducidos que serán las zonas ricas en recursos naturales; minerales, terrenos cultivables y agua potable. A lo que podríamos añadir el peor de los escenarios: la posibilidad del advenimiento de estados fascistas, nuevos procesos colonizadores o un neofeudalismo administrado por señores de la guerra. No podemos obviar tales dificultades.

A medida que esos estados se desdibujen, es bastante probable —ojalá me equivoque— que en ellos surjan leyes que prohíban el derecho de reunión y la libre circulación de conocimientos o que se limite mucho más la libertad de expresión. Se declararán estados de excepción permanente más severos que los implantados por distintos gobiernos europeos en los últimos años, amparándose en el miedo a la farsa yihadista. Aprender en un contexto así será claramente un acto de fuerza y de insumisión. En tal entorno represivo, agotadas las vías del diálogo y la búsqueda de consenso, no nos quedará otra que desarrollar entonces una labor subterránea de aprendizaje gamberro y clandestino.

Será indispensable, por desgracia activar una pedagogía de la violencia, en múltiples frentes; por un lado contra las empresas exploradoras y aquellos que pretendan implantar —amparados o no en el racismo— cualquier modo de nueva o vieja esclavitud, como hicieran en los años 20 del pasado siglo los conocidos como «Caballeros del Ojo de Tigre», una organización paramilitar de autodefensa que actuaba contra los asesinos del Ku Klux Klan en EEUU, y por otro contra los responsables políticos que continúen destruyendo la naturaleza y que se nieguen a abandonar su actividad terrorista, como hiciera el «Frente de Liberación de la Tierra» durante los años 90 o los habitantes de Val di Susa con sus sabotajes en contra del TAV.

Presagio, por tanto, un futuro inmediato en el que aumentarán considerablemente las huelgas, las okupaciones, las manifestaciones, los sabotajes y los levantamientos populares. Carlos Taibo en el prólogo al libro Revolución o colapso. Entre el azar y la necesidad de Octavio Alberola apela a «una violencia revolucionaria que se antoja inevitable, siquiera solo como mecanismo vital de autodefensa, en un escenario como el del colapso que se avecina»[38].

Se crearán escuelas para la lucha armada, guerrillas urbanas dedicadas al sabotaje de las instalaciones y maquinaria utilizadas para la práctica terrorista del fracking, al secuestro de ricos o a la destrucción de los últimos cajeros bancarios. Volveremos a la asamblea nocturna, al sindicato invisible, al anonimato antijerárquico del pasamontañas como asegura el movimiento zapatista. Como sucedió siglos atrás en Europa con el apoyo mutuo originado en numerosas revueltas campesinas y urbanas o con las mutuas de socorro creadas por parte del proletariado industrial, surgirá una nueva solidaridad entre los nuevos oprimidos.

La revuelta será una práctica esencial pero no olvidemos que ésta no debe ser entendida tan sólo como un proceso insurgente de transformación social sino como un ejercicio de la voluntad en el que experimentar la autonomía. Se trata de desalienar la vida, de liberarla aunque sólo sea por unos meses o días de las telarañas de la dominación. Pensemos en el levantamiento de 1981 en Brixton, Londres, —muchas de cuyas soflamas iban dirigidas contra el trabajo asalariado— al que concurrieron unas 5000 personas según informes oficiales y que fue seguido por una oleada de disturbios por toda Inglaterra; las revueltas surgidas en 2005, en Clichy-sous-Bois —un suburbio del este de París— que se extendieron por todo el país y en las que se incendiaron, por cierto, numerosas guarderías, colegios e institutos, o la revuelta popular de 2006 en Oaxaca, México, un movimiento formado por decenas de organizaciones sociales que mantuvo en jaque al Estado y que autogestionó la ciudad durante seis meses, antes de ser brutalmente reprimido por el gobierno federal.

Es cierto que este tipo de sublevaciones se enfrentan a unos estados tan poderosos y desalmados que sus posibilidades de transformar la sociedad se hacen prácticamente nulas pero al menos nos queda la esperanza de que en un contexto en el que la escasez de recursos energéticos debilite a estos estados, la conquista del espacio público y de los medios de producción, creación y difusión del conocimiento sea, al fin, viable y por tanto, se puedan establecer comunidades sin desigualdades, ni explotación, ni agresiones al medio ambiente. Y es que, en cualquiera de los escenarios planteados, sólo una conciencia solidaria y subversiva, sólo un aprendizaje ejercido desde abajo para los de abajo, así como la urdimbre de un tejido social fuerte y cohesionado puede hacer frente a lo que se nos vendrá encima, sean los últimos estertores represivos de los estados, las mafias empresariales y paramilitares o las derivas ecofascistas.

Como bien advierte Miguel Amorós: «Puede ser horrible si la necesaria ruralización, que habrá de afrontar las consecuencias de una superpoblación repentina y brutal, no discurre por vías revolucionarias, es decir, si se limita a una producción centralizada y privilegiada de comida y energía en lugar de orientarse hacia la creación de comunidades libres y autónomas capaces de resistir a la depredación post urbana»[39]. Y eso, bajo la influencia narcotizadora y degradante de la Escuela, será imposible.

Las bio-regiones de la co-educación

Una vez derribado ese par siniestro que forman el capital y el Estado, los planteamientos del municipalismo libertario tendrán absoluta vigencia: producción de autonomía, ruralización, reforestación, relocalización en base a núcleos pequeños y organización federalista. Las viejas nociones de imperio, estado, nación o patria desaparecerán para dar paso a la comunidad, al municipio, a la bio-región y en un nivel global, a la confederación de bio-regiones, que no tendrá nada que ver con el concepto mumfordiano de megamáquina. Pedro A. Moreno Ramiro imagina así la coordinación entre todas estas comunidades dispersas: «En el nivel superior, las confederaciones serían redes de bio-regiones que estarían en contacto político-administrativo para resolver conflictos entre ellas, fomentando de este modo la diplomacia frente a la resolución armada de los conflictos políticos. Podríamos decir que la Confederación de Biorregiones sería la administración democrática que sustituiría al Estado vertical y anti-ecológico en el que habitamos en la actualidad»[40].

En cada uno de los diferentes territorios de esas bio-regiones brotará una cultura local, única e intransferible que, en contacto con las culturas locales de los territorios vecinos configurará una urdimbre de culturas, en perpetua mutación. De ahí, de esas prácticas descentralizadas, brotará un nuevo paradigma cultural, que revolucione nuestra vida cotidiana al desmercantilizar los conocimientos, sustituyendo al del capitalismo. Ya dijo Murray Bookchin que: «el municipalismo libertario no es un movimiento exclusivamente para crear asambleas populares. También es un proceso para crear una cultura política»[41].

En sintonía con esos postulados podemos recurrir también a las sociedades autogestionadas que propone Ted Trainer, en donde: «los procesos políticos fundamentales tienen lugar informalmente en cafés, cocinas, y en las plazas públicas, porque es ahí donde los temas pueden ser discutidos y pensados hasta que la mejor solución llegue a ser generalmente reconocida. Las posibilidades de una política escogida que trabaje bien dependen de cuan contentos están todos con ella. El consenso y el compromiso se logran mejor a través de un lento y a veces torpe proceso de consideración formal e informal, en el cual el verdadero trabajo de la toma de decisiones es hecho mucho antes que la reunión donde se vota finalmente. De este modo la política llegará nuevamente a ser participativa y parte de la vida cotidiana»[42].

Todos participaremos en la creación de la vida social, vinculados cada vez más a los demás. Nuestra vida y sus aprendizajes, para entonces, estarán vinculados con el entorno próximo en el sentido de que nos responsabilizaremos plenamente de él. Volveremos a discutir en el foro, en el ágora pública. Habrá una permanente circulación de manuscritos. Pero a su vez, resurgirá una cultura de la oralidad, una oralidad de proximidad; nos reuniremos en torno a hogueras para contarnos historias de terror, leyendas y crear nuevos mitos. Se diseñarán religiones efímeras que durarán días, semanas o años para ir transformándose en otras. Se formarán grupos de aprendizaje permanentemente; el aprendizaje en todas sus posibles vertientes (incluidos el desaprendizaje, el aburrimiento o el no aprender) será el motor de todo.

Ya no habrá embaladores del saber que ofrezcan informaciones estereotipadas o pedagogías ocultas. Los jóvenes pasarán por todos los puestos de responsabilidad de la sociedad. La vida de los niños y ancianos estará llena también de tránsitos indagadores, que se adentrarán en todas las actividades de la comunidad. Una nueva co-educación —una forma de educación política radical, como diría Bookchin— generará amor, curiosidad y solidaridad por aquello que se aprende (o desaprende) y respecto a las personas con las que eso se aprende.

Ese aprendizaje emancipado evitará que derivemos hacia regímenes basados en la explotación del ser humano o en la destrucción de la naturaleza. Para entonces ya no habrá fábricas, ni trabajo asalariado. Los actuales bloques de viviendas de las conurbaciones serán inviables. El hecho de dejar de edificarse tales engendros será vivido como una oportunidad pues nos responsabilizaremos de algo tan esencial como la propia vivienda y aprenderemos construyendo.

Ivan Illich ya destacó al respecto la importancia de ese hecho al describir las favelas y las barriadas de América Latina en donde la gente construye sus propias casas: «No costaría caro prefabricar elementos para viviendas y construcciones de servicios comunes fáciles de ubicar. La gente podría construirse sus moradas más duraderas, confortables y salubres, al mismo tiempo que aprendería el empleo de nuevos materiales y de nuevos sistemas. En vez de ello, en vez de estimular la aptitud innata de las personas para modelar su propio entorno, los gobiernos introducen en esas barriadas servicios comunes concebidos para una población instalada en casas de tipo moderno»[43].

De igual forma crearemos nuestra propia vestimenta, nuestros propios vehículos —individuales o colectivos— (bicicletas, carros, barcas…) y preservaremos nuestra propia forma de hablar pues ningún estado nos impondrá cómo debemos hacerlo. Ya no habrá ocio alienado; no habrá macro espectáculos musicales donde miles de personas admiren a un puñado de genios sino reuniones vecinales en las que todos canten, bailen y toquen instrumentos.

Una agricultura de proximidad dará paso a una soberanía alimentaria que permitirá reducir el transporte de alimentos, recuperar una agricultura no intensiva y favorecer el acceso a la tierra, el agua y las semillas por parte de los pequeños productores y campesinos. Igualmente una sexualidad de proximidad establecerá nuevos vínculos humanos. Surgirán nuevas estructuras familiares y nuevas identidades sexuales a las que no se les pondrá nombre; en cada playa se instaurará la orgía no problemática en la que podremos amarnos unos a otros con furia y con dulzura, estableciendo un aprendizaje corporal que nos hermane.

Desarrollaremos una vida onírica de proximidad, igualmente intensa; soñaremos unos con otros y nos lo contaremos después sin ningún tipo de rubor, fortaleciendo la subjetividad colectiva. Dormiremos siguiendo otros ciclos, de menos horas como se dormía antes de la aparición de la luz eléctrica; despertaremos en mitad de la noche para comer algo, charlar y experimentar la sexualidad en un apetecible estado de amodorramiento, y nos echaremos largas siestas bajo el Sol.

Habrá cuevas y bosques, bellos y misteriosos de por sí, en los que perderse. Habrá viajeros perpetuos que iniciarán una vida nómada de bio-región en bio-región, que no tendrá ya nada que ver con el turismo ni con las visitas guiadas y que serán bien recibidos por todos los miembros de la comunidad receptora; estos viajeros llevarán objetos, alimentos, mensajes y conocimientos de un lugar a otro y serán valorados y queridos.

Además de prácticas de realidad y situaciones efímeras de aprendizaje habrá asambleas inesperadas, debates constantes y acciones poéticas inexplicables. Y la vida será un perpetuo recreo en el que experimentarnos y reconocernos.

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