LOS CUIDADOS QUE SOSTIENEN AL MUNDO
"¿Cómo
es posible que con menos de un cuarto de toda la tierra agrícola del
planeta, los pueblos y comunidades campesinos provean casi 70% de la
alimentación que nos mantiene con vida como humanidad? Esos pueblos,
comunidades y colectivos calumniados de obstaculizar la
modernización, despliegan una potencia que no se enfoca solamente en
arrancarle la comida a los suelos. Son quienes aún mantienen un
tramado de prácticas y saberes que persiste pese al embate
modernizador de los gobiernos, de las agencias de financiamiento y de
las mega-corporaciones."
La agricultura
industrial se enfoca sólo en 12 especies. Un nuevo cultivo
biotecnológico puede llegar a costar 136 millones de dólares. Las
redes campesinas manejan más de dos millones de variedades y las
desarrollan sin costos comerciales.
El acuciante
problema de la crisis de alimentación en
el mundo se esboza en muchos lados como insuficiencia
de alimentos pues
la población crece exponencialmente y “no habrá comida que
alcance”. Según los expertos, más de 800 millones de personas
padecen hambre y más de la mitad de la humanidad tiene problemas
relacionados con la alimentación. Quienes brindan una solución a
esa crisis, quienes subsanan la subsistencia de la mayoría de la
humanidad, son esos pueblos y comunidades campesinas, acusadas de
atrasadas e ineficaces, los pueblos vernáculos del mundo.
Más del 90% de
las y los agricultores del mundo son campesinos e indígenas, pero
acceden a menos de la cuarta parte de la tierra agrícola
mundial, según datos de GRAIN. Y sin embargo, con ello producen
entre el 50 y el 70 por ciento de la comida que mantiene viva a la
gente. Sustentos básicos (cereales, leguminosas, tubérculos) pero
también animales, frutas y hojas verdes que se distribuyen en
mercados locales en cantidades importantes, total o parcialmente al
margen del mercado,
y llegan a sitios inaccesibles para los contenedores rodantes que
distribuyen los paquetes de alimentos procesados.
Si asumimos la
perspectiva de Adolfo Gilly sobre los historiadores a contrapelo que
develan que casi la totalidad de la actividad económica la realiza
una inmensa mayoría de seres humanos sin lugares prominentes en las
cifras oficiales, ni en las inteligencias de derecha o izquierda, ni
en los liderazgos de opinión, ni en los debates entre élites, es
fácil comprender que la mayoría de la alimentación que
nos mantiene con vida la provee esa miríada de redes campesinas y
urbanas de subsistencia, rompiendo así el monopolio radical del
pensamiento que presupone que sólo la industria puede resolver el
problema de alimentar a una población planetaria cada vez más
numerosa.
Se trata de
pueblos con diversos grados de autonomía, de soberanía en lo que
permanece de sus mundos vernáculos, pero también se trata —y esto
es muy sorprendente— de colectivos que quieren darle la vuelta a
vivir comprando todo: organizaciones en el campo y
en la ciudad, personas y colectivos que de alguna forma quisieran ser
como los pueblos vernáculos.
El Grupo de
Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (Grupo ETC) se
planteó recientemente preguntas como quién nos alimenta hoy, cuánta
diversidad alimentaria tenemos y cuidamos, cuál es el estado de los
bosques, qué nos está ocasionando la industrialización de la
comida, cómo se usa la energía para producir alimentos,
cuánta comida se desperdicia, cuál es la relación entre trabajo,
salud y producción industrial o campesina. Y estas son algunas de
las respuestas:
Hoy, con un
cuarto de la tierra agrícola
a nivel mundial y con 30% de los recursos mecánicos, hídricos,
fertilizantes y combustibles, las redes de subsistencia (campesinos,
pastores, pescadores artesanales, recolectores y sus combinaciones),
junto con la agricultura urbana, producen mayor cantidad, diversidad
y calidad de alimentos que
las cadenas de la agricultura industrial.
La
agricultura industrial se enfoca sólo en 12 especies. Un nuevo
cultivo biotecnológico puede llegar a costar 136 millones de
dólares. Las redes campesinas manejan más de dos millones de
variedades de plantas y animales, y los desarrollan sin costos
comerciales. La pesca industrial captura 360 especies y cultiva en
cautiverio otras 600. Los pescadores artesanales cosechan 15 mil
especies de agua dulce y un número desconocido de especímenes
marinos. Más de mil quinientos millones de habitantes se alimentan
de pesca no comercial.
El mercado de productos maderables promueve plantaciones de 450 especies mientras que los habitantes de los bosques cuidan más de 80 mil tipos de árboles, arbustos, trepadoras y plantas medicinales.
Se calcula que
1.600 millones de personas habitan esos espacios “ociosos” que el
capital no ceja en agredir para meterlos al mercado de
tierras. 80% de las poblaciones de los países en desarrollo acuden,
para satisfacer o complementar sus necesidades terapéuticas, a
plantas crecidas en los bosques, selvas y humedales o cultivadas en
traspatios, balcones o azoteas. Estos lugares “subutilizados” son
clave para enfrentar el caos climático por su capacidad de absorción
de gases contaminantes.
La comida
procesada ha ocasionado que desde 1950 se pierda infinidad de
nutrientes del suelo; que las dietas se uniformen, que la diversidad
se reduzca, y que haya un aumento dramático de enfermedades crónicas
como obesidad y diabetes, hipertensión, y ciertos tipos de cáncer
relacionados con la alimentación.
La emisión de
gases con efecto de invernadero provenientes de la alimentación
industrial (con los desmontes para monocultivos, el uso de
fertilizantes —cuya fabricación es origen de gases en sí misma—
el transporte, el embalaje, la refrigeración y la basura resultante)
dan cuenta de un 50% de los gases que ocasionan
el calentamiento planetario.
Casi
80% del agua dulce disponible en un año se utiliza en agricultura
industrial y procesado de alimentos. El agua de este procesado
industrial de alimentos y bebidas en un año podría cubrir las
necesidades domésticas de 9 mil millones de personas.
Entre
33 y 40% de la comida producida con agricultura industrial se
desperdicia cada año por los estándares de producción, en la
transportación y almacenamiento, en los procesos de producción y en
los hogares donde llega no se consume.
Más de dos mil
millones de personas en el planeta tienen deficiencias nutricionales
y más de 400 millones tienen sobrepeso u obesidad. El consumo de
carne en los países ricos rebasa en más de dos veces las
recomendaciones de la Organización Mundial de Salud. Por cada dólar
que pagamos en comida industrial, la sociedad planetaria paga otros
dos dólares en remediar desastres ambientales y enfermedades.
¿Cómo es posible que con menos de un cuarto de toda la tierra agrícola del planeta, los pueblos y comunidades campesinos provean casi 70% de la alimentación que nos mantiene con vida como humanidad?
Esos
pueblos, comunidades y colectivos calumniados de obstaculizar la
modernización, despliegan una potencia que no se enfoca solamente en
arrancarle la comida a los suelos. Son quienes aún mantienen un
tramado de prácticas y saberes que pese al embate modernizador de
los gobiernos, de las agencias de financiamiento y de las
mega-corporaciones, persiste a veces como aparente inercia, con una
reflexividad impresionante, en el flujo del desastre, en medio de la
vorágine y la incertidumbre.
El tramado de
cuidados que sostienen al mundo no se reduce a sembrar y cosechar
“cosas que se coman”. En México, los pueblos campesinos no sólo
conservan el maíz (cuyo futuro es objeto de debates mundiales). Los
pueblos campesinos son quienes resguardan la diversidad de bosques, y
con ellos, los ciclos del agua y del aire, y en esos territorios cuyo
eje es la milpa, las comunidades tienen la posibilidad de negarse al
extractivismo y la imposición de megaproyectos. Así que los pueblos
vernáculos de México no sólo arrancan alimentos a la tierra.
Con sus pertinentes relaciones con sus territorios, que se
materializan en lenguas, modos, ropas, músicas, ritos,
celebraciones, organización, luchas, los pueblos de México son
núcleo de soberanía nacional.
Conocimos hace
poco en Holanda un “bosque comestible”: en dos hectáreas de
tierra yerma, destruida por la agricultura industrial, alguien
removió el suelo, construyó declives y se puso a reunir especies de
latitudes hermanas, de lugares separados por glaciaciones, por el
aumento de los océanos, por desertificación, por reacomodo de las
placas tectónicas; pero también separados por guerras o tratados de
paz, o lugares con especies extinguidas por revoluciones verdes, por
agricultura comercial y por mera urbanización. Comenzamos la
caminata por el bosque comiendo rosas de Mongolia, directas del
rosal. Seguimos con manzanas silvestres de Azerbaiján, membrillos de
Turquía, peras japonesas; recogimos para la cena unos 20 tipos de
hongos; para el desayuno, avellanas, moras rojas, negras, grandes,
chicas, ácidas, dulces; kiwis, nueces, castañas, grosellas. Había
frijoles silvestres de varios tipos, almendras, higos, lentejas…
Ese bosque brinda
según temporada más de 400 especies comestibles. Tiene más
especies de insectos y aves que los parques naturales holandeses. Lo
que pide este lugar, dicen sus propiciadores, es acompañar los
procesos libres que hacen los bosques para crecer y mantenerse. En 6
años ocurrieron procesos que quienes hicieron este bosque esperaban
en 10 o más años. Están abriendo el entendimiento para alimentarse
de otros cultivos
además de los 12
“más famosos” en los que se enfoca el sistema industrial de
producción de alimentos. Calculan que el ciclo de restauración
total de los bosques puede reducirse 50 años de lo que ahora se
piensa.
Acá
en México, durante la presentación de un libro con recetas de
platillos elaborados con lo que hay en la milpa “estándar”, un
campesino mixteco de Oaxaca dijo que estamos acostumbrados a ver al
bosque como algo muy grandioso y a la parcela campesina como algo
pequeño en comparación. Dijo que la milpa es precisamente un bosque
donde convive todo, lleno de matices y de espesura, donde todos los
seres pueden existir y potenciarse.
Entre 1992 y 2010
el Estado mexicano dirigió una cruzada contra la propiedad colectiva
de la tierra, una campaña nacional para que las tierras de cultivo
se “regularizaran” en títulos de propiedad individuales, y que
toda esa tierra entrara en el mercado,
junto con la proletarización de sus habitantes. A la vuelta de 20
años, mucho menos del 30% de los campesinos registró sus tierras a
título individual para poder venderlas, lo que tiene francamente
intrigado al Banco Mundial.
En
México se siembran y cosechan casi 22 millones toneladas de maíz,
de las cuales 14 millones de toneladas se cultivan con semillas que
provienen de la cosecha propia, en tierras colectivas. Más de 8
millones de toneladas se destinan a la subsistencia de las
comunidades sin pasar por el mercado, señala la investigadora Ana de
Ita. Eso es sumamente subversivo.
Tal
vez es un momento de la historia en que ya no estudiamos las
dinámicas económicas campesinas como parte de una etnografía de
los sistemas económicos “alternos” o “subalternos”, o en el
registro de aquello que está por extinguirse. Es muy visible, muy
evidente, el proceso de reflexiones y de acciones desde lo profundo
de las comunidades vituperadas, calumniadas de ineficaces,
desgarradas por las migraciones, arrinconadas en las mega-urbes.
Aún
sigue sin comprenderse plenamente la distinción que hizo Iván
Illich sobre la subsistencia autónoma (con sus límites y sus
problemas a resolver) y la miseria en la que caemos cuando se nos
imponen los planes de desarrollo, las tecnologías, la modernización,
y lograr ese entendimiento es una tarea urgente.
Andrés
Barreda dijo en la Red en Defensa del Maíz en 2016:
“La
resistencia campesina tiene un claro significado universal para toda
la humanidad porque defiende y muestra el sentido de la subsistencia
autónoma, de la posibilidad de ser libre manteniendo relación con
la tierra, con el territorio. Pero tiene un significado más,
referido al peor drama de nuestro tiempo, el peor drama que vive toda
la humanidad en el momento actual, que es el de la ruptura
entre naturaleza y
sociedad. Ruptura que tiene a la humanidad no sólo al borde del
cambio climático, la tiene al borde de desaparecer.
“La
separación entre sociedad y naturaleza,
que avanzó durante siglos, en los últimos 80 años alcanzó niveles
brutales que ponen en peligro la vida de todos los seres humanos. Los
campesinos son quienes detentan en vivo y en directo qué significa
la relación entre la sociedad y la naturaleza. Es muy importante
subrayar este punto para percibir de otra manera la situación de
guerra social en la que estamos hundidos. Los campesinos se sienten
solos. Los indígenas se sienten solos en sus territorios. Imagínense
cómo se sienten 9 millones de compañeros indígenas que ya se
fueron a trabajar como jornaleros, lejos de sus tierras, a los
ranchos de agro-exportación. Sobre todo los que caen en ranchos en
los desiertos, nadie puede escaparse de allí. Cómo se sentirán los
obreros, sin el sentido de organización comunitaria de las
comunidades campesinas; cómo se sienten las mujeres víctimas de
asesinatos masivos. O cómo se sienten los jóvenes que no tienen ni
en el campo ni
en la ciudad —ni en la tierra ni en el cielo— ninguna oportunidad
de nada.
“Todos
nos estamos sintiendo solos, pero los campesinos tienen un fuego
entre las manos. Es la relación con la naturaleza.
Tienen la brújula de cómo se compone el mundo. Si algo define al
capitalismo, es que separa a la sociedad respecto de la naturaleza. Y
esta separación está llegando a un nivel que implica el suicidio de
la humanidad. En esta situación de suicidio civilizatorio, la vida
campesina tiene algo que sí es significativo para toda la humanidad:
la única posibilidad de futuro.”.
–––––––––––
María
Verónica Villa Arias (del Grupo ETC) presentó una versión más
amplia de este texto en Cuernavaca en el simposio “Iván Illich: lo
político en tiempos apocalípticos”, agosto 2016.
Foto: María
Antonieta González y José Ángel Martínez, migrantes de Carranza,
Chiapas, retiran los tallos y empaquetan las cebollas en Lamont,
California Foto: David Bacon
Ecoportal.netSuplemento
Ojarasca 242
No hay comentarios:
Publicar un comentario