CRISIS: OPORTUNIDAD PERDIDA
Dicen
que toda crisis trae consigo una oportunidad, pero las oportunidades
no llegan por sí mismas a ejercer sus posibles efectos beneficiosos
de manera automática. Para que una crisis se convierta en
oportunidad hemos de ser capaces de realizar una difícil alquimia
que consiste en convertir el dolor en lucidez; esa lucidez que
–anudada con el coraje- permite cambiar comportamientos, actitudes
y valores erróneos.
No
da la impresión que en España estemos sabiendo convertir la crisis
en oportunidad. A siete años del estallido de la burbuja
inmobiliaria vuelven a verse grúas y andamios en nuestras calles.
Seguimos teniendo millones de casas vacías y un país envejecido que
no necesita nuevas viviendas, pero la industria de la construcción
no ha cambiado sus aspiraciones ni su forma de hacer negocios. El
capital español sigue aferrado a sus esquemas empresariales rígidos,
sin adaptarse a la nueva realidad; más bien intentando que sean la
sociedad y la política las que se sigan adaptando a su destructivo
negocio.
Tampoco
hemos aprovechado la oportunidad que los altos precios del crudo nos
brindaron entre 2006 y 2014. El año pasado nuestro consumo de
petróleo volvió a aumentar después de 9 años de descenso (en los
que cayó un 25% respecto al máximo de 2008). Los altos precios del
petróleo no nos han servido para darnos cuenta de lo dependientes
que somos de un combustible cuyo suministro no tenemos, ni mucho
menos, asegurado.
En cuanto el precio de la gasolina ha bajado hemos
vuelto a usar nuestro vehículo privado con los mismos patrones de
antes. No hemos cambiado nuestros hábitos de transporte ni hemos
intentado ambiciosos planes de movilidad en las ciudades; no nos
hemos planteado instalar paneles solares ni mejorar el aislamiento de
nuestras viviendas.
Las
empresas de la construcción no han intentado, siquiera, algo tan
obvio como reorientar su negocio hacia la rehabilitación de
edificios para la mejora de la eficiencia energética, cosa que
podría haber ayudado a mitigar dos de nuestros mayores problemas: la
dependencia energética y la crisis del sector de la construcción.
Si
no hemos sabido aprovechar, siquiera, esas sencillas oportunidades
empresariales, no es extraño que apenas hayamos realizado un
ejercicio de reflexión colectiva acerca de todo lo que nos ha
llevado a la crisis, ni nos estemos preguntando qué es lo que ha
cambiado en el mundo desde el año 2008.
La
crisis de la deuda volverá, porque es evidente que se ha cerrado en
falso. También el precio del petróleo subirá en unos pocos años,
dado que las compañías petroleras están teniendo unas tasas de
inversión en nuevos pozos muy escasas que, como advierte la Agencia
Internacional de la Energía, son insuficientes para cubrir el
declive de los yacimientos convencionales. La industria de los
petróleos no convencionales (fracking) está en números rojos y, en
los próximos años, tampoco vamos a poder contar con el balón de
oxígeno que estos contaminantes recursos han aportado.
Cuando
esto ocurra, España se volverá a encontrar con una economía
hipotecada, tanto por la deuda como por los altos precios del
petróleo. Volveremos a encontrar que la importación de crudo se
lleva un 4% o un 5% del PIB, como hizo en años pasados, y no
tendremos el transporte público, las viviendas eficientes ni los
hábitos de consumo que nos permitirían, al menos, reducir la
sangría económica que supone la importación de energía.
La
reciente crisis energética no ha dado lugar a una reacción como la
que se vivió en el shock petrolero de los años setenta. Los altos
precios de la gasolina no han llenado nuestras ciudades de
bicicletas, como se llenaron las holandesas y danesas en su día; no
han servido para extender la alarma acerca de los límites del
planeta, como hicieron los informes del Club de Roma; ni para
disparar un movimiento anticonsumista como el hippie, que surgió en
aquellos años en los que también se inventaron la permacultura, la
bioconstrucción y las energías renovables. Ahora el hippismo de los
setenta está desprestigiado y es ridiculizado; es, más bien, el
fascismo de los años treinta lo que se vuelve a poner de moda.
No
vivimos en los audaces setenta y nuestra generación no tiene el
valor de preguntarse cuántas reservas de petróleo realmente quedan.
Hemos convertido en tabú las cuestiones “escasez de energía” y
“límites al crecimiento” aduciendo que son debates muy antiguos
y pasados de moda y, efectivamente, son problemas muy antiguos y
debates que se cerraron en falso: por ello vuelven de nuevo una y
otra vez.
Nuestra
reacción a la crisis ha consistido en esconder la cabeza debajo del
ala y echar toda la culpa al político corrupto o al emigrante. En
estos años hemos tomado conciencia sobre el bipartidismo, la “casta”
empresarial o el neoliberalismo, pero se ha avanzado muy poco en la
conciencia sobre la crisis energética y ecológica. Muy pocos
queremos ver que Europa se está quedando sin energía desde el año
2000, cuando los yacimientos del Mar del Norte empezaron a declinar;
que vivimos en un planeta amenazado por el cambio climático y por
una salvaje destrucción de la biodiversidad; que los combustibles
fósiles van a abandonarnos a lo largo de este siglo, y que todo
ello, tarde o temprano, va a tener enormes consecuencias económicas.
Las
causas ambientales y energéticas de la crisis siguen, todavía, sin
ser analizadas y no deberíamos subestimarlas de esta manera. El
paulatino descenso de la calidad de la energía, que ya estamos
viviendo, no es la causa de todo eso que llamamos “crisis” pero
agrava todos los problemas. La energía escasa acentúa los peores
defectos del capitalismo, hace imposibles las tasas de ganancia y el
crecimiento de antaño y vuelve más sangrantes las desigualdades
sociales. Nuestra economía de consumo basa sus cimientos en una
radical insostenibilidad ambiental y energética. Las y los
españoles, a estas alturas, ya deberíamos saber bien a qué conduce
ese tipo de radical y profunda insostenibilidad: a un enorme pinchazo
de la burbuja.
Margarita
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