ATRAPADOS POR LA IMPACIENCIA
Dice
Nikos Kazantzakis que “las grandes leyes de la naturaleza son: no
corras, no seas impaciente y confía en el ritmo eterno”. Pero
nosotros cada vez estamos más obsesionados por la inmediatez, aunque
podemos preguntarnos: “Si no sabemos adónde vamos, ¿para qué ir
tan deprisa?”
La
satisfacción inmediata ha sido el resorte que ha mantenido vivas a
las nuevas generaciones, uniendo la infancia mágica con una
adolescencia prolongada. Y ahora todos andamos en un sinvivir,
habitados por la impaciencia,
contagiados de prisas, repletos de deseos de cumplimiento inmediato y
ansiosos de novedades que se sustituyen sin cesar.
El
escritor Vicente Verdú ve el origen de todo esto en los
acontecimientos de mayo 68, algunos de sus elementos aún
perviven: la liberación de la mujer, la cultura del consumo y
el placer inmediato.
Fue el año que cambió el mundo. Muchas mechas prendieron a la vez
(París, San Francisco, Praga, Vietnam) y una generación de jóvenes
se rebeló contra el modelo de sociedad burguesa, a la que
combatieron con la liberación sexual, el placer inmediato de
las drogas o
el acunamiento colectivo en el ‘rock and roll’.
El
capitalismo, tan odiado, supo adaptarse para “desarrollarse como
una verbena de consumo agregada a la fiesta del orgasmo, el
antiautoritarismo, la aventura y el amor a la revolución.” El
resultado fue la aceleración del placer consumista
y del goce inmediato. Y mutaron los valores burgueses del ahorro, la
utilidad y la finalidad: “Frente al ahorro represivo, el gasto;
contra la calculada utilidad, la inmediatez, y frente a la finalidad,
la aventura. La reunión de estos tres elementos dibuja el triángulo
de la cultura de consumo.”
Casi
medio siglo después la melodía del nuevo capitalismo de consumo no
cesa de alzar su volumen y su difusión. Queremos todo en este
momento para nosotros, llevamos mal tener que esperar en cualquier
campo, de modo que buscamos acelerar el ritmo de los acontecimientos
de todo lo que nos rodea. No sabemos esperar y nos puede
la impaciencia.
La sociedad del derroche nos ha acostumbrado al consumo compulsivo.
Todo lo queremos instantáneo, al momento. Y consumimos tiempo y
recursos en una carrera alocada contra el ritmo natural de las
cosas. Sobrecargamos nuestra agenda diaria de compromisos y
actividades y no nos queda tiempo para respirar.
Durante siglos
vivimos al ritmo lento marcado por la revolución de la agricultura,
que fue la primera gran revolución humana. Miles de años más
tarde, con la revolución industrial se empezó a gestar la cultura
de la impaciencia,
que ha llegado a su grado máximo en el siglo XXI con la tercera gran
revolución humana: la revolución de la inteligencia.
El placer instantáneo
hundía sus raíces en la naturaleza humana.
El genio de la lámpara de Aladino concedía solo tres deseos, pero
lo asombroso es que el genio apareciera inmediatamente cuando Aladino
frotaba la lámpara. Así nos ha pasado siempre: deseamos y soñamos
con que la solución nos llegue de forma inmediata. La magia estaba
para ello.
Hoy,
todo es instantáneo y cada vez menos cosas nos parecen mágicas, de
tan acostumbrados como estamos a que parezca que todo funciona como
por arte de magia.
El mando a distancia alargó nuestros brazos hasta lograr los deseos
soñados. Y el clic de una tecla nos unió a ese océano en el que lo
que deseamos se nos hace presente.
Triunfa
lo urgente por ser sinónimo de fácil más que de rápido: nos
ahorra esfuerzo más que tiempo. El problema es que confundimos
el placer con
la gratificación instantánea, pero ésta es adictiva. Cuanto más
rápido conseguimos algo, más impacientes somos la siguiente vez y
más ansiedad nos provoca.
No
era así en el tiempo en que copiar un manuscrito llevaba décadas o
construir una catedral duraba siglos. La paciencia y la lentitud se
consideraban virtudes capitales. Todo lo que exige espera requiere
paciencia y planificación. Y la satisfacción que nos produce algo
está ligada todavía al tiempo y a la dedicación que nos ha costado
conseguirlo.
“Corremos
sin cesar porque no sabemos adónde vamos ni qué queremos hacer con
nuestra vida. Como detenernos a pensar nos da miedo, seguimos a la
carrera”
Francesc Miralles.
La
prisa y la impaciencia vierten
pequeñas dosis de veneno sobre nuestra mente y nuestro corazón, de
modo que ser impacientes constituye un factor de riesgo para nuestra
salud tanto física como mental: aumenta la hipertensión y genera
frustración, angustia, estrés acumulado, trastornos psicosomáticos
y deterioro de las relaciones personales y laborales. Además,
contribuye a que se pospongan las tareas, incita a la bebida y a la
violencia, a menudo conduce a malas decisiones, es causa de problemas
económicos y rompe amistades. ¡Una mala vida!
Entonces,
¿por qué somos impacientes? La impaciencia surge de nuestro
interior cuando vivimos de forma inconsciente y suele ser un
indicador de que no estamos a gusto con nosotros mismos. Es un
síntoma de que no sabemos leer nuestras circunstancias y un signo de
una creencia limitadora: que nuestra felicidad no se encuentra en
este preciso momento, sino en otro que está a punto de llegar.
Pero
la prisa no sirve para acelerar el ritmo de lo que nos sucede. Ante
ella, solo podemos “vivir despiertos”: darnos cuenta de que no
podemos cambiar lo que nos pasa, pero sí podemos modificar nuestra
actitud y hacer sólo lo que depende de nosotros sin quejarnos de lo
que depende de otros. Así llegaremos a comprender que todos los
procesos que forman parte de nuestra existencia tienen su propio
ritmo y que lo que necesitamos para ser felices ya se encuentra en
este preciso instante y en este preciso lugar.
CCS
- http://ccs.org.es/
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