 QUIERO
MORIR PORQUE ME GUSTA LA VIDA
QUIERO
MORIR PORQUE ME GUSTA LA VIDA
Carlos Martínez afirma rotundamente que quiere
 morir con dignidad porque le gusta la vida. Parece una paradoja, sin
 embargo no lo es. Padece ELA, una enfermedad degenerativa
 irreversible que deja la mente lúcida para asistir en primera
 persona al deterioro físico hasta el último aliento.
Sus declaraciones son coherentes, sosegadas, de
 un coraje superior, una depurada inteligencia y una conciencia
 mesurada y empática con su situación vital y su entorno próximo.
Ha asumido la muerte con una serenidad
 encomiable. Pretende ser dueño absoluto de su propia vida hasta el
 instante final, pero choca frontalmente con prejuicios acérrimos
 contra la eutanasia o el suicidio libre y conscientemente elegido.
En definitiva, aspira a ser él mismo desde el
 alumbramiento a la tumba. Ser uno mismo, el eterno deseo del hombre
 y la mujer de la caverna prehistórica que nos acompaña hasta
 nuestros días y uno de los conceptos señeros de la posmodernidad
 nacida al calor entusiasta y desbordante de la globalización
 neoliberal.
El documental informativo es potente por su
 sencillez y claridad expositiva. Destila verdad sin trampa ni
 cartón. Fue emitido en el programa televisivo Salvados,
 atesorando una fuerza y valor universales que trascienden cualquier
 ámbito doméstico, particular o local.
Estamos ante un genuino grito filosófico, moral
 y político exento de las aristas de una complejidad presuntamente
 intelectual o académica, un aquí y ahora de mensaje directo que
 nos apela desde una mirada franca: nadie puede huir de ese destello
 que nos interpela y nos concierne a pesar de que queramos escapar
 por la tangente de su carácter dramático e inquisitivo: todos
 podemos ser visitados sin previo aviso por un mal incurable; todos
 somos vulnerables a la vida.
Ser uno mismo
El pensamiento de Carlos, y de tantas otras
 personas que pasan por momentos de zozobra y dolor similares, va
 mucho más allá de una reivindicación social o ética. Nos habla
 del mundo actual creado por una posmodernidad salvaje donde ser uno
 mismo en mitad del proceloso océano neoliberal se presenta como el
 relato máximo de la libertad, el culmen de la cultura humana.
Sociedad ligera, líquida y del riesgo convertido
 en aventura permanente: tales son las brillantes metáforas
 sociológicas con las que han aprehendido la presunta esencia de las
 postrimerías del siglo XX y del adolescente XXI autores tan
 ilustres como Lipovetsky, Bauman y Beck.
Análisis que se detienen en las heridas abiertas
 como si fueran notas magistrales de un mundo de bellezas trágicas y
 armonías disonantes, si bien contradictorio y con enormes
 desigualdades, daños colaterales e injusticias por doquier.
Se celebra que hayamos dejado en la cuneta de la
 historia los pesados lastres de la lucha de clases, los dispares
 estados del bienestar y los relatos fuertes de índole
 revolucionaria o utópica. El punto de vista es eminentemente
 occidental, aparcando en los márgenes a los millones de seres
 humanos que sobreviven  a causa del expolio cultural y el
 genocidio económico del supremo refinamiento del hombre blanco.
La posmodernidad nos está dejando en cueros, al
 pairo de coyunturas incomprensibles con los instrumentos políticos
 menguados y los mecanismo ideológicos desbrozados de la actualidad.
 La falacia de ser uno mismo está quebrando solidaridades,
 aumentando la pobreza colectiva y encaramando a la cúspide
 inviolable a una casta ajena a los arrabales que rodean sus
 fortalezas de egoísmo.
El mundo virtual de las emociones al instante
 está difuminando la realidad, troceándola en impulsos de
 supervivencia individuales. Domina el sentimentalismo sobre la razón
 crítica. Algunos pensadores, Carlos Taibo y muchos otros, anuncian
 un colapso del sistema en un horizonte más o menos cercano.
Dicen que la civilización capitalista está a
 unos pasos indeterminados aún de desaparecer: se acaban los
 recursos energéticos y se agotan las ideas, pero, por el momento,
 no se vislumbran alternativas que tomen el espacio de la previsible
 ruina capitalista. Tampoco sería descartable, en un hipotético
 escenario apocalíptico, de la hecatombe total.
Naomi Klein, por su parte, con argumentos
 eminentemente políticos, apunta una tesis, a nuestro entender, más
 realista y ajustada a la compleja realidad que pretende solapar la
 posmodernidad: el régimen de la globalización neoliberal mantiene
 su hegemonía a través de la guerra constante y el shock
 generalizado, produciendo miedos automáticos e induciendo temores
 ante el futuro como medio de control político e ideológico a
 escala internacional.
Resulta obvio observar que el pánico sistémico
 y la capacidad de ser uno mismo son aspiraciones que se anulan
 mutuamente. Solo se podrá sobrevivir en el mundo que habitamos a
 expensas del otro, compitiendo hasta la extenuación para configurar
 biografías y experiencias mediante la aniquilación simbólica o
 física de los semejantes, transformados psicológicamente en
 adversarios, enemigos o chivos expiatorios.
Ese entramado ideológico que subyace en los
 actos intrascendentes  más cotidianos e incluso irrelevantes
 nos conduce a una lucha sin cuartel contra el otro: el competidor
 por un empleo, la diferencia en roles de género, el color de la
 piel, el disidente de la normalidad o el portador de una
 indumentaria sospechosa o un acento extranjero.
La posmodernidad nos hace ver la realidad como
 átomos que persiguen sus propias metas y hacen uso del libre
 albedrío sin sujetarse a normas éticas: todo vale si el propósito
 es prevalecer en el combate diario por la supervivencia.
En este ambiente sin contexto moral y político
 al que asirnos, emerge una categoría filosófica que en nuestra
 opinión puede tener una fuerza avasalladora para disolver los
 preceptos autocomplacientes de la posmodernidad y aunar voluntades
 para conquistar territorios colectivos de solidaridad 
 compartida y cooperación mutua. Nos referimos a la simple palabra
 vulnerabilidad, un concepto que ha desarrollado como nadie la
 filósofa feminista estadounidense Judith Butler.
Aquí no vamos a entrar en sus intrincadas
 relaciones, sus exquisitas posibilidades y sus riquezas potenciales.
 Simplemente, siguiendo a Carlos Martínez, pretendemos, como ahora
 se dice coloquialmente en mentideros de diverso signo mediático,
 poner en valor una bocanada original de aire fresco.
A nadie puede escapar la imposibilidad manifiesta
 de llegar a ser uno mismo por sí mismo, valga la redundancia.
 Nuestra vulnerabilidad existencial y biológica nos obliga a
 necesitar del prójimo. Esta verdad es insoslayable, a pesar de la
 propaganda histórica de la que viene gozando el yo gigante y mítico
 del subjetivismo capitalista a ultranza.
También es cierto que esa necesidad del otro se
 ha manifestado en dicotomías jerárquicas: rey y súbditos, mujer y
 hombre, civilizado y bárbaro, empresario y trabajador, sabio e
 ignorante, experto y profano… No obstante las vinculaciones de
 dependencia, un cambio en las cualidades de la parte más débil
 ocasiona alteraciones más o menos perdurables en las relaciones
 sociales y políticas.
La apuesta intelectual de Butler, partiendo de
 estas desigualdades en la vulnerabilidad interpersonal, es hacer que
 tal concepto crezca desde nuevas raíces. La aparente ingenuidad de
 la propuesta es precisamente su mayor atractivo y fortaleza.
Aceptar la vulnerabilidad propia y compartida con
 los demás es un punto de encuentro, una aproximación afable y
 solidaria al otro y a la precariedad que a todas las personas nos
 envuelve.
Desde luego que esa reflexividad vulnerable no
 acabará con los conflictos bélicos, sociales, culturales,
 económicos, políticos e ideológicos vigentes. Sin embargo, sí
 podría servir de nexo para limar asperezas en el planteamiento de
 soluciones a largo plazo. Imbuirse de vulnerabilidad puede hacernos
 más libres, con mayor capacidad para entender los puntos de vista
 que se oponen entre sí.
Por supuesto que las elites no se dejarían
 seducir con facilidad para ceder en sus posturas egoístas. La
 política siempre es fuerza al servicio de intereses y causas
 enfrentados. No obstante, ante una situación de emergencia o de
 crisis a nivel global como la que estamos padeciendo ahora, sin
 salidas plausibles a la vista, sería preciso y aconsejable combatir
 el desencanto de la inmensa mayoría de seres acogotados por el
 miedo provocado por el neoliberalismo por una idea superadora de los
 antagonismos clásicos.
Por pequeños matices, las izquierdas
 progresistas se matan entre sí o contrarrestan su eficacia en el
 tablero político. De esta mezcla heterogénea de caos y resignación
 sacan excelente partido los partidarios de la posmodernidad del
 riesgo vital.
Solo siendo consciente de la propia
 vulnerabilidad sería posible alcanzar esa cima de ser uno mismo.
 Ser uno mismo implica conocer la laxitud de la libertad al uso
 neoliberal y la importancia inapelable de la cooperación y la ayuda
 mutua.
El individualismo jamás ha sido sinónimo de
 libertad, únicamente una trampa para cazar las debilidades humanas
 y los deseos más primarios, convirtiendo a los seres humanos en
 sujetos egoístas más dóciles y permeables a las diferentes
 maneras de cooptación del poder establecido.
No existe el yo imperial y omnipotente. No
 nacemos de la nada. Somos lo que nos va definiendo día a día en el
 medio social. Somos cultura colectiva. Somos una minúscula
 partícula que depende del todo.
Carlos Martínez extrae energías extraordinarias
 de su vulnerabilidad porque es capaz de ver con precisión razonable
 su propio yo en el espejo de su entorno próximo. No quiere ser una
 carga ni para sí ni para nadie. Reclama respeto para su ser
 vulnerable. La buena muerte forma parte indistinguible de la buena
 vida. No solicita lástima ni conmiseración. Quiere respetuosa
 dignidad porque ama la vida, la suya y la de sus semejantes.
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