Los que acostumbran
a leer noticias alternativas en inglés, norteamericanas sobre todo, habrán
reparado en la frecuencia con que últimamente aparecen admoniciones, a menudo
alarmistas, sobre la guerra contra el dinero en efectivo (the war on cash).
El capitalismo
norteamericano está enamorado del apocalipsis, seguramente porque, como ya se
ha notado, el mismo fin del mundo se concibe como un espectáculo o mercancía
producido en el interior del sistema y no como el fin del sistema. Se hacen lúgubres
prospectos del “campo de concentración financiero” que se avecina y uno se
pondría a temblar de inmediato si no fuera porque eso, poco más o menos, es lo
que ya parece que tenemos.
Además, muchos de
los que ponen aquí su indignado grito en el cielo (¡no nos van a dejar ya ni
tener billetes!) son el mismo tipo de gente obsesionada con atesorar oro y que
sólo concibe la libertad en términos de poder adquisitivo. Otra especie de
“indignados”, genuimente conservadora y americana, que nos viene a recordar las
profundas diferencias de mentalidad que todavía persisten entre Europa y
América.
A pesar de todo,
conviene no olvidar que la guerra al dinero en efectivo no es un mero culebrón
para catastrofistas, sino una persistente y poderosa tendencia actual que aún
está adquiriendo impulso -está acelerándose- y que determinará en gran medida
el escenario de los próximos años y décadas. Los medios alternativos de aquí,
que tal vez temen mezclarse con cualquier chisme con tintes reaccionarios, ignoran
el tema con esa especial habilidad que tienen para eludir ciertos temas
importantes. Uno tal vez no sabe muy bien qué pueda significar hoy ser
reaccionario -puesto que a casi todos, y no menos los que se autodenominan
“izquierda”, apenas nos es dada otra cosa que reaccionar; pero justamente este
tema del destino del dinero, si conseguimos confrontarnos con él, podría ser
una oportuna piedra de toque y un excelente revelador de cómo andan las cosas.
Dado lo poco que se
escribe en español sobre el asunto, no estará de más hacer algo de repaso. Por
descontado, información y rumorología al respecto, monocorde y repetitiva,
puede encontrarse con sólo teclear en inglés “war on cash” or “cashless
economy”.
Bail out/Bail in: Rescate y captura
La actual corriente
de artículos sobre la presunta guerra al dinero en efectivo suele tomar como
punto de partida artículos recientes de Kenneth Rogoff (Harvard) y el
economista en jefe de Citigroup Willem Buiter. Ambos debaten los beneficios y
riesgos de la prohibición o cuasi-prohibición del dinero en efectivo,
contemplando, naturalmente, la posibilidad de una implantación gradual con
restricciones sucesivas en el tamaño de los billetes y sus sumas. Esto, de
hecho, es lo que se ha visto en diversos países del euro como Italia, Francia o
Grecia desde los comienzos de la crisis financiera del 2008. Rogoff añade que
tampoco haría falta decretar la prohibición, y que bastaría con dejar los
billetes de 1 dólar o 5 para las transacciones cotidianas de los agentes
marginales y rezagados de la economía como pobres o ancianos; apreciación que
por sí sola ya nos da cierto olor de lo que se pretende.
Buiter por su parte
va de cabeza al principal motivo de preocupación de los bancos, y sin
preámbulos nos dice que la debacle financiera del 2008 se hubiera podido evitar
con sólo cargar un 6 por ciento de interés negativo sobre el dinero en
metálico, o dicho de otro modo, tomando un 6 por ciento de los depósitos de los
ahorradores para forzar a todo el mundo a gastar cualquier dinero que pueda
tener en efectivo. Se trata, en definitiva, de pasar de los rescates con
inyecciones del erario público a la captura de los propios depósitos de los
ahorradores, para lo cual ya hace tiempo que sin publicidad se despliegan leyes
favorables. El mayor de los bancos americanos, JP Morgan Chase, ya cobra un 1
por ciento a los “excesos” de dinero en depósito.
Ni que decir tiene,
si ya no hay dinero en efectivo o sus movimientos se encuentran severamente
limitados se evitan las estampidas financieras con la gente pugnando por sacar
sus depósitos; no hay que decretar un corral porque ya todo es por principio un
corral (no hay dinero tangible que sacar), y de aquí, tal vez, el socorrido
calificativo de campos de concentración financieros. Aunque hay bastante más
que esto.
Las ventajas para
la banca son evidentes, y lo mismo cabe decir para el estado, que, so pretexto
de luchar contra la evasión fiscal, podría acceder a un control ideal y al
detalle de las acciones y transacciones de los ciudadanos. Los argumentos
fiscales son por ejemplo el motivo esgrimido por el gobierno de Netanyahu para
su plan por etapas para una economía sin efectivo en Israel, en un estado cuyo
presupuesto, se dice, se halla tan exigido por los gastos militares. Y
naturalmente, los portavoces de los bancos aseguran que con estas medidas la
lucha contra el narcotráfico, el terrorismo y el crimen -por no hablar de la
evasión fiscal- sería infinitamente más efectiva.
Si las ventajas
tanto para el estado como para la banca son enormes, puesto que ambos son hoy
los grandes polos de poder, cabe estar seguro de que estas iniciativas gozarán
del mejor viento en sus velas. Además, no sólo hay que contar con el
acostumbrado despliegue de relaciones públicas para minimizar las resistencias,
si de verdad las hay; más fuerte que todo esto es que el mismo Zeitgeist, el
mismo Espíritu del Tiempo, ha asumido como suya la misión de convertir en
electrónico todo lo que pueda ser convertido, y el dinero no es precisamente
algo secundario en esta función. Por añadidura es una de las cosas que mejor se
prestan a ello. ¿Por qué querría el Espíritu del Tiempo convertirlo todo en
electrónico? Pues justamente, para convertirlo en dinero. La inagotable sed de
liquidez. En definitiva, el Espiritu del Tiempo es el Dinero y punto; aunque,
aquí está la gracia, no hay por qué confundir dinero y capital. Y en cuanto a
la gradualidad, sólo hay que administrarla de forma oportuna al compás del
apuro y de las crisis, puesto que nada se ha transformado de manera más
paulatina.
Sin duda las
tarjetas de crédito, aunque a menudo las utilicemos para ir al cajero, nos han
ido haciendo a la idea del puro dinero electrónico. Pero ahora en países como
Suecia o Dinamarca los mismos cajeros están desapareciendo, porque son ya muy
escasas las transacciones hechas con billetes. Allí en muchas áreas comerciales
ni aceptan ya efectivo, que se está tornando en un lastre o incluso en algo un
tanto sospechoso. Ahora se trata de pasar de la tarjeta al iphone, y ya están
aquí las aplicaciones de pago por teléfono como Apple Pay y otras, con las
grandes multinacionales como siempre en vanguardia. Lo cashless y cash free es
lo último y los festivales de música ingenian sistemas de pago por pulsera
electrónica para que “sin contacto” pagues más y mejor.
Usando datos
biométricos ya no tendrás que rellenar interminables formularios por internet,
sino que podrás “comprar sin pensar, como a ti te gusta”. Nada subliminalmente,
se ofrece la promesa levitante y eufórica de un mundo sin dinero, pero con tu iphone.
No te pringues la mano con algo tan sucio como un billete, con abundantes
trazas fecales, de mocos y de cocaína. Y además, si no llevas cartera nadie te
robará por la calle; eso se queda ya en exclusiva para los amistosos
estafadores de las comisiones.
Porque siempre hay
que luchar contra el crimen. Y de paso, empezamos a criminalizar toda la
economía informal, se entiende que la de bajo nivel adquisitivo. Por añadidura,
el sistema de los billetes, además de inefectivo, resulta muy caro para todos. Es
innegable que los billetes grandes hacen más fáciles las corruptelas y los
movimientos del crimen organizado, pero ya se ha empezado a decir que son la
causa. Ya están cantadas las noticias de redadas contra cejijuntos terroristas
atesorando sacos de billetes en sus búnkeres, mientras en los anuncios, libre
de dinero, la juventud angelical vuela extasiada por el aire. Ninguna
exageración, puesto que el ministro de finanzas francés Michel Sapin atribuyó
los atentados de Charlie Hebdo a la capacidad de comprar cosas con dinero en
efectivo; desde entonces se establecieron controles a partir de mil euros para
“luchar contra el uso del dinero en efectivo y el anonimato en la economía
francesa” [1]. Y en cuanto a la publicidad, ya la tenemos.
Esta transparente
“sociedad sin dinero” (en efectivo) no va a quedarse en un experimento para
civilizados escandinavos; hasta el Banco Central de Nigeria ha establecido como
una prioridad la reducción en lo posible de esta reliquia del pasado. También
pensando en África, Bill Gates prevé soñador que “por el 2030, dos mil millones
de personas que no tienen una cuenta bancaria estarán acumulando dinero y
haciendo pagos con sus móviles. Y por entonces los proveedores de dinero en el
móvil ofrecerán todo un espectro de servicios financieros, desde ahorros con
interés a seguros y créditos”[2] . La Belinda and Gates Foundation está volcada
en llevar la mano amiga de la banca a los más pobres, pues, como afirman en sus
comunicados oficiales, también los pobres pueden ser una base de clientes
rentable.
Ni en España faltan
pioneros. Guillermo de la Dehesa, ex-funcionario del estado, secretario del
PSOE en tiempos de Solchaga, consejero del Santander y de Goldmann Sachs, y
colaborador de El País vaticinaba ya en el 2007 un mundo mucho más seguro y
menos violento una vez que desapareciera “el mayor incentivo que ampara toda la
actividad ilegal”[3]. De la Dehesa, junto con Enrique Sáez, uno de los primeros
abogados de la iniciativa, no dudaba en convertir al dinero en efectivo en
causa hasta de las guerras.
Como se ve el
argumento de la seguridad es el más recurrente del lado de los gobiernos, y la
seguridad no es más que el aspecto amable del control. Las transacciones sin
efectivo han de incorporar la tecnología de cadena de bloques (blockchain) que
vio la luz con la primera criptomoneda de éxito, Bitcoin, pero que es
enteramente independiente de ésta: una base de datos distribuida y abierta con
ciertos protocolos que mantiene un registro acumulado de todas las operaciones.
De este modo todas las operaciones y transacciones con dinero, salvo por las
monedas o billetes de baja denominación que no fueran derogados, serían
íntegramente rastreables.
Los expertos en la
materia dicen que esta tecnología de cadena de bloques es extremadamente segura
y difícil de trucar, de modo que la panóptica trasparencia a que serían
sometidos los ciudadanos/consumidores no sería mayor que la que tendrían “los
banqueros y los gobernantes”, así todo junto y sin solución de continuidad.
Suena encantador. Tal vez no haya por qué dudar de que se trate de una
tecnología de lo más democrática, al menos por diseño y concepción; pero
¿cuándo se ha visto que una tecnología impuesta desde arriba fuerce la igualdad
entre los de arriba o los de abajo?. Si acaso cabría pensar en una más
dramática e insondable separación entre administradores y administrados. El
problema no es la tecnología, sino su imposición, y para unos fines bien
concretos; así esa tecnología sólo puede asumir la función que le sea asignada,
y que indudablemente se transformará con el tiempo.
Además, como dicen
algunos, no hay problema que traiga la tecnología que la tecnología no pueda
arreglar. Con nuevas innovaciones. A la descentralizada pero compacta
tecnología de bloques pronto le han crecido apéndices tales como las cadenas
laterales (sidechains), muy aptas desviaciones para otras criptomonedas
paralelas, y que, se afirma, permiten prevenir “faltas de liquidez”, “reducir
la volatilidad” y un largo etcétera de conveniencias. Puede ser cierto, pero no
hace falta entrar en muchos detalles para escuchar la misma música, los mismos
estribillos, los mismos prodigiosos e ilimitados despliegues de la ingeniería
financiera de siempre, con renovadas y aumentadas posibilidades.
¿Puede sorprender
entonces que Goldman Sachs, que siempre se ha mostrado entusiasta con esta
tecnología, esté desarrollando con sus propias patentes su particular versión
del Bitcoin, llamada provisionalmente SETLcoin? Y ciertamente no han de ser los
únicos. Parece ser que los bancos, siempre impacientes, no están dispuestos a
esperar a que la rémora de la política estatal conforme el campo de medidas y
ya están anticipando sus propias soluciones. Las cadenas laterales, como buenas
ramificaciones, son un gran paso para lograr el efecto multiplicador de la red
que puede ser decisivo a la hora de consolidar este nuevo uso y práctica del
dinero.
Las ventajas que el
puro dinero electrónico tiene para el estado y la banca son tan claras que no
merecen demasiados comentarios, pero la cruz del asunto no está en la suma,
sino en el producto de ambos. Pues si el matrimonio entre banca y estado viene
de viejo, ahora se haría casi imposible limitar la nueva atribución de poderes
con que se vería consagrada. Asistida por la inminente ubicuidad de la
vigilancia electrónica y “la internet de las cosas”, estaría por nacerles un
hijo que multiplicará la belleza de sus progenitores. Sólo hay que pensar un
poco en ello, pues nuestra fantasía podría cosechar otro más de sus patéticos
fracasos.
Singularidad y
horizonte de sucesos
Hace años,
especialmente antes del milenio, se puso de moda entre transhumanistas,
tecnoprofetas y otros pirados hablar de una supuesta singularidad tecnológica
hacia la que nos estábamos peligrosamente acercando. Pronto los ordenadores y
los robots aprenderían a autorreplicarse y mejorarse por sí mismos y así de un
día para otro el Homo Sapiens quedaría hundido en el barro sin sospechar
siquiera lo sucedido. Si uno no cree en empanadas especulativas como la de los
agujeros negros de los físicos, difícilmente creerá en una quimera como la de
la singularidad tecnológica.
Pero para la
psicología no deja de ser un síndrome fascinante, puesto que alía las virtudes
higiénicas del Apocalipsis con el más desenfrenado optimismo aprovechando el
denominador común de la fuga y el escape. No es algo fácil de superar. El
problema es que la tecnología nunca está a punto. En cambio podríamos asistir
al nacimiento de un síndrome nuevo y no menos fascinante que ya tiene
solucionados los problemas técnicos, es decir, ya tiene su libre curso
garantizado: se trata del síndrome de la singularidad financiera, aún no
tipificado por los psiquiatras.
Lo bueno de pensar
en la unión indisoluble entre banca y estado como un agujero negro es que, si
estamos ciertos de que los agujeros negros no existen, nos facilita grandemente
conjurarlo. Por otra parte tiene la ventaja de que podemos seguirle la
corriente a los locos y hasta empatizar con ellos sin necesidad de pasarnos a
su bando. Si el todo es singular, cualquier singularidad en una parte no pasará
de ser una ficción mental, pero por otra parte, gracias al impagable (y en
realidad impresicindible) concepto de horizonte de sucesos, podemos hablar
tranquilamente de lo imposible como si fuera tan sólo inevitable. Y además, un
horizonte de sucesos está lleno de cosas especulables y discurribles, puesto
que es un embudo de tiempo.
Admitido que los
intereses de la banca y el estado por terminar con billetes y cheques son desde
su punto de vista perfectamente razonables, puede preguntarse dónde está el
delirio. Pero ya adelantamos que no es la suma, sino el área del producto, el
que circunscribe el nuevo espacio para las aberraciones que intentamos
concebir. Ahora mismo no sabemos si ambos polos de interés habrán de coincidir
a la hora de eliminar el antiguo dinero, o si, ante problemas mayores de las
grandes divisas actuales (dólar, euro, yuan, yen, libra, etc), la banca
intentará desbordar por las bandas en una especie de enloquecida criba
darwiniana de monedas estatales y no estatales. Todo eso está por ver ya que
los sobresaltos en estos diez o quince años próximos están garantizados. El
dinero en la forma actual difícilmente puede tener más tiempo que ése.
Puesto que los
problemas técnicos para la eliminación del actual dinero ya están prácticamente
resueltos, es obligado volver sobre los obstáculos que el proyecto tiene en las
otras esferas, fundamentalmente la política y la económica. Curiosamente, los
obstáculos sociales no parecen merecer mucha consideración de los abogados de
la “sociedad sin dinero”. En el capítulo económico, y especialmente si se
consideran las divisas de los estados y ecozonas, como el dólar o el euro, un
asunto primordial es la concertación, puesto que cualquier intento unilateral
por parte de una economía de restringir el uso de su moneda atraería el uso de
divisas extranjeras en su propio territorio. Incluso si en los Estados Unidos,
que siguen gozando con diferencia de la divisa más fuerte, se restringiera
drásticamente el uso de dólares en efectivo, sólo se lograría desencadenar una
compra frenética de euros, yuanes y hasta rublos si no hay nada mejor,
invirtiendo la situación y trasfiriendo la fuerza del dólar a la pujanza del
propio mercado negro interno.
Esto sería al menos
lo más probable por la sencilla razón de que, como admiten Rogoff y Buiter, el
motivo de partida para acabar con el dinero en efectivo es darle algo de aire y
espacio de maniobra a los bancos a través de los tipos de interés negativos;
luego se aducen el resto de “ventajas.” Sabido es que todos los grandes bancos
centrales llevan años bordeando el interés cero o el interés negativo, y
fabricando grandes sumas de dinero, con el pretexto de estimular la economía.
En la práctica, el dinero les llega casi sin interés a los bancos y las líneas
directas de crédito privilegiadas, que se dedican a especular gracias a la
enorme ventaja con que cuentan. Faltaría más, el usuario normal del banco tiene
que pagar unos intereses mucho más altos, por no hablar de las tarjetas de crédito.
Por otro lado ese interés cercano a cero, y que se querría negativo, penaliza a
los ahorros depositados en los bancos, pues ya la inflación suele ser mayor que
el interés.
Con intereses
negativos, el ahorrador está pagando directamente por dejar dinero en el banco,
aun si ignoramos la inflación. Y por otro lado, los bancos centrales buscan
obsesivamente la inflación, por la que no dejan de suspirar continuamente en la
letanía de sus comunicados oficiales. “¡No conseguimos la suficiente
inflación!” lloran una y otra vez, lo que debería dejar atónito al más sufrido
lector de noticias, cuando siempre se nos dijo que el motivo fundacional de los
bancos centrales era proteger el valor adquisitivo de sus monedas y por ende
luchar contra la inflación. La razón para esto, claro está, es que en una
economía de deuda como la que tenemos la inflación es ventajosa, puesto que
hace más baratos los pagos futuros. Los bancos centrales, que no son sino los
consorcios de los bancos privados con la bendición del estado, hacen todo lo
posible por exacerbar la economía de la deuda.
Así pues, los
bancos quieren tener libertad para imponer tipos negativos y que la gente tenga
que pagar por su dinero en el banco. Como en tales circunstancias los
ahorradores prefieren sacar el dinero y tenerlo en efectivo porque conserva
mejor el valor que los depósitos, la única forma de impedirlo es terminar con
el dinero en efectivo mismo. Este es el plan, tal es la solución final.
El Banco Central
Europeo fue el primer gran banco en aventurarse en las aguas de los intereses
negativos en junio del 2014, con un modesto 0,3 por ciento. Le siguieron los
bancos centrales de Suecia, Dinamarca y Suiza, que ya lo había hecho
anteriormente en los setenta. ¿Cuánto por debajo de cero puedes llegar? El
límite lo pone la coyuntura, no la vergüenza. Pero si el dinero en efectivo se
reduce a un rango residual, se ha conseguido eliminar el principal obstáculo.
Dicho sea de paso,
el hecho de que ahora se lamenten en los bancos centrales porque no hay suficiente
inflación, y de que se castigue sin disimulo al ahorro, al que hasta ayer se
consideraba fundamento del capitalismo, es algo que supera las más gruesas
parodias. Es el signo más cierto de que ya hollamos el territorio del
postcapitalismo, aunque aún no nos atrevamos a reconocerlo. Y no queremos
reconocerlo porque no queremos admitir que el periodo posterior al capitalismo
podría ser peor en diversos aspectos a su predecesor, o que su predecesor no
apuró el cáliz de sus males. Al menos, si llamamos postcapitalismo a la fase en
que ya carecen de relevancia las contradicciones que en una fase anterior
hubieran socavado sin remedio su discurso y su sistema. Ahora no lo socavan,
luego se está abriendo una nueva época y ante las temibles implicaciones de esto
muchos lo prefieren ignorar.
Penalizar el ahorro
también significa oponerse al motor de la movilidad social, que hasta ahora era
la válvula de escape del sistema para el descontento social. Siendo esto tan
peligroso, ¿qué es lo que se pretende? Al menos hablando en términos económicos
clásicos, si no ahorras, lo único que te queda por hacer es consumir o jugar en
el casino de la bolsa. Y este es el rol lubricante que se espera del nuevo
microsiervo.
Los intereses
negativos y la captura o confiscación del dinero de la población es
prácticamente el único y último grado de libertad importante que tiene un
sistema bancario-estatal que parece haberlo intentado absolutamente todo y que,
mientras navega a la deriva por un mare tenebrarum de derivados financieros y
activos tóxicos contempla que los paños calientes de la última crisis tienen un
efecto marginal cada vez menor. No podrían “estimular” la economía ni aunque
empezaran a repartir billetes con helicópteros. Así que la cuestión es el cómo
y el cuándo.
Si la prioridad la
establece la urgencia, lo primero es tener algo de aire a nivel financiero, y
lo inmediatamente posterior, ante la inestabilidad creciente, es fortalecer los
mecanismos de control a través de esta nueva vuelta de tuerca financiera. Pues a
veces, como cuando se habla del dinero en helicópteros, parece que el problema,
más que el propio dinero, es mantener sujeto al conjunto del tinglado y de la
gente. En lo grande es imposible separar lo económico de lo político.
Las crisis, ya se
dijo, jalonarían esta limpieza del dinero en efectivo. Las primeras
restricciones importantes en países europeos vinieron tras el 2008. Si el
hundimiento en bolsa de las punto-com en el 2000 biseló el cambio de milenio,
la crisis sistémica del 2008 es el primero de los tres grandes golpes que, a lo
sumo, puede aguantar este sistema antes de desmoronarse por completo. Y es que
el colapso no es un acontecimiento sino un proceso, y como todo proceso tiene
su ritmo. Los tres golpes pueden recordarnos los tres soplos del lobo en el
cuento de los tres cerditos.
La segunda gran
crisis sistémica podría haber empezado ya, aunque una discreción que es de
agradecer nos habría ahorrado el susto. Ya nos hemos acostumbrado a pensar que
no hay crisis que se precie sin un Lehman Brothers o un hundimiento
espectacular en la bolsa; pero ahora podría ser distinto, puesto que en el 2008
los bancos centrales no estaban bombeando el dinero a marchas forzadas para
seguir inflando los mercados (bolsa, bonos, vivienda) y ahora sí. Los indicadores
generales pueden ser ahora iguales o peores que en el verano del 2008, pero el
descenso, a decir de Charles Hugh Smith, podría parecerse más al de un avión
que va quedándose sin combustible que a una caída en picado. No es que vaya a
faltar el suministro de dinero, pero, como con cualquier adicción, el aumento
de las dosis tiene efectos decrecientes.
Aun ignorando
tantas cosas, podemos abonarnos a la idea de que continuarán las crisis cada 7
u 8 años como ha venido siendo la tónica en los últimos dos siglos; el año 2016
tiene entonces grandes probabilidades de ser uno de estos años críticos incluso
sin la presencia de los detonantes habituales. Más simplemente, podría ser el
año en que se reconociera que las políticas monetarias que se han venido usando
como medicina no tienen efecto, permaneciendo una larga serie de problemas sin
resolver o agravados. Las crisis periódicas del siglo XXI tienen esto de
notable.
Antaño el efecto
destructivo de los ciclos de negocio se veía compensado, después de todo, con
otro efecto de limpieza y renovación relativos, para hacer bueno aquello de la
“destrucción creativa” de Schumpeter. Pero ahora lo que vemos es que los vicios
se agrandan, acentúan y se enquistan mientras se crean fortalezas y murallas
contra la innovación. En general, vivimos una época de enfeudamiento mucho más
que de innovación efectiva, lo que no quita para que el potencial de innovación
sea hoy mucho mayor que en otras épocas. De aquí precisamente los muros
defensivos.
Y además, como ya
se ha notado abundantemente, a este sistema-mundo ya casi se le han acabado los
nuevos mercados (espacio), el efecto novedoso de casi todo lo vendible
(renovación en el tiempo), y tampoco espera nadie nuevos ciclos tecnológicos
con capacidad de reciclar el trabajo perdido y el capital que busca
rendimiento. Así nos adentramos en el estancamiento del producto global con
captura de rentas por unos pocos y el desmoronamiento interno de la estructura
social por choques sucesivos. El mismo éxito y eficiencia del sistema para
conseguir sus propios fines se convierte, en un entorno con márgenes cerrados,
en la mejor garantía de su deceso. Lo que llamamos “morir de éxito”.
Si todo esto es así
el efecto de crisis sucesivas en estas primeras décadas del siglo es a la larga
mucho más demoledor, pues lo sabemos muy bien, no hay recuperación por más que
se pretenda lo contrario. Y si no hay recuperación, con el primer golpe el
sistema se estremecerá, con el segundo se tambaleará, y con el tercero caerá.
Los años de estos golpes serían, grosso modo, 2008, 2016 y 2025. Hacia mediados
o finales de la próxima década estaremos entrando en otro mundo, otro sistema,
por la sencilla razón de que el actual será ya inhabitable. Pues justamente
cuando un sistema es incapaz de reformarse el hundimiento está garantizado.
Parece una proposición autoevidente.
Cuanto menos
posibles las reformas, más segura la caída o más profunda la transformación.
Dado que la presión colosal del “éxito” del sistema fuerza todo a ello,
incluidas las oligarquías y los gobernantes. Si queremos verlo así, puede
augurarse, más que una muerte, una “Gran Transformación” de pareja magnitud a
la estudiada por Polanyi, pero, colonizado ya todo el espacio de acción, mucho
más concentrada en el tiempo. Si todo pasara por las alternativas entre banca y
estado, tal como enfatizan las opciones electorales, estaríamos más que
condenados. Puesto que ambos no son una alternativa sino un tándem, desde los
tiempos que estudiaba Polanyi, y de forma infinitamente más orgánica ahora.
Pero es improbable que un tiempo sometido a tensiones tan violentas no tenga
potencial para engendrar bifurcaciones. Y la bifurcación no puede estar causada
por la falsa alternativa que nos lleva de cabeza, sino por todo lo que ésta
reprime o no deja ver.
A vueltas sobre el
sistema monetario: “Todo está sobre la mesa.”
La eliminación del
dinero en efectivo es la eliminación del “dinero sin control”, por lo tanto,
aunque hasta ahora se asoció el dinero con la libertad, desde ese momento todo
dinero será control. El dinero inmóvil pasaría más desapercibido, pero quién
asegurará que hay algo inmóvil aquí. Esta eliminación del efectivo, debería
llevar, si se siguiera el curso natural del relevo generacional y la presión
por el acostumbramiento, no más de dos o tres décadas. A ese ritmo, y con una
presión sostenida, casi ni nos daríamos cuenta. Pero vemos que la urgencia
aprieta y no hay ya más trucos ni remedios monetarios en la recámara. Parece
que la única medida que puede dar aire al sistema financiero en los niveles de
tensión actuales y futuros es el disponer de todo el dinero y de forma tan
completa como sea posible. Y si es posible, ¿por qué conformarse con menos?
Con todo se diría
que los que se preocupan por la guerra a los billetes no acaban de ver la
jugada. Y es que, después de todo, la cantidad de dinero en efectivo ya es muy
pequeña, es una parte bien modesta de lo que se considera dinero en nuestras
economías. En los Estados Unidos, 1,36 billones de dólares, en una economía de
17,5 billones. Algo así como un 7 por ciento, y unos 4.000 dólares per cápita.
La mayor parte es billetes de 100; los billetes de 10, 5 o 1 dólar sólo hacen
menos de un 4 por ciento del efectivo, o menos del 0,28 por ciento del producto
bruto. En la eurozona el porcentaje puede ser algo mayor, según los países,
pero disminuyendo y en el mismo orden de cifras. En definitiva, el dinero en
efectivo ya es casi residual para el conjunto de la economía, lo cual nos lleva
a un serio corolario: los enormes números de gente para los que el dinero en
billetes es una parte central de su actividad son también, desde el punto de
vista económico, un mero residuo. Para nuestro sistema valen mucho más como
voto que como economía.
Así que
cuantitativamente la desaparición del dinero en efectivo es pan comido y bien
poca cosa. No da para ningún tipo de “Gran Transformación”. Pero lo que está en
juego no es ese modesto porcentaje. Hay más incluso si dejamos para el final
las consecuencias sobre la libertad, que ahora tan poco parecen importarnos.
Hace mucho que el sistema monetario en todo el mundo gira en torno a la reserva
fraccional. Sólo una parte mínima, un 5% o menos, del dinero en existencia es
fabricado por las planchas del banco central. Esta es la base monetaria,
constituida por el dinero legal en circulación más las reservas de los bancos
en el banco central.
El resto del dinero
no son depósitos de los ahorradores, sino que lo crean los bancos comerciales
de la nada con los préstamos. En realidad, es el que pide el préstamo y compra
el que crea el dinero, pero de bien poco le sirve. Desde luego, al banco
comercial sí le sirve a la maravilla semejante procedimiento. Incluso el Banco
de Inglaterra aclaraba y subrayaba el hecho en un comunicado reciente [4].
Cuando menores son los requerimientos de reservas de los bancos, más veces
puede el banco comercial multiplicar el dinero que le llega de su padre el
banco central a unos intereses muy cercanos a cero; pero por otro lado mayor es
el riesgo en caso de que los clientes con depósitos demanden su dinero. A pesar
de todo y como tendencia los porcentajes de dinero en reserva han estado
disminuyendo sostenidamente en casi todos los países a lo largo del tiempo.
La creación de
dinero por extensión del crédito está en el origen de los ciclos de negocio con
sus burbujas hinchándose y reventando con sorprendente periodicidad, como la
simple lógica y los más detallados estudios demuestran. Es decir, la
terminación de las crisis periódicas, al menos en su mayor parte, era algo que
se podía haber logrado hace siglos, con sólo que el único dinero en circulación
fuera el que emite el estado y exigiendo la integridad de los depósitos. Y no
sólo eso, se hubiera terminado con el endeudamiento crónico de los particulares
y de los órganos públicos, y con la febril y destructiva necesidad de crecer a
cualquier precio. Pero como lo que se buscaba era eso, dentro del marco del
estado nunca se ha conseguido restituir la emisión del dinero a su única
legalidad posible.
La prueba es que
las burbujas y ciclos de negocio por causas endógenas empiezan con la reserva
fraccional, y son prácticamente desconocidas antes. El Banco de Inglaterra se
funda en el 1694, más o menos los años de los Principia de Newton, y los años
en que aflora el impulso notorio de la “Gran Transformación” que glosa Polanyi.
La última vez que
hubo un clamor importante por volver al dinero del estado y las reservas
íntegras fue en las secuelas de la Gran Depresión, en lo que se conoce como el
“Plan de Chicago”, apadrinado por grandes economistas de la época como Irving
Fisher. La Reserva Federal sólo hacía 20 años que se había creado, pero ya era
de lejos el mayor poder del país, y naturalmente F. D. Roosevelt terminó por
desestimar la propuesta para adoptar medidas de gasto público infinitamente más
tibias. Incluso muchos años antes grandes industriales como Edison y Ford
habían abogado por el dinero del estado, preguntándose por qué estúpida razón
el pueblo de los Estados Unidos tenía que pedir 30 millones de dólares de su
propio dinero para tener que pagar 66 sumando todos los intereses. Qué tiempos
aquellos en que todavía eran posibles guerras entre los industriales y la
banca.
Incluso el ínclito
Milton Friedman suscribió decididamente el Plan de Chicago, al menos de
palabra. Algunos dirán que una medida que era promovida por grandes
industriales o por Friedman no puede ser, por decir lo menos, “progresista”.
Pero olvidémonos para variar de los bandos y atengámonos a la letra: ¿Por qué
todos están obligados a pagar deudas, y el estado el primero, cuando el mismo
estado es el que hace el dinero? ¿Qué había de derechas o de izquierdas en
reclamar que el dinero volviera a ser exclusivamente estatal? Y sin embargo los
llamados partidos de izquierdas nunca han tenido el valor de pedirlo, tal vez
porque sepan mejor que nosotros los parámetros en que se mueven. Incluso se
habla a menudo de la nacionalización de la banca, pero nunca de acabar con la
creación del dinero por el crédito, de acabar con el sistema de la deuda
crónica. ¿No es esto realmente extraño?
Los prestamistas,
no “la burguesía”, son los arquitectos de la era de las revoluciones burguesas.
Son ellos los que están detrás del derrocamiento de las monarquías, de los
parlamentos y las constituciones. Las mismas “revoluciones burguesas” son sobre
todo revoluciones monetarias. ¿Por qué si no los estados tienen que pedir a los
banqueros el dinero que ellos mismos fabrican y pagar indefinidamente
intereses? Muy pocos son los que, como Alejandro Nadal, se han preguntado de
dónde viene el llamado “mito de la independencia del banco central”, es decir,
de que el banco central deba ser por completo independiente de los gobiernos. Y
la respuesta bien evidente está en la misma historia: La confiscación del
dinero necesitaba una justificación, y a menudo se empujó con engaños y
guerras, siempre el mayor negocio del mundo, a que los gobiernos abusaran de su
legítimo derecho de emitir dinero.
Tras desvaluaciones
escandalosas, se exigió y se aceptó el que “algo tan serio como el dinero
pasara a manos responsables”. A veces ni siquiera se tuvo que forzar mucho la
mano, y bastó con mantener el asunto en círculos cerrados bien avenidos y lejos
del debate público: “pactos de caballeros”.
Aunque a menudo muy
discreto, este es el rasgo aislado más importante de las revoluciones de la era
del capital -todas para el caso-, pero, maravillas de la perspectiva, ¡el
marxismo consiguió ignorarlo por completo! Tanto más se habla del capital,
tanto menos del dinero. Más aún, uno se entera con pasmo de que en la Unión
Soviética, y es de suponer que en todos los países socialistas, el sistema de
creación del dinero siguió siendo ¡la extensión del crédito como en la
denostada economía burguesa! La misma reserva fraccional, el mismo perfecto
símbolo y fulcro de la especulación. La reserva íntegra es consustancial con el
dinero sin intereses, y, aun quedándose siempre por arbitrar cómo y a quiénes
se concede el dinero, es, al menos por concepción, simple, legítima, legal e
igualitaria. La reserva fraccional por el contrario está llena de trucos y su
extremada complicación sólo se justifica como un plan especulativo y
oligárquico para consolidar el control y el privilegio. No sólo tiene un
espíritu ilegítimo sino que es contraria a la legalidad del dinero en el estado
incluso si es legalmente sancionada.
Se equivocan muy
groseramente los que dicen que la industrialización forzada de la Unión
Soviética fue un trágico error: eso y mantener el poder era el único plan, y
Stalin sólo aumentó el impulso inicial. La praxis monetaria lo prueba. El
entusiasmo de Lenin por el sistema bancario capitalista, por su capacidad de
control se entiende, forma el contraste perfecto con la oportuna inopia de
Marx: “Sin grandes bancos, el socialismo sería imposible. Los grandes bancos
son el aparato del estado que necesitamos para traer el socialismo, y que
tomamos ya hecho del capitalismo… Un sólo Banco del Estado, el más grande de
los grandes, con ramas en todo distrito rural y fábrica constituirá tanto como
nueve décimos del aparato socialista.” [5] En cuanto al genio de Tréveris,
parece ser que creía que en la sociedad socialista ya no haría falta el dinero,
como con Apple Pay.
Amador
Fernández-Savater recordaba hace poco a Curzio Malaparte para hablar de la
revolución como problema técnico. Basándose en especial en lo visto en la
Revolución de Octubre, Malaparte articula la tesis sobre la primacía de las
infraestructuras, del poder logístico o técnico. Malaparte, y tantos otros,
parecen estar pensando sobre todo en los medios de comunicación y “otros
servicios públicos”. Sin duda el control de los medios puede ser decisivo para
que un grupo llegue al poder; pero al final es el grifo del dinero el que
consolida al régimen. Si las infraestructuras materiales hacen posible el
presente, el dinero y el crédito gobiernan el presente y el futuro. Y además
apoderarse del Banco del Estado en Petrogrado y sus planchas de hacer billetes
fue una prioridad absoluta que los bolcheviques llevaron a cabo el primer día
de su golpe.
El dinero puede
necesitar infraestructuras para ser fabricado e intercambiado, pero es mucho
más que una infraestructura. Como el fabuloso mercurio de los viejos
alquimistas, juega el papel de intermediario entre lo bajo y lo alto, o si se
quiere, entre las infraestructuras materiales y las superestructuras
formadoras. Y por supuesto no hablamos sólo de su cantidad sino de los aspectos
cualitativos de su almacenamiento y circulación. Ignorar el dinero en la
sociedad es como pretender hablar del entendimiento humano haciendo caso omiso
del lenguaje, puesto que es el agente que ha hecho posible toda la diversidad y
complejidad social. Y sin embargo esta imposibilidad completa el marxismo la ha
sorteado como si nada cegándose en la producción y con el uso más romo y
abstracto de la palabra “capital”, entendido meramente como acumulación y
lógica de la acumulación. La circulación se reduce a poco más que a la
plusvalía y el circuito de la mercancía. Pero incluso a mediados del siglo XIX
eso era ya un asunto derivado y secundario, y Marx no era tan primaveras como
para no saberlo.
No voy a entrar
ahora a juzgar de dónde viene esta fobia de “la izquierda” por hablar en
profundidad del dinero, pero se diría que para ellos es de mal gusto, como
entre la gente rica y fina. Es mucho mejor hablar de las cuestiones sociales,
aun cuando Lenin estimara que la banca era nueve décimos del aparato
socialista. O del capital en la más abstracta de las formas, en una filosofía
que se precia de su concreción, su agudeza crítica, su praxis y su radicalidad.
Hasta hoy esta ha
sido la tónica. Los partidos que hablan de reformar el sistema desde dentro y
ni siquiera se plantean la posibilidad de acabar con este sistema monetario no
pueden buscar finalmente otra cosa que el acomodo. Y es más que cómico que
hablen de que una política “no es suficientemente de izquierdas” cuando algo
que propusieron reiteradamente Edison, Ford o Milton Friedman les parece
“demasiado a la izquierda de lo posible.”
Claro que las cosas
podrían cambiar en breve, si es cierto que no hay mucho tiempo y la urgencia
acelera las cosas. Ahora la izquierda del sistema, desesperada por dar con un
nuevo banderín de enganche, podría incluso hablar del dinero. Como lo oyen. A
mediados de septiembre surgía un llamamiento por parte de nada menos que Jean-Luc
Mélenchon, Stefano Fassina, Oskar Lafontaine y el omnipresente Yanis Varoufakis
por un plan B en Europa. En él decían: “Un gran número de ideas están ya sobre
la mesa: la introducción de sistemas paralelos de pago, monedas paralelas, la
digitalización de las transacciones en euros para solucionar la falta de
liquidez, sistemas de intercambio complementarios alrededor de una comunidad,
la salida del euro y la transformación del euro en una moneda común”[6].
Como se ve un poco
de todo incluyendo las cosas más contradictorias y de la forma más vaga
posible, aunque tampoco es que se pueda pedir mucho de una declaración de
intenciones. Pero a juzgar por lo de la “digitalización de las transacciones”,
parece que algo de la música les ha llegado a los oídos; y desde luego en
Grecia saben lo que es el grifo monetario. La izquierda del ruedo electoral se
muere por dar con una oferta resonante, y los bancos necesitan colaboración de
partidos políticos de aire progresista que revistan de preocupación social
medidas económicas y de control de otro modo infumables. ¿O es que esperamos
que sean los banqueros los que anuncien la “gran confiscación”?
Para eso está el
ala izquierda, que al menos quiere apiadarse del burro. Las consignas de
“libertad” de los partidos “conservadores”, por más mendaces que sean, no se
alinean bien con una medida de este cariz. La eliminación de los billetes puede
venderse como “libertad del dinero” en la publicidad, pero en la arena política
es otra cosa y no hay manera de conjugar “libertad” y “confiscación” en el
imaginario conservador. Digo confiscación y empleo las comillas porque así es
como la derecha, que vive en el binomio propiedad/expropiación, lo llama; y
esto basta para hacer ver lo difícil que es hacer pasar estas medidas entre su
base electoral. Más bien, estas medidas requieren argumentos en nombre de la
lucha contra la desigualdad, de seguridad y amparo para el precariado; gente
del estilo de Bernie Sanders.
Si el estado
hubiera podido disponer de su propio dinero sin tener que pagar altos intereses
a los bancos, un nivel alto de gasto público y un estado de bienestar
sostenible se hubiera podido mantener sin mayores problemas, sin endeudamiento,
y salvaguardando la soberanía; además de habernos ahorrado la desigualdad
galopante, la destrucción espuria y la mala asignación de la inversión con las
burbujas. Pero con los mecanismos bancarios actuales todo esto se hace
imposible, y los que dicen lo contrario dan la impresión de trabajar para los
bancos. ¿Cómo si no podría aumentarse el gasto público sin aumentar la deuda en
su favor? Hasta ahora ni siquiera han intentado explicarlo.
Pero en el nuevo
mundo que acecha las imposibilidades pueden tener vía libre. Y es que, por si
algún despistado no se ha dado cuenta, si eliminamos el dinero en efectivo
¡podemos inflar la base monetaria practicamente sin límite! Al menos, sin los
viejos y odiosos límites que imponía el dinero de papel, pues si no hay dinero
que retirar y que ponga en riesgo a los bancos, éstos ya no necesitan rendir cuentas.
Sin embargo la “congelación” de los deudores aún será más rápida, eficaz y
contundente. Todos deberán al banco pero el banco ya no le deberá nada a nadie,
sino tan sólo a los arcanos de consistencia de su sistema. Sería su libertad
definitiva… para darle forma al mundo a gusto, pues de qué vale el tiempo libre
y aun la eternidad sin un buen juguete.
Así si que tendrían
en su poder hacer realidad los sueños de los neokeynesianos más desaforados,
tipo Warren Mosler. Con tal de que te endeudes -y recuerda que podemos
congelarte- sigue pagando la casa. La casa podría ser incluso muy generosa con
la gente de buen comportamiento. Mientras tanto el seguimiento electrónico en
tiempo real de producción, consumo, flujos de capitales y personas, permitiría
reírse de viejos y obsesivos fantasmas de la inflación, deflación, y todo lo
demás.
Esto mismo sería el
juguete, esta su ludoutopía. La singularidad, el punto omega y el final feliz
del capitalismo ficción tendría que ser ése. Claro que llegando a ese punto, para
hablar en gerundio, habrá que ir dirimiendo todo tipo de diferencias sobre
riqueza e influencia, trasparencia y opacidad en la decantación de las élites
como señores de la instrumentalidad -una decantación infinita pero enamorada
del tiempo para alegrarnos la vida a todos. Aquí este banco, allí Apple, más
allá el Pentágono, más cerca ese magnate que todavía no sabía que Apple venía
del ejército pero que gracias a un agente de la CIA se entera de que la NSA se
la ha arrebatado a ella… Como Bilderberg pero subiendo las apuestas.
Probablemente los
obstáculos más serios para que esto se lleve a cabo no están en la esfera de la
política doméstica o la resistencia social, sino en la concertación de las
medidas monetarias y su gradación temporal entre los principales estados y
economías. No es sólo que unas divisas podrían intentar tomar ventaja sobre
otras, tampoco sabemos hasta qué punto las divergencias entre naciones con una
presunta guerra económica como Estados Unidos, Rusia y China son insalvables o
pueden llegar a serlo, coartando cualquier concertación. Además, hoy por hoy,
resulta tal vez más difícil imaginar a China sin billetes que a los Estados
Unidos o la Eurozona. En medio de presuntas guerras soterradas, de reparto de
áreas de influencia por tratados comerciales y las tensiones que podrían añadir
nuevas recaídas económicas, he aquí la gran piedra de toque para averiguar qué
puede más finalmente, si la oligarquía financiera sin fronteras o los intereses
cautivos de los estados nacionales.
De todos modos, que
la nueva vuelta de tuerca monetaria es perfectamente posible, y no un escenario
distópico, lo demuestra mejor que nada la indiferencia generalizada que existe
y ha existido siempre ante la apropiación ilegítima de los bancos centrales por
la banca privada. Si lo han hecho hace mucho tiempo y la gran mayoría ni
siquiera acusa de dónde vino el golpe, ¿por qué no habrían de hacerlo una vez
más? Lo verdaderamente increíble, lo que da tanto en qué pensar, es que esto
haya pasado tan desapercibido. Los partidos políticos, más que denunciar la
situación, estarían más bien dispuestos a echar una mano en caso de que la
banca requiera más ayuda -especialmente si se vuelve a ofrecer como
contrapartida aumentos de gasto público y un cierto retorno del “estado de
bienestar”. Como siempre, se trata de jugar con las dos alas del sistema al
palo y la zanahoria, al miedo y la esperanza; y después de los excesos
turboliberales de las últimas décadas ya está en el orden del día cómo ofertar
algo de “redistribución” desde arriba. Y si esto no se logra por la vía de los
impuestos, lo que hoy en día es más que dudoso, no se nos ocurre más vía que la
indicada.
Otras monedas,
otros ámbitos
Aunque
tentativamente damos un plazo de diez o quince años para el cierre definitivo
del sistema monetario sobre nuestras cabezas, en este mismo año veremos avances
significativos en esta dirección. Por un lado el fracaso manifiesto de la
expansión monetaria obliga a los estados a buscar refugio en “la solución
final”. Por otro lado vemos que, mientras aumenta la penetración y la carga
publicitaria del pago móvil grandes bancos mundiales como Goldman Sachs se
animan a entrar en el mercado de las criptomonedas no sólo por ventajas obvias
de agilidad comercial sino para ganar “profundidad estratégica”.
La perspectiva
puede parecer ominosa, pero la aparición de monedas no estatales es la reacción
inevitable que ha de manifestarse justo cuando la concentración de poder del
sistema monetario imperante amenaza con hacerse absoluta. Pero tener su propia
criptomoneda con su encriptación y sus cadenas de bloques no es algo que sólo
puedan hacer los bancos. Si se les permite a los bancos, no se le puede
prohibir a ningún agente o comunidad, no importa lo pequeña que sea, si es que
puede desarrollarla. ¿Y si no se permite? Es casi imposible prohibir las
criptomonedas, ante ellas al estado sólo le caben dos alternativas: el ataque
informático, o la persecución policial de los usuarios como delincuentes. Justo
cuando el círculo parece cerrarse surgen las bifurcaciones; éstas son
completamente inesperadas y nada tienen que ver con pesados antagonismos
dialécticos.
En su libro “Un
mundo radicalmente beneficioso: Tecnología, automatización y creación de
trabajo para todos” Charles Hugh Smith propone un nuevo tipo de comunidades
basadas en su propia creación del dinero, a las que denomina abreviadamente
CLIME, acrónimo en inglés para Community Labor Integrated Money Economy, o
Economía de comunidades de dinero integrado en el trabajo [7]. Las comunidades
CLIME quieren ser sistemas distribuidos e igualitarios de pertenencia
voluntaria creados para cubrir necesidades concretas y cuyo trabajo es pagado
con dinero creado por la misma comunidad.
Esta propuesta se
deja incluir muy bien dentro de una corriente amplia y plural de movimientos
horizontales o desjerarquizados que asumen la descomposición del actual sistema
y lo ven como una oportunidad para construir algo nuevo desde abajo y desde los
intersticios que se abren. Aquí la horizontalidad se entiende ante todo como un
principio de democracia económica con un modelo práctico que pueda sostenerse,
prosperar y hacer un inmenso número de cosas que a los grandes agentes del
modelo actual no les interesa hacer.
Tendemos a asumir
que el estado y las compañías buscando el máximo beneficio, en su degradada
simbiosis, forman la economía sin más. Pero la economía comunitaria es un
tercer sector irreductible a los anteriores por diversas razones: 1. Permite
prioridades y metas fuera de la lógica del máximo beneficio, sin estar
financiadas por el estado. 2. Se basa en la propiedad y la operación local sin
estar controlado por agencias ni jerarquías externas, incluyendo la provisión
de dinero. 3. No puede endilgar los riesgos de sus decisiones a otros, como
ocurre continuamente con grandes empresas y burocracias. Pero ya el primer
punto es suficientemente amplio, pues por más que se nos quiera hacer ver lo
contrario, hay muchas más necesidades que no se rigen por la lógica del máximo
beneficio que las que se rigen por él. Para sacar provecho de este hecho hay
que crear una infraestructura que permita a la gente prosperar trabajando y
recibiendo servicios dentro de otra lógica impuesta por las comunidades pero
que no se encierre en ellas.
Las comunidades
CLIME aceptan el principio de competición y sus miembros tienen libertad para
entrar, salir y buscar otras comunidades, así como a pertenecer a varias a la
vez, o incluso estar trabajando simultáneamente fuera de la economía CLIME. A
lo que sí se comprometen es a aceptar siempre su moneda como forma de pago.
La economía CLIME
es distribuida, descentralizada y por lo tanto escalable: se puede extender de
un centenar de grupos a cien mil o un millón con muy poco costo central dado
que cada grupo añade su propio servidor y contribuye con un mínimo al
mantenimiento del sistema global.
CLIME emite su
propio dinero y se autofinancia después de que ha puesto a punto sus cinco
motores de software: 1. Para organizar la comunidad. 2. Para la acreditación
entre iguales y verificación del trabajo. 3. Para la distribución,
administración y emisión de su criptomoneda. 4. Para un mercado global de
bienes y servicios producidos por individuos y grupos de comunidades. 5. Una
cámara de compensación y transacción para la moneda CLIME. Los cinco motores
están automatizados y de su software ya existen ejemplos con un éxito probado:
1. ICANN o Linux para
la administración privada sin ánimo de lucro de sistemas globales;
2. Yelp para rankings
privados;
3. Bitcoin para una
moneda no estatal global;
4. Craiglist para un
mercado privado y compra-venta entre iguales.
El quinto motor,
para transacciones y compensaciones cuantitativas de moneda es aún menos
complejo y hay montones de alternativas disponibles. Todos estos sistemas son
de bajo coste y pueden extenderse indefinidamente; ya se usan a diario por
millones de personas, y sólo hace falta reorganizarlos con una nueva finalidad.
Se basan en el texto y requieren una memoria modesta para las actuales
estándares.
A pesar del soporte
informático las comunidades CLIME son en principio comunidades locales reales,
no virtuales, con necesidades muy concretas que cubrir. Se dedica una porción
importante del tiempo a la verificación del trabajo ejecutado y a la prevención
del fraude, lo que es indispensable para que perdure el sistema. Pues si no se
ejecuta el trabajo por el que se paga, la moneda, que no tiene otro respaldo
que el trabajo, pierde valor.
Así pues, la moneda
CLIME toma de Bitcoin la tecnología básica de la cadena de bloques, pero no el
sistema de minería para la asignación del valor. No es, pues, una moneda basada
en la escasez, como podría ser Bitcoin o el patrón oro, que siempre se
prestarán a la especulación por acumulación y a la concentración de poder. El
respaldo es el trabajo: a trabajo hecho, dinero hecho según la valoración
pertinente. Una moneda así es inmune a la inflación siempre que el trabajo
produzca algo que es valioso y escaso en la comunidad.
La moneda CLIME,
llámese como se llame, es aceptada con idéntico valor por cualquier otro grupo
CLIME en cualquier parte, aunque los costes de la vida puedan ser muy
diferentes. Corresponde a los grupos establecer la compensación del trabajo en
cada lugar. Por otro lado, la cámara de compensación puede establecer los
cambios con las monedas exteriores al sistema, las divisas ordinarias de todos
conocidas, o incluso otras criptomonedas privadas que vayan emergiendo.
En principio cabe
ver esta economía como un gran mercado negro creciendo a la sombra de la
economía ordinaria y buscando su propio sol. ¿En qué es en lo primero que uno
piensa si le dicen que van a prohibir el uso de billetes o de cualquier otra
cosa? En el mercado negro, naturalmente. Por otra parte, y junto a otras
propuestas parecidas, las comunidades CLIME pueden ser una excelente idea, pero
encuentra su mayor obstáculo en la masa crítica de usuarios necesaria para que
su moneda goce de aceptación y apreciación. Para superar esta barrera se apela
al efecto multiplicador de la red, en que el valor de una utilidad depende del
número de usuarios. Como es sabido, si sólo hay cien teléfonos su utilidad es
tanto menor que si hay cien millones, y lo mismo ocurre con las monedas. Aquí
este efecto red podría despegar más fácilmente porque la red de redes y sus
terminales ya están hechos, y sólo hace falta que esta utilidad tenga una
demanda suficiente.
Y aquí es donde
mejor puede apreciarse la complementariedad de los dos movimientos, el del
estado-imperio- corporativo por cerrar su campo de concentración de siervos
monetarios, y el de las criptomonedas que intentan salir de esta prisión. El
primero con todo a su favor parece tener ganada la partida, pero ahora le
surge, medida por medida, una inopinada fuente de fugas. El segundo, en
comparación, parece tan débil, y sin embargo nada puede fortalecerlo como la
búsqueda de la exclusividad del primero. Hay empero un denominador común: ahora
mismo, el agravamiento de la crisis del sistema actual favorece a ambos; más
adelante, a medida que ambas propuestas cobren entidad, ya se irá viendo cuál es
el desarrollo.
Una tentativa así
de democracia económica con soberanía monetaria no pretende ni ser antisistema
ni ser una alternativa política. Ve al conjunto del sistema actual como
condenado e inviable, pero ve también que sin ser forzada por su creciente
deterioro la gente nunca hará acopio de determinación para buscar otras cosas.
Dado que esta caída no es un acontecimiento sino un largo proceso, no carecerá
de puntuación histórica. Y es en el ámbito de tales inflexiones donde tal vez
Hugh Smith se nos antoja menos previsor; pues para él, un sistema como el CLIME
debería ser tolerado e incluso bienvenido por gobernantes inteligentes, en
vista de su efecto amortiguador de la caída. Hugh Smith no se ocupa de las
fuerzas que pueda haber en acción para buscar una forzada convergencia; los que
están en la cumbre se resignarían sin más a ir perdiendo el control de las
cosas. Pero rara vez se ve resignación en el poder.
Algunas
consideraciones
Un plan como el de
la economía CLIME no es una improvisación surgida al amparo de las últimas
tecnologías y algunas corrientes de moda, como la memoria selectiva de algunos
podría hacerles creer. Más bien es una propuesta que intenta resolver con
medios nuevos problemas que ya fueron correctamente identificados por Proudhon
y que siempre han estado en el punto de mira de las corrientes mutualistas. El
problema más grande de la economía, nos parece, es el de su sistema monetario:
quien controla el dinero controla todo lo demás. Y el problema más grande de la
sociedad, y de la sociología que estudia la sociedad, es el de las oligarquías
y los privilegios que determinan la estratificación social.
Michels, aquel
sociólogo alemán que se unió al partido fascista italiano, habló de “la ley de
hierro de la oligarquía”, y si hasta ahora oligarquía y organización han sido
sinónimos, aún está por ver hasta dónde puede organizarse lo humano sin
estructurarse en niveles y jerarquías. Pero en el mundo moderno es indudable
que el problema del grifo del dinero y el de la oligarquía financiera son uno
sólo con dos aspectos diferentes. Proudhon ya lo había entendido antes de que
viniera Marx a enturbiar todo convirtiendo el tema concreto y sensible del
dinero en el oportunamente abstracto del “capital”, y el tema de privilegios no
menos concretos en la omnímoda “lucha de clases”.
La explotación
venía de lejos, pero es justo con la industrialización que el crédito takes
command como motor inmóvil del nuevo orden. Los circunloquios y devaneos para
conseguir no hablar de esto, con la plusvalía y todo lo demás, son a menudo
cómicos. Si a esto añadimos que en el capítulo de la historia se decreta la
derrota del capital y el triunfo del proletariado como inevitables -la tesis
más opiácea sobre el devenir histórico que quepa concebir- uno puede comprender
la utilidad de sus análisis.
Pero la época de
las adhesiones masivas dirigidas por unos pocos pasó a mejor vida, y lo que
vemos ahora es una proliferación de tentativas de vocación horizontal con una
retahíla familiar -cooperativas, sistemas de comercio local o LETs, barrios
autiogestionados, producción y negocios entre iguales (P2P), asociaciones de
ayuda mutua, el procomún, tecnología a escala humana, agricultura comunitaria,
economías informales, determinadas organizaciones no gubernamentales, y así
sucesivamente.
No se puede dar un
juicio homogéneo sobre proyectos tan dispares, pero está claro que la idea
subyacente y la motivación está en ir más allá de la burocracia estatal y la
lógica corporativa adueñándose de los espacios en que se revela su falta de
pertinencia e incompetencia.
Ciertamente no
faltan iniciativas de este tipo, y prosperarían incomparablemente más si se
acierta a encontrar una solución lo bastante general para su financiación.
Algunos dirán que no es necesaria ni deseable una solución universal, puesto
que puede haber infinitas maneras según las circunstancias de conseguir el
dinero o medios necesarios. Los LETs o sistemas de comercio local con su propio
crédito sin interés fueron tal vez la primera respuesta a esta necesidad, pero
como modelo no ha experimentado “el efecto red” y el interés se ha desplazado a
otras fórmulas, como las monedas de tiempo, que tampoco trascienden la
marginalidad.
Como vemos, todas
estas iniciativas nacen en la marginalidad, pero tienen nostalgia de la
universalidad -o al menos de sus ventajas. Es a lo que nos han acostumbrado las
grandes divisas cambiables en cualquier parte del mundo; pero no sólo ellas,
puesto que “el movimiento del espíritu”, como el del dinero, toma ya como punto
de partida lo global abstracto para dirigirse a continuación a los
particulares.
Dije de pasada que
contra las criptomonedas sólo se podría luchar por el ataque informático o por
la persecución policial de sus usuarios, ambos a menudo combinados, por la
ventaja estructural con que cuentan los estados en materias de espionaje y
vigilancia. Claro que hay una tercera posibilidad muy en el flujo natural de
este proceso, y que no excluye para nada las anteriores: multiplicar las
opciones de criptomonedas para dividir a los usuarios e impedir que alcancen
masa crítica, un poco como se neutraliza un partido nuevo con otro nuevo más,
aunque con una dinámica de proliferación más virulenta. Visto lo de Goldman
Sachs, algunas o muchas de las criptomonedas podrían reconducir el vellón de
los usuarios a la Criptarquía sin tan siquiera ellos saberlo. Ante estos
riesgos evidentes, no hace falta decir que uno debería juzgar siempre una
moneda por la trasparencia intrínseca de su funcionamiento; pero
simultáneamente nadie se hurta a la “fuerza” de la moneda en cuestión, al cómo
y a cuánto se cambia. En estas condiciones, una guerra de criptomonedas estaría
cantada.
Una de las
características peculiares del sistema CLIME de Hugh Smith es que no tiene
crédito. Se emite dinero, pero no se emite crédito. No hay banco, por lo tanto.
Esto es notable porque la mayoría de los modelos de los reformadores monetarios
quieren acabar con el endeudamiento, pero no juzgan necesario prescindir del
crédito -éste puede extenderse a unos intereses nulos o mínimos. En el CLIME el
dinero surge del trabajo y nada más. Esto lo hace mucho más trasparente, aunque
muchos juzgarán que el crédito es una institución demasiado poderosa como para
prescindir de ella. Si un usuario del CLIME necesita dinero por adelantado,
tendrá que buscarlo, o a nivel informal dentro de su comunidad, o en otras
instituciones fuera del sistema.
Hugh Smith divide
la riqueza en capital tangible, capital intangible, capital simbólico y de
infraestructura. El capital tangible lo integran el capital financiero (dinero
en efectivo, inversiones comercializables), el capital natural (toda la
naturaleza) y el capital fijo (maquinaria, herramientas, redes de
comunicación…). El capital intangible se desglosa en capital humano
(conocimiento y experiencia), capital social (relaciones que hacen posible el
comercio y la cooperación productiva) y capital cultural (las instituciones
sociales y políticas que hacen posibles los aumentos productivos) El capital
simbólico comprende a las herramientas conceptuales que hacen posibles nuevas
formas de ser productivo (por ejemplo el concepto de crédito o el movimiento de
software libre). Finalmente el capital de infraestructura es el conjunto de
todas las otras formas de capital trabajando unidas y que es más que la suma de
sus partes (para ver la falta de infraestructura imaginemos a un potentado
“hecho a sí mismo” caído en un desierto sin ninguna forma de poder disponer de
su riqueza, sus conocimientos, sus habilidades).
Estas diferentes
riquezas englobadas bajo la expresión “capital” siempre serán algo otro que una
cuestión de dinero o capital acumulado, aunque se diría que el espíritu del
capitalismo, en última instancia, quiere reducirlo todo a dinero, homogéneo,
líquido y de disponibilidad ilimitada. El marxiano “todo lo sólido se desvanece
en el aire”sí que se revela visionario y alquímicamente cierto, pues de lo que
se trata siempre es de movilizar, y por tanto, de aumentar la parte volátil a
expensas de la fija.
Que vivamos en una
edad en que “todo es espíritu” lo prueba el que nada echamos tanto de menos
como aquellas pocas cosas que el espíritu, ahora como mera inteligencia, no se
ha asimilado. Antaño el espíritu era lo vivificador, hoy es lo que chupa la
sangre; antaño era lo pacificador, hoy es lo que no deja nada quieto. Antaño
era la olímpica independencia, hoy no es nada si no tiene algo que incordiar,
aunque no deja de soñar en la Autocracia. La lista de contrastes podría seguir,
ergo, sepamos poco o nada de lo que pueda ser el otro espíritu, todo lo que se
presumía de él éste otro lo pone del revés a las mil maravillas.
¿Pero no suena como
el colmo de las paradojas que los grandes bancos, los grandes atesoradores del
capital y donde se supone que se pudre el dinero, sean los que más se quejan de
la falta de liquidez? Claro que la liquidez no es dinero, sino, como nos
explica puntualmente Wikipedia “la cualidad de los activos para ser convertidos
en dinero efectivo de forma inmediata sin pérdida significativa de su valor”.
Todo lo que no es obligación, hasta las piedras, son “activos”, con lo que ya
está todo dicho. Y de los mismos pasivos u obligaciones ya se cuidan de
hacerlos tan activos como se pueda.
Somos bien
conscientes del gran excedente laboral para las demandas del sistema, pero se
ignora en mucha mayor medida que hoy también hay enormes excedentes de capital
-de capital financiero. Por eso el interés básico ronda el nivel cero y amenaza
con entrar en territorio negativo. Estos grandes excedentes sobrevuelan
apresurados nuestras cabezas pero no traen lluvia porque lo que buscan es
rendimientos altos que cada vez son más raros. Las causas de estos excedentes
de capital, que es un fenómeno relativo con respecto al rendimiento, pueden ser
opinables, pero el hecho es difícil de negar, y no han de quedar sin
consecuencias. Incluso con grandes derrumbes bursátiles y la depreciación de
sus valores, parece difícil de concebir la vuelta a un mundo con escasez de
capital. La lectura más palmaria de estos excedentes es que vienen de los
excesos de emisión de dinero por parte de los bancos centrales, pero tal vez
seguirían dándose también sin tales excesos.
Naturalmente,
también tendría que ver con cómo se hincha la base monetaria con el fermento
del interés para sacar dinero-deuda del aire, ese predominio creciente del
volátil sobre el fijo que está en el núcleo duro del sistema. Y por supuesto,
está relacionado con el interés mismo y las expectativas de rendimiento en la
inversión. Pero, mirándolo en su conjunto, creo que es algo inevitable y
crónico que expresa cómo el sistema fracasa a todas luces en asignar los
recursos.
Lo cierto es que la
gran mayoría de la población trabajadora es incapaz de aprovechar ese excedente
del mismo modo en que el capital aprovecha el excedente de trabajadores; la
asimetría no puede ser más chocante. Y en esto no hablamos de conseguir
“créditos baratos”, lo que también se ha hecho poco menos que imposible, sino
en hacer fuerza de esa debilidad del capital. ¿Cómo? Justamente, creando una
moneda de trabajo para crear nuestro propio trabajo. Ni que decir tiene, la
asimetría viene de la estructura vertical contra la libre circulación del
dinero. Pero si sobran los trabajadores en el sentido ordinario y sobra el
capital financiero, ¿qué hay hoy que sea escaso, qué hay que no sólo no pierda
sino que aumente su valor? La respuesta de Hugh Smith es el trabajo con
sentido, esto es lo que se está haciendo cada vez más raro. Y es difícil
negarlo.
Cada vez más, el
significado, incluso en términos económicos, es otra de las cosas que tienden a
evaporarse dentro de las coordenadas del estado corporativo. Es otro reflejo
más del clamoroso fracaso en la asignación de recursos, de que tanto se
preciaba el viejo capitalismo. En definitiva, el actual sistema encuentra una
utilidad decreciente tanto en el trabajo como en el capital, o una creciente
inutilidad, a la espera de que seamos nosotros quienes lo juzguemos
prescindible. Ya vemos el peso que tiene la democracia política sin democracia
económica; pero hablar de democracia económica sin soberanía monetaria también
son palabras vacías. Y es que algunos de los que hablan de democracia económica
parece que sólo esperan un paraíso de las PyMEs.
La moneda que
propone Hugh Smith para una economía CLIME es desde luego un concepto
igualitario, lo que nadie puede prever es cómo se las puede arreglar en un
escenario de guerras de monedas, choques económicos y tentativas del imperio
para absolutizar su control monetario-policial.
Algunos siempre
dirán que esta postura es economicista porque pretende reducir complejos
problemas sociales y políticos a la esfera económica. Desde luego, aquí nadie
está hablando de resolver todos los problemas, sino de que éste ha sido un
problema primordial, seguramente el más importante y con más ramificaciones, y cuyo
tratamiento en la política convencional brilla por su ausencia. Nos hemos
atrevido a decir que es el problema número uno en el sistema económico y
social, o al menos que lo ha sido desde la revolución del crédito, también
conocida como revolución industrial. Pero no sólo ocupa un lugar primordial e
insustituible en la estructura económico-social, sino que la política monetaria
es la piedra angular de toda la economía política, cuando se asume la primacía
de la política sobre la economía.
Más aún, cuando
respondía a su carácter legal era el único atributo de la soberanía, del poder
indivisible, que ejerce una presión continua y uniforme (y tal vez por esto se
advierta menos). Y, por idéntica razón, ha sido el mecanismo más insidioso y
eficaz a la hora de vaciar la soberanía de los antiguos estados-nación. Sin el
dinero no hay soberanía y sin soberanía no hay sujeto político. Entonces, ¿qué
se pretende que sea la política cuando hablamos de política? Sólo que, quién
sabe si por mala suerte o por casualidad, entre las diatribas de todos los
partidos y corrientes del espectro no encontró su lugar en el orden del día.
Las condonaciones
de deuda tampoco son la solución si luego todo vuelve por sus fueros; es como
aliviar al burro de su carga para no reventarlo y que aguante todavía más. Por
otro lado si se habla de nacionalizar la banca y no se pretende terminar con el
sistema de reserva fraccional de dinero-deuda, se sigue amparando la misma
estructura de privilegio aunque cambien en parte los beneficiarios, persisten
los mismos ciclos de burbujas y estallidos, la misma alocada necesidad de
crecimiento a cualquier precio: todo lo indisolublemente asociado con el mal
del capital. En Suiza, donde ciertamente el público está más al tanto de las
cosas del dinero, se ha logrado reunir las 100.000 firmas necesarias para
llevar a referéndum la abolición de la reserva fraccional. Las probabilidades
de que tal medida se lleve a cabo son algo mayores que cero, pero ahí queda
eso.
Dentro de poco
hasta a los del plan B europeo los tendremos hablando de “alternativas
monetarias”. Demasiado tarde, porque para cuando ellos nos vengan con el cuento
y nos hablen de sus enormes ventajas y del relanzamiento del estado de
bienestar y de aliviar la desigualdad sólo serán los vendedores de lo que ya se
ha decidido en otras instancias. Nos hablarán de alternativa cuando ya no haya
otra alternativa… y los de más arriba y no pocos más creerán por un momento
tocar el punto de fuga aunque todos sabemos que un punto de fuga nunca se toca.
Charles Hugh Smith
ofrece una propuesta práctica digna de ser atendida y que podría beneficiar a
miles de iniciativas que buscan salir de este sistema y construir su
independencia económica. Mejor que despotricar contra el sistema y “caer en los
placeres autodestructivos de la indignación” es votar con los pies y dejar de
usar su dinero. O depender de él cuanto menos.
Miguel
Iradier, Rebelion
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Notas:
1. Don Qijones: “The “War on Cash” in 10 Spine-Chilling Quotes”, http://wolfstreet.com/2015/04/25/don-quijones-war-on-cash-quotes-to-cashless-society/
2. Ben Popper: “Can mobile banking revolutionize the lives of the poor?” http://www.theverge.com/2015/2/4/7966043/bill-gates-future-of-banking-and-mobile-money
3. Guillermo de la Dehesa: “La gran ventaja de un mundo sin dinero en efectivo”. El País, 13/12/2007. http://elpais.com/diario/2007/10/13/economia/1192226413_850215.html
4. Michael McLeay et al.: “Money creation in the modern economy”, http://www.bankofengland.co.uk/publications/Documents/quarterlybulletin/2014/qb14q1prereleasemoneycreation.pdf
5. George Garvy: “The origins and evolution of the Soviet banking system. An historical perspective.” http://www.nber.org/chapters/c4154.pdf
6. Jean-Luc Mélenchon, Stefano Fassina, Zoe Konstantopoulou, Yanis Varufakis y Oskar Lafontaine: “Por un plan B en Europa”. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=203229
7. Charles Hugh Smith: “A Radically Beneficial World: Automation, Technology and Creating Jobs for All. The future belongs to work that is meaningful.” http://www.oftwominds.com/ARBW.html
1. Don Qijones: “The “War on Cash” in 10 Spine-Chilling Quotes”, http://wolfstreet.com/2015/04/25/don-quijones-war-on-cash-quotes-to-cashless-society/
2. Ben Popper: “Can mobile banking revolutionize the lives of the poor?” http://www.theverge.com/2015/2/4/7966043/bill-gates-future-of-banking-and-mobile-money
3. Guillermo de la Dehesa: “La gran ventaja de un mundo sin dinero en efectivo”. El País, 13/12/2007. http://elpais.com/diario/2007/10/13/economia/1192226413_850215.html
4. Michael McLeay et al.: “Money creation in the modern economy”, http://www.bankofengland.co.uk/publications/Documents/quarterlybulletin/2014/qb14q1prereleasemoneycreation.pdf
5. George Garvy: “The origins and evolution of the Soviet banking system. An historical perspective.” http://www.nber.org/chapters/c4154.pdf
6. Jean-Luc Mélenchon, Stefano Fassina, Zoe Konstantopoulou, Yanis Varufakis y Oskar Lafontaine: “Por un plan B en Europa”. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=203229
7. Charles Hugh Smith: “A Radically Beneficial World: Automation, Technology and Creating Jobs for All. The future belongs to work that is meaningful.” http://www.oftwominds.com/ARBW.html
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