AL
SUPERMERCADO CON UN CARRO DE COMBATE
La batalla contra el capitalismo
comienza por cuestionar ese estilo de vida que nos impone la publicidad.
Existen alternativas al consumo
tradicional: comprar en una cooperativa, participar en un banco de tiempo, o
promover el consumo colaborativo.
Lo supo ver Carlos Marx hace un siglo y
medio y lo llamó fetichismo de la mercancía.
Decía que, en el capitalismo, las mercancías aparecen envueltas en misterio, como
si surgieran de la nada por arte del mercado, pero que, por detrás
de cada mercancía, existen relaciones sociales, lazos personales, por
invisibles que sean que,
en tiempos de la globalización capitalista, unen a personas a un extremo y otro
del globo. Eso es, precisamente, lo que nos hace cómplices de las consecuencias
sociales, ambientales y culturales de cada fase de la cadena de producción de
las mercancías que compramos.
Lo que hoy está en juego es una
revolución cultural: la
batalla contra el capitalismo comienza por cuestionar ese estilo de vida que
nos impone la publicidad. Porque la publicidad no nos vende
sólo un producto, nos vende un estilo de vida, y nos hace creer que los
demás nos valorarán por lo que tenemos y no por lo que somos; que debemos
responder a un determinado canon de belleza, por imposible que sea; que son
sanos alimentos que no lo son y que está bien que se los demos a nuestros
hijos; que un día de tristeza se arregla visitando un centro comercial o que el
malestar físico o emocional se resuelve con una pastilla y no con un estilo de
vida más saludable.
El problema no es técnico, es político.
Es esa creencia que nos inculca el capitalismo de que el
egoísmo -como la ambición-
es una virtud,
pues una mano invisible convertirá ese egoísmo individual en bienestar
colectivo.
Por eso el consumo
puede convertirse en un acto político . Debemos ser conscientes de lo que representa el consumo y dejar de ver
una mercancía como un fetiche. Es preciso entender que,
ese vestido que compré a un precio irrisorio, fue cosido por una
trabajadora en Camboya o Bangladesh en condiciones de explotación análogas a la
esclavitud, o que el smartphone que no necesito y que la industria me impele a
comprar -obsolescencia programada o percibida -
está manchado de la sangre de las guerras
del coltán.
El consumo crítico y responsable nos conciencia y
también nos mueve a la acción. Nos ayuda a entender que hay otras opciones, que podemos vivir
mejor con menos y que existen alternativas que estamos ayudando a
construir con nuestros gestos cotidianos, por ejemplo, comprando en una
cooperativa, intercambiando en un banco de tiempo, pasándonos a la banca ética
o promoviendo el consumo colaborativo. En definitiva, se
trata de entender que no todas las necesidades humanas deben resolverse
comprando objetos materiales y acumulándolos como propiedad exclusiva.
En muchos casos, no se trata de
inventar innovadoras soluciones tecnológicas, sino de volver a lo que ya
sabíamos hacer bien; recuperar formas de resolver las necesidades humanas que
no pasan por comprar y acumular cosas materiales, sino por compartir, por
estimular la imaginación, por entender que son muchas las necesidades humanas
que no se resuelven con cosas, sino con vivencias, con afectos, con
creatividad. Y comprender que los seres humanos no pueden ser felices en una
sociedad que promueve la competencia por encima de la cooperación y la
solidaridad.
Nazaret
Castro - Periodista y cofundadora del proyecto @Carrocombate
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