Bajo el látigo de los poderes fácticos (el tardocapitalismo neoliberal), llevamos tiempo sufriendo medidas económicas de recortes, que se justifican macroeconómicamente por la necesidad de depurar y sanear las cuentas del sistema: una parada estratégica del vehículo en el taller para que pueda seguir haciendo kilómetros. Estas políticas suscitan resistencias y críticas, no sólo por consideraciones sociales, sino también con argumentos puramente económicos: los recortes, el adelgazamiento de los costes salariales y de las prestaciones sociales, hunden el consumo y sofocan así una posible recuperación de la producción, originando un círculo vicioso depresivo del que sería difícil o imposible salir; la ambición termina volviéndose contra los ambiciosos. En consecuencia, y por el contrario, deberían llevarse a cabo políticas expansivas que estimularan el consumo para reactivar la economía. Parece muy razonable y desde luego es mucho más social… dentro de la lógica del sistema. Pero ¿es esto todo lo que se nos ocurre?
Me temo que así no se resuelve la contradicción interna, insalvable, en la que vuelvo a insistir desde estas páginas: si se reduce el consumo, el sistema no funciona, y si no se reduce el consumo, se agotan los recursos. Por cualquiera de las dos vías se acaba siempre en el mismo punto: colapso. Dentro del sistema no hay salvación.
En este asunto, si se me permite la redundancia, la única alternativa es ser “alternativos” No es nada original. Son muchas las voces que llevan tiempo advirtiendo sobre ello y que ofrecen las recetas, aunque el ruido oficial no permite escucharlas con suficiente nitidez: no puede haber economía sana sin ecología; el fundamento económico no debe ser el lucro y el consumo compulsivo, sino la atención a las necesidades y el equilibrio con la naturaleza. Cuando, de la mano del sistema reinante, la población se ha disparado más allá del nivel que el propio sistema puede atender, por encima de los recursos que el sistema puede movilizar para alimentar de manera continuada una promesa de buena vida universal, no queda más remedio que limitar el consumo hasta el nivel de la sostenibilidad.
Uno de los movimientos que ejemplifica esta idea, entre otros muchos que ponen el énfasis en uno u otro punto pero coinciden en sus líneas principales, es el denominado Decrecimiento, cuyas propuestas equiparan algunos a la política de recortes. ¿En qué quedamos? ¿Qué diferencia hay entre el Decrecimiento y la política de recortes que padecemos y que tanto criticamos?
Sólo desde la mala fe o la pereza intelectual se pueden asimilar ambas vías. La política neoliberal de recortes da preeminencia a la contabilidad macroeconomica sobre las personas y aprovecha la crisis para llevar a cabo la revolución conservadora a la que siempre han aspirado los poderosos, reduciendo salarios y evitando gastos sociales (ese enojoso estado del bienestar, tan antieconómico). Cuando los límites del crecimiento se hacen evidentes, cuando la trama piramidal del crecimiento se derrumba, tratan de salvar su chiringuito. Son los demás quienes deben sacrificarse, para no perder –e incluso aumentar– ellos su parte. La revolución conservadora es una huida suicida del sistema hacia adelante, con la promesa de una incierta recuperación y una vuelta al consumo compulsivo.
Por su parte, el Decrecimiento se sitúa fuera del sistema, que juzga inviable, y propugna una economía de escala humana, al servicio de las personas en una coyuntura de superpoblación y de recursos limitados que no se pueden sobreexplotar sin hipotecar el futuro. En este marco, frente al actual modelo competitivo, promueve un mundo cooperativo y un sistema productivo que atienda las necesidades generales, repartiendo el trabajo y sus frutos, generando verdadero tiempo libre para el desarrollo personal, en vez de paro. Se dirá que repartir la pobreza es menos gratificante que repartir la riqueza, pero lo cierto es que, en el sistema tardocapitalista, la riqueza siempre se concentra y nunca se reparte (los ricos nunca comparten más de lo indispensable) y se genera con unos peajes individuales y sociales (estrés, competitividad, desigualdad, paro, exclusión…) que no compensan los beneficios, que además se recortan cuando conviene.
La adaptación a los recursos disponibles supone, junto a otro modelo de producción, una limitación de los excesos y una contención del consumo, pero no tiene por qué significar una pérdida de calidad de vida. Además, los sacrificios pueden parecer poco atractivos como aspiración humana, pero no se trata de una meta final, sino de un paso obligado para salir del actual atolladero. Es obvio que ganarían todos aquellos que hoy están excluidos de los beneficios del sistema, pero también a los demás nos liberaría de las necesidades artificiales que no producen auténtico bienestar, que nos adocenan, que nos estresan y nos apartan de la vida. En su lugar, podríamos recuperar y degustar mejor los placeres sencillos, el cultivo de la amistad, el acercamiento a la naturaleza, el aprecio del conocimiento y de la belleza, de la vida sosegada y amable que predica el movimiento Slow (empezó con la comida –Slow Food– pero ya es una filosofía de vida); en fin, todas esas rarezas de las que la actual vorágine nos aparta, a las que se pone precio, que se encapsulan en los museos y reservan a las élites en palacios de ópera.
Las propuestas voluntaristas o bienintencionadas de reactivación de la economía, incluso cuando critican el modelo inhumano de reforma macroeconómica, son meros intentos de salida del bache dentro del sistema. Podrían servir como receta coyuntural, como fórmula de transición, pero no resuelven el problema de fondo de la insostenibilidad; un problema tan grave que ni siquiera hay que contemplarlo a largo o medio plazo. Para atravesar el actual cuello de botella, es necesario ir poniendo ya, al mismo tiempo, las bases de un nuevo modelo económico. La izquierda no se ha sacudido todavía un cierto grado de incertidumbre y contradicción: asume superficialmente el discurso ecologista, pero no acaba de abandonar decididamente el campo de la economía clásica. Se diría que ha terminado por resignarse a ella y que su labor es humanizarla en la medida de lo posible, limando sus aristas, pero sin cuestionar ya sus bases. No acaban de interiorizar que es necesario refundar la vida humana sobre otros presupuestos e ideas, dar un salto y salirse de la actual vía, porque el camino ecologista se sitúa en otro plano y discurre por otro territorio.
Por supuesto, queda flotando una incógnita inquietante. Todo lo dicho puede estar bien, pero, ¿cómo se hace para cambiar de sistema? ¿Cómo nos bajamos del tren en trance de descarrilar y nos subimos a otro? ¿Cómo nos cambiamos de casa sin quedarnos mientras tanto a la intemperie? ¿Cómo hacerlo, cuando nuestro casero es muy poderoso y no quiere dejarnos salir? ¿Ha pasado ya el tiempo de las revoluciones? ¿Servirán las protestas y el activismo? ¿Se ablandará el casero cuando la amenaza de ruina dé paso a evidentes derrumbes? Y, entonces, ¿no será ya tarde? La inercia y la fuerza de los intereses son tan grandes que uno piensa si todo esto no será un mero desahogo. Piensen en el nombre de este blog: “Crónicas desde el Titánic”.
José David Sacristán de Lama Crónicas desde el Titanic
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