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EL SUELDO DE DIÓGENES
Bienvenido sea el capitalismo con su usura y sus desigualdades y
sus plusvalías siempre y cuando haya unos límites y unas políticas de
redistribución de rentas y protección social. Ahora bien, desgraciadamente las
socialdemocracias han incurrido con frecuencia en fraudes, amiguismos y
chapuzas que han terminado dando razones a sus críticos para arremeter contra
el Estado del Bienestar.
No puede ser que el dinero de la Hacienda pública se
invierta en inflar presupuestos a costa de favores nepotistas, obras públicas
innecesarias, subvenciones condicionadas o rescates de bancos que especulan con
los ahorros de los ciudadanos. No obstante, sin protección social, el
capitalismo se convierte en un sistema no solo injusto sino ineficaz a efectos
de prosperidad compartida por la mayoría. Por eso deberíamos sentar las bases
de un nuevo Estado del Muy Bien Estar más
ecuánime, más universal, más eficiente, más solidario, más cívico, y sobre todo
más transparente.
Ese nuevo Estado del Muy
Bien Estar bien podría pasar por el establecimiento de una renta básica o
sueldo ciudadano, idea que defienden individuos que no tienen un pelo de locos,
caso de Philippe Van Parijs, Ulrich Beck, Daniel Raventós o Ramiro Pinto. A través de los
artículos y libros de todos ellos me inicié hace ya unos cuantos años en el
estudio de esta interesante propuesta macroeconómica, llegando a crear un blog,
“El sueldo de Diógenes”, que luego he ido puliendo, completando y perfilando
con la maestría literaria que me caracteriza hasta convertirlo en el
maravilloso libro que acabo de editar en Bubok y que aquí os presento.
¿Por qué Diógenes?
Pues porque es quien mejor justificó la idea. Cuando Diógenes pedía dinero en
las calles de la antigua Atenas decía a sus conciudadanos que solo estaba
ejercitando el derecho de toda persona a la supervivencia. Más que una limosna,
lo que el rey de los vagabundos reclamaba era una renta ciudadana entendida
como derecho civil pues al fin y al cabo una parte importante de las ganancias
que generan los bienes raíces o los recursos naturales nos pertenecen a todos
al ser fruto del entorno social y biológico del procomún.
“Prefiero el eructo de un bohemio a la oración de un hipócrita”,
decía Omar al-Jayyam, y
a mí me pasa exactamente lo mismo y por eso los escritores con los que más me
identifico son los malditos: Emil Ciorán, Charles Bukowski, Fernando Vallejo y por ahí. También me acuerdo de Lao Tse, Chuang Tse, Samuel Beckett, Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Tom Hodgkinson o Paul Lafargue, por haberse
salido del tiesto del oficinista eficiente y por defender con firmeza la liberación
del individuo de las cadenas del trabajo obligado. Este libro va por ellos.
En realidad he de confesar que me dedico a escribir para no tener
que trabajar y defiendo la idea de la renta básica para poder decirle
“preferiría no hacerlo” a cualquier jefe que pretenda imponerme su voluntad sin
respetar mi libre creatividad. O sea, la renta básica me gusta, primeramente,
porque odio ir a esas feas y estúpidas oficinas mal ventiladas llenas de
trepas, pelotas y comemierdas, oficinas que desgraciadamente proliferan en
nuestras sociedades capitalistas. Pero además, egoísmos aparte, la idea no solo
me parece espléndida a efectos sociales sino que encima está absolutamente
justificada en su misma esencia filosófica como bien explicaron en su día Charles Fourier, Thomas Paine, Henry George,
o Edward Bellamy,
pioneros en la defensa de la causa. Este libro también va por ellos.
Debo incluir de forma particularmente destacada en este inventario
de reconocimientos a John Rawls,
autor de la teoría de la justicia del velo de ignorancia con la que el concepto
de sueldo ciudadano viene a ser enaltecido de forma absolutamente sensata y
aplastante, y al entrañable Ricardo Semler, empresario ejemplar y autor de “El fin de semana de siete días”,
manual de “management” que debería de ser estudiado con devoción en las
escuelas de Ciencias Empresariales. También, por supuesto, a Bertrand Russell y Erich Fromm, dos
mentes prodigiosas que
formularon los más contundentes alegatos filosóficos que jamás he leído sobre
la renta básica en “Caminos de la
libertad” y “Tener y ser”,
respectivamente. Y por supuesto estoy especialmente agradecido a John Maynard Keynes por
haber abierto una lúcida vía para una economía más humana y solidaria y por ser
el padrino intelectual de John Kenneth Galbraith y Robert Theobald, seguramente
los economistas que de forma más inteligente han defendido la necesidad de
instaurar un nuevo orden social de renta básica.
El sueldo ciudadano siempre casará mejor con la mente de
izquierdas que con la mente de derechas pues al fin y al cabo hace falta mucho
espíritu redistribucionista y mucha voluntad socialista para defenderlo. No
obstante, incluso Milton Friedman,
que tanto ha influido en las últimas décadas a los gobiernos más derechistas
para llevar a cabo todas estas malditas reformas neoliberales tan en boga
últimamente, reconoció en su día que si queremos reducir el peso del Estado en
la economía y al mismo tiempo lograr que los males del capitalismo salvaje no
nos devoren debemos establecer alguna fórmula política realmente eficaz de
solidaridad económica y evitar que los parados y los fracasados o los
desahuciados escupan su marginación sobre los cimientos del sistema. De ahí que
Friedman apoyara el impuesto negativo sobre la renta. También Friedrich Hayek, uno de los
economistas más importantes dentro de la retrógrada, reaccionaria y
furibundamente antisocialista Escuela Austríaca, llegó a escribir que
garantizar la subsistencia básica de los ciudadanos podría después de todo no
ser tan mala idea.
La verdad es que no hace
falta ser de izquierdas para comprender que el capitalismo vigente está llamado
al desastre. Produce infiernos laborales, paraísos fiscales y casinos
financieros que finalmente degeneran en malestar social y desigualdades
económicas terribles. Por eso la noble idea de garantizar un ingreso mínimo a
todo el mundo no es una idea descabellada ni anticapitalista. Seguirán siendo
mayoría los que piensen que se trata de una propuesta inaceptable, inadmisible,
insostenible, especialmente ahora que tanto cuesta financiar el Estado del
Bienestar. Pero lo que cada día parece más inaceptable, más inadmisible, más
insostenible, son las desigualdades galopantes y la explotación y la alienación
y el malestar ciudadano. De modo que en “El sueldo de Diógenes” intento
reflexionar sobre la posibilidad de que algún día podamos reformar este
capitalismo nuestro tan asquerosamente competitivo, insensible y poco fraterno,
y rescatarlo del despotismo industrial que desgraciadamente atenaza a la gente
a la hora de encontrar o mantener un puesto de trabajo.
He de añadir en este post, que a su vez es un listado de
influencias recibidas y agradecimientos, a todos los que venís regalándome vuestros comentarios y enlaces,
que no solo representan para mí una valiosísima fuente de conocimiento sino
además y sobre todo un tremendo apoyo para seguir adelante en este extraño
oficio de juntar palabras y organizar ideas con el que tan difícil es ganarse
el sustento básico. Sin tan estimable ayuda no estaría en condiciones de ofrecer
un producto tan interesante al tiempo que entretenido como creo que es
finalmente este libro. Levanto mi copa por vosotros. Y seguro que Diógenes
también.
Podría estar despachando un
tochazo del copón bendito de esos que escriben los ensayistas de las editoriales
de prestigio pero he preferido limpiar el libro de paja y dejar la cosa en 209
páginas, bonito número. Al fin y al cabo, “El sueldo de Diógenes” no es un
tratado de economía. Es apenas un reportaje extenso sobre la posibilidad de que
algún día podamos erradicar la explotación laboral a través de una renta
ciudadana, y la verdad es que me siento muy orgulloso de no ser más que un
vulgar periodista porque después de muchos años estudiando Filosofía Económica
de manera completamente autodidacta he comprobado, para mi asombro, que algunos
de los mejores libros y artículos sobre las disfunciones del capitalismo han
sido escritos por colegas de la prensa canallesca.
Además del mencionado Henry George, debo destacar a John Atkinson Hobson, que
explicó mejor que nadie la problemática del capitalismo de finales del siglo
XIX y concretamente el papel nocivo que juegan los superávits congestionados. Y
a Ida Tarbell y Henry Demarest, que más o
menos por aquellas mismas fechas desenmascararon los abusos empresariales de
los grandes monopolios norteamericanos, así como a Naomi Klein, otra periodista,
cuyos libros “No logo” y “La doctrina del shock” me
parecen absolutamente imprescindibles para profundizar en las características
más depredadoras del capitalismo de nuestros días. Así pues, queridos amigos y
amigas, aquí está ya el libro menos esperado de la temporada, o sea “El sueldo
de Diógenes (Apología del Estado del Muy Bien Estar)”. Que lo compréis, que lo
regaléis, que lo recomendéis, y si es posible que lo disfrutéis.
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